Javier Ledo Javier Ledo

Sin miedos

Llega sin estruendo, sin promesas desbordadas.

Un breve detalle de la vida

Llega despacio —silenciosamente— como aquella brisa que mece suavemente las hojas al amanecer.

No exige, no arde, no levanta su voz, simplemente está ahí, permanece.

No precisa demostrar, se construye en los pequeños gestos, esa mirada sostenida en el tiempo, ese café compartido hablando en silencio, esa mano que busca la suya con naturalidad como si ese siempre hubiese sido su lugar —un lugar— donde encaja perfectamente.

No verás salvajes tormentas, solamente lluvias suaves —nutrientes—.

Aprendes a ser, —estar— sin poseer, disfrutas del tiempo sin el temor constante a perderlo pues no vives con urgencia sino con gratitud.

Tus conversaciones te acercan, no son batallas de egos.

Nunca volverás a identificar el silencio como vacío, porque ese silencio se volverá hogar, —ese hogar— donde los corazones consiguen descansar, —comprendidos— sin necesidad de explicaciones ni excusas.

No busques dramatismos ni fuegos de artificio, pero lo que sí encontrarás será una chispa constante, tranquila y tibia que nunca conseguirás apagar.

Ese es el amor que te sostiene cuando el mundo se convierte en ruido.

Ese es el amor que no promete eternidades imposibles pero sí presencias verdaderas.

Es el amor en calma, maduro pero no aburrido, tierno pero nunca ingenuo.

Se ha construido sobre profundas raíces aunque veas cómo sus ramas se mueven libres al viento.

Compartirán una nueva sensación, la de amar sin miedo, confiar sin dudar y cuidar sin esperar recompensa.

Y es en esa calma, en ese ritmo sereno donde descubres la más pura esencia del amor, no aquella que quema y bruscamente se extingue, sino la que te abriga, la que perdura, aquella que te hace sentir en paz.

Cuando estuviste aquí…

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Javier Ledo Javier Ledo

Mi guitarra

Aquí —entre mis brazos— mi guitarra respira como una mujer dormida, construida con las curvas del deseo.

Su cintura se recoge y se abre, invitando a mis manos a perderse en su misteriosa geografía.

Su piel —esa madera tibia— guarda el pulso del alma, un temblor que despierta cuando mis dedos rozan su superficie, como si en cada cuerda habitara un suspiro contenido entre la piel y el silencio.

Sus formas me hechizan con su vaivén de suaves ondas.

Esa profunda hondura donde reposa su sonido, me recuerda a ese cuerpo amado que se entrega y se rebela, que reclama ternura y fuego en un único compás.

Cada vez que la acaricio, responde con un breve gemido, esa nota que vibra en ese instante entre la razón y la locura.

En ese momento, ya no sé si toco una guitarra o si es la música la que me domina a mí.

Ella —la guitarra— es mujer y misterio.

Resguarda entre sus curvas el perfume de los bosques y las voces del viento.

Cuando la abrazo, percibo cómo el mundo se detiene y solamente queda el roce, la respiración, el latido que acompasa mi ritmo con el suyo.

Ese es el momento en el que nace la música —como nace el amor— con un breve —sutil— roce, de una entrega, de una promesa que se vacía en su melodía.

Sus curvas acogen la geometría de lo eterno, la armonía de lo que no necesita nombre alguno aunque te tenga presente.

En esa geometría sinuosa descubro la poesía del cuerpo, el milagro de aquello que vibra al ser amado.

Y en el mismo instante en que mis dedos dibujan melodías sobre su piel de madera, comprendo que la música no se toca, se ama.

Porque en el fondo, una guitarra se asemeja a esa mujer dormida que espera despertar en brazos de quien consiga comprender su alma.

P.D. Escrito a la orilla del mar, ¿qué mejor lugar?

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Javier Ledo Javier Ledo

Alguien tuyo

Una de las experiencias más conmovedoras y enriquecedoras que podemos vivir se da cuando puedes decir de alguien “es mío” “es mía” en el sentido más profundo y emocional.

Amanecen nuevas oportunidades

No hablamos de posesión, se trata de pertenencia mutua, de ese invisible lazo que se crea y nos entrelaza cuando encontramos a alguien que nos entiende, nos acompaña y nos elige cada día.

Ese momento cuando —de pronto— eres consciente de que entre millones de personas en un mundo en blanco y negro, una de esas personas te piensa, —te ve en color— se preocupa por ti y solamente desea compartir sus alegrías, sus penas, sus días rutinarios y sus sueños más imposibles contigo.

Cuando es recíproco, cuando es sincero —el amor— te otorga una sensación de refugio, esa persona es tu hogar y desde ese momento su voz, su risa, incluso sus silencios adquieren el poder de tranquilizar tu alma.

El hecho de que alguien que te conoce a fondo tome la decisión de permanecer a tu lado se convierte en un alivio emocional incomparable y te permite ser tú mismo sin miedo, —estás en tu hogar— sin máscaras, —es vuestro mundo— con virtudes y defectos compartidos.

Que alguien sea “tuyo” no puede significar nunca exclusividad por obligación, sino una conexión vital por elección.

Es despertarse con un inesperado —o esperado— mensaje de buenos días, es reír juntos las tonterías, celebrar las bobadas, abrazarse en los momentos duros, caminar de la mano sin importar la dirección y a la vista de todos.

Es la sólida certeza de no estar solo en el mundo, que ahí fuera hay quien celebra tus logros, tu vida, que te impulsa y sueña un futuro compartido.

Es un amor sentido en lo cotidiano, las miradas cómplices, los pequeños detalles, las conversaciones sin palabras.

Un profundo sentimiento de seguridad y alegría, una receta de paz y emoción constante.

Cada momento juntos tiene un valor y cada despedida solamente se entiende por la promesa de volver.

Tener a alguien “tuyo” significa cuidar, respetar, valorar, es un compromiso silencioso de hacer del amor un lugar seguro donde construir juntos, y crecer como individuos sin dejar de caminar —de la mano— uno al lado del otro.

Es mirar a esa persona y saber que has encontrado algo único, algo que no se explica, solo se siente.

No necesitan palabras porque con una sola mirada, ya se lo dicen todo.

Lou Reed - Un día perfecto

Traducción al español: https://www.letras.com/lou-reed/32824/traduccion.html

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Javier Ledo Javier Ledo

Hay amores… (Está escrito en el viento)

Ese amor.

El que no espera, que nace en el preciso —y precioso— instante en que dos miradas se entrelazan y tu entorno se ralentiza, —dejas de escuchar a tu interlocutor— tu mundo ha cambiado… definitivamente.

Irrumpe sin permiso, arrasándolo todo, alimentándose de un inesperado vértigo.

Surge —en medio de tu rutina— como una llama, una chispa que enciende tu alma y transforma tu ritmo cotidiano en un mágico escenario de deseo.

El beso robado, —en silencio— la caricia que se te escapa sin llegar a pensarlo, tu corazón que con ese tremendo latido confunde la razón.

No conoce horarios ni cautelas, su entrega es ahora y con una intensidad que roza lo eterno.

Cada uno de tus gestos, cada palabra, cada respiración compartida se encierran en un universo de solamente dos almas que desafía cualquier lógica.

Ese amor que vive al filo, que no calcula, que se deja llevar por la pura emoción del encuentro.

Rayo fugaz o tormenta transformándolo todo a su paso, dejando una huella —profunda— imposible de borrar.

Su increíble belleza radica en su extrema libertad, en esa manera de lanzarse al vacío sin miedo, pues es consciente —o inconsciente— de que incluso la caída puede resultar hermosa.

Amar de esta manera es una completa rendición a la arrolladora fuerza del instante, —sin cautelas— es darle permiso a tu corazón para que hable más alto y más fuerte que tu mente.

Es tallar historias con el fuego del presente, sabiendo que cada segundo puede ser el último, por eso ha de ser el más intenso.

Es la pérdida total del control para llegar a descubrir que allí, —en medio de ese caos— encontraremos la verdad más pura del alma, esa certeza real e inexplicable de que vivir, solamente vale la pena cuando amas sin medida.

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Javier Ledo Javier Ledo

El derviche

El derviche siempre danza.

No para mostrar, sino para desaparecer.

Sus giros —eternos— no buscan el aplauso fácil, sino el olvido del yo.

En el centro del invisible círculo que traza su cuerpo, el universo se pliega y respira con él.

Sus manos, una mirando al cielo y la otra a la tierra, son una mágica pasarela entre lo divino y lo humano, entre lo eterno y lo efímero.

Cada uno de sus giros, cada una de sus vueltas es una vibrante confesión de amor.

Cada paso, una suave caricia que su alma ofrece al infinito.

El derviche ama como gira, sin principio ni fin.

Su corazón late al compás de su música interior, esa que solamente los que han sentido el vértigo del amor verdadero pueden oír.

El tiempo se disuelve en su mirada, en su pecho, la pasión se desborda.

Ama con deseo, con entrega, ama hasta disiparse en el amado, hasta que ya no exista el “yo” que ama, ni el “tú” que es amado, solamente un único fuego danzando en el silencio.

En su danza infinita, sus pies, al rozar la tierra parecen no pisarla sino acariciarla.

El derviche no busca poseer, sino fundirse.

No anhela solamente palabras, sino presencias.

Y en su perpetuo giro, en su amor sin límites, nos recuerda que amar de verdad es perderse para encontrarse, morir para renacer, danzar hasta que las almas se confundan con la melodía del universo y el amor sea lo único que permanezca.

Algo contigo…

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Javier Ledo Javier Ledo

Palabras inútiles

Cuando intento expresar lo que siento, el idioma se constriñe y las palabras se resisten, el idioma se me hace pequeño.

Capri - Italia

Rebusco la manera, la frase ideal y no consigo hallar esa frase —por más bella que parezca— que alcance a tocar la orilla de lo que se rebela en mi interior.

Quizá porque lo tuyo en mí no se puede medir, no se puede explicar, no puede encerrarse en sonidos o letras porque es algo que vibra, respira y crece silenciosamente desbordándose en cada mirada, en cada gesto, en cada instante compartido.

Cuando te pienso, las palabras se desmoronan, —se desvanecen— se vuelven inútiles.

Se convierte en un sentimiento que no puede, —que no debe— ser pronunciado, solamente vivido.

Ese sentimiento acelera mi corazón al escuchar tu voz, me abrasa cuando tus ojos buscan los míos y alimenta mi ser por el simple hecho de saber que existes y que el mundo —mi mundo— tiene sentido porque tú estás en él.

Si pudiera, te lo mostraría con el alma desnuda, sin necesidad de hablar y podrías comprobar cómo tu presencia ilumina mis días, cómo tus risas se graban en mi piel, cómo incluso el silencio —compartido contigo— se reconoce melodía.

No es un conjunto de letras repetidas lo que me une a ti, es un latido que a cada pulso te nombra sin decir nada.

Y aunque mi boca no encuentre la manera exacta de describirlo, es mi corazón el que lo grita a cada segundo.

No hay palabra que baste, ni frase que alcance.

Lo que siento por ti trasciende el lenguaje, porque no se dice… se siente, se entrega, se respira.

Y en cada respiración, en cada pensamiento, estás tú, ocupando todo lo que soy, un te quiero que no alcanza.

Dame una noche de asilo…

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Javier Ledo Javier Ledo

Quédate, bailemos la vida

Sin prisas, sin relojes al acecho, sin miedos, quiero que te quedes a bailar la vida conmigo.

Quédate cuando la música sea suave —apenas un murmullo—, cuando el mundo gire con la lentitud de las estrellas, cuando nuestros cuerpos se comprendan con apenas un roce.

Quédate cuando la piel hable el idioma que entienden nuestras almas, ese que se articula entre suspiros y se escribe en el aire tembloroso de nuestras miradas.

Respirar a tu ritmo, perderme en el compás de tu voz, el tiempo latiendo entre tus manos acelerándose cuando me rozas.

Nuestras miradas —en calma— saben que han encontrado un íntimo refugio en medio del caos.

Quiero que te quedes, aunque la vida modifique la melodía, aunque el viento se equivoque.

Quiero que te quedes bailando bajo la lluvia, riendo, disfrutando, celebrando cada gota como si cada una fuese una caricia venida directamente del cielo.

Quiero que te quedes cuando los silencios necesiten de los abrazos, cuando no suene la música, cuando el camino resulte —quizás— penoso.

Bailando juntos sentiremos cómo el universo se detiene brevemente para mirarnos de frente, para confirmarnos que no hay mejor lugar donde festejar nuestras vidas.

No será preciso más escenario que nuestra piel, ni más luz que nuestras miradas encendiéndose.

Bailaremos con el deseo sin disfraces, desbordando ternura y con la certeza de que cada paso juntos tiene sentido.

Quiero que te quedes a bailar la vida, hasta que nuestros días se queden cortos y los besos sean infinitos.

Hasta que nuestros cuerpos se vuelvan memoria, —recuerdos— que la pasión no ceda, que el íntimo roce de nuestras manos descubra el futuro.

Elegiremos cada día el mismo baile, con nuestros mismos latidos, con las mismas ganas.

Así la vida, —contigo— sería danza, vértigo, deseo. Piel y temblor, ternura y fuego.

Si te quedas —nos quedamos— no dejaremos de bailar, aunque cambie la música, aunque el mundo se apague.

Siempre te invitaré a un último baile.

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Javier Ledo Javier Ledo

Donde ser es suficiente

Los observo —en la distancia— y por extraño que parezca les entiendo sin oír sus palabras.

Hay, —entre ellos— hay algo que no requiere de explicación alguna, una silenciosa complicidad en sus más nimios gestos que te comunica una vibración unísona, especial.

El roza su mano con inevitable naturalidad y ella reacciona con una sonrisa íntima, que no precisa ser vista, solamente sentida.

No existen promesas explícitas, sin embargo sus miradas son promesas rotundas.

No parecen necesitar definir qué es lo que les une, dejan que ese vínculo —intangible— fluya como el arroyo que encuentra siempre su cauce más perfecto, viaje como el viento sin pedir permiso, pero siempre dejando su inquieta huella en la piel.

Observo dos almas que se reconocen sin intentar poseerse, dos cuerpos que se acarician por pura intuición, sin razones que los aprisionen.

Cuando se miran de verdad, el mundo parece detenerse a su alrededor, evocan su propio idioma, ese en el que los silencios arden, en el que las respiraciones se acompañan y las risas se entremezclan hasta convertirse en un solo sentimiento.

No necesitan proclamar lo que sienten, basta con ver la manera en que sus miradas se buscan en silencio.

Al verlos —al observarlos— entiendo que su complicidad no responde a condiciones ni límites.

Existe en este presente, y mientras sucede lo abarca absolutamente todo.

Se eligen sin ataduras, sin estructuras, solamente porque al encontrarse descubren ese lugar que muchos anhelamos donde ser es suficiente.

Y la belleza que irradian quizá radique en esto, en que se pertenecen sin pertenecer, aman sin pedir explicación, viven el amor —su amor— con esa libertad de quien no teme perderse porque ya han encontrado —ya se han encontrado—.

Lo que fluye entre ellos no precisa ser catalogado, se siente, se respira, se sabe.

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Javier Ledo Javier Ledo

El quizás

Quizás, —palabra maldita— tras ella se esconde un universo suspendido, esa respiración que no consigue volverse palabra.

Esos “quizás” tuyos se encuentran en ese punto exacto donde tu deseo y tus miedos se rozan sin tocarse, donde la promesa de un sí —finalmente— se disfraza con el traje de la duda para así no quemarse en la certeza de un compromiso.

Con cada “quizás” pronunciado consigues que —por un instante— el tiempo se detenga, como si el mismo aire esperara tu decisión.

Detrás de esa palabra ubicua viven historias que nunca han llegado a suceder, abrazos mínimos, miradas que no consiguieron confesarse.

Son esos silencios que no consiguen encontrar su lugar, los latidos que no deciden dar ese salto por… miedo.

Alguna vez —por un instante efímero— pienso que tus quizás son una manera personal de proteger lo que amas, lanzándolos al aire para no perderlo todo, para así intentar mantener viva la expectativa de que algún día sea distinto.

Hay ternura en ellos.

Tus quizás nunca llega a ser una puerta cerrada, sino una rendija por donde se cuela la luz.

En ellos —en esos quizás— habita la esperanza de lo que podría llegar a ser si tan solo el miedo dejara de hablar más fuerte que el corazón.

Yo los escucho y me quedo quieto, sosteniendo tus quizás con la delicadeza con la que se sostiene un secreto.

Sé que en cada uno late un pedazo de verdad, una promesa que aún no ha aprendido a pronunciarse.

Quizá —como tú— también yo me encuentro agazapado detrás de esa palabra, esperando el momento exacto en que el quizás se vuelva sí, y todo lo que fue duda se transforme, por fin, en certeza.

Tus quizás son el idioma más hermoso de tu indecisión, y en ellos —aunque no lo sepas— también se esconde mi amor.

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Javier Ledo Javier Ledo

De que está hecho el amor

De nada sirve que lo busques, que lo persigas porque nunca se deja atrapar.

Es intangible, se enfrenta a la lógica de la solidez, va y viene, invisible pero —como el aire— imprescindible.

Es viento, está hecho de viento, no puedes verlo y sin embargo lo sientes, está ahí, omnipresente.

De viento, de puro viento…

Eriza tu piel, agita tu alma cuando —en silencio— se aleja.

Lo encuentras en esa ráfaga que despeina tus pensamientos, que barre tus tristezas y te promete algo nuevo.

Los hay que como una suave brisa llegan sin ruido, acarician sin previo aviso y refrescan lo que creíamos marchito.

Otros arrasan, rompen y hacen temblar todo aquello que creíamos seguro como una repentina tormenta que después nos entrega un aire mucho más limpio, un cielo más azul.

Y hay amores que son brisa constante, esa que nunca cesa, que puede variar su dirección pero siempre está ahí.

El amor —como el viento— no pertenece a nadie, no se guarda, no se posee.

Solamente lo vives, lo respiras y lo agradeces.

Abre tus manos y lo sentirás pasar, acariciando tus dedos, danzando libre, sin miedo.

Esa suave brisa se acompaña del aroma de quien amamos, de —palabras— caricias susurradas al oído y arrastradas en la distancia. De besos suspendidos en nuestra memoria como hojas de otoño en el aire.

Está hecho de risas volanderas y promesas viajando más lejos que cualquier despedida.

Y cuando la duda me asalte, cuando me falte el suelo o el tiempo me pese, recuérdame, —querida— que el amor es viento también dentro de mí sosteniéndome incluso cuando pareciera no estar.

El amor no se ve pero mueve el mundo, colándose entre las rendijas de tus miedos, levantando lo caído, cantando entre arboledas y meciendo nuestras cansadas almas.

Recuérdame —tú, amor— que estás hecho de viento, de puro viento, invisible, libre, eterno.

Recuérdame de que está hecho el amor… Recuérdame que olvide aquella herida…

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Javier Ledo Javier Ledo

Distancia

Hay amores tan leves que parecen hechos de aire, que se escabullen entre nuestros dedos al intentar retenerlos.

El tuyo es así.

Una presencia en un roce, apenas una caricia, y aun así una huella imborrable.

Cuando ya estás a punto de quedarte, cuando la distancia se disuelve y tus pasos se encaminan hacia mí… todo se desvanece.

Las certezas se vuelven sombras y solamente permanece la dulce confusión de haberte sentido tan cerca.

Es un momento detenido, en el que se entrelazan la esperanza y la rendición, el deseo de alcanzarte y la certeza consciente de que no podré.

Y aún así, siento la necesidad de buscarte una y otra vez, como si la fe tuviera su propio lenguaje y el mío solamente supiera pronunciar su nombre.

Tu ausencia —invisible— no duele con violencia, sino con ese tipo de melancolía que se te entremete lentamente y aprende a convivir con el día a día.

Ese día a día en el que creo haberte olvidado, y basta un sutil aroma, una melodía para que estés de vuelta —tu recuerdo— y todo vuelva a doler.

La distancia libera al amor de todo lo terrenal, lo deja en su esencia, en esa emoción que arde sin tocar y que vive sin presencia.

Quizá por eso sigues aquí, aunque no estés.

Y así sigo, amándote sin esperarte, buscándote sin encontrarte, llamándote sin voz.

No hay promesas, ni finales, ni despedidas.

Solamente este hilo invisible que une mi latido con la idea de ti, esa idea que no se va, que me acompaña incluso cuando ya no miro atrás.

Porque algunas ausencias, sin quererlo, saben quedarse para siempre.

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Javier Ledo Javier Ledo

Esa luz sabe a ti

Desde niños hemos oído que allí, al final de aquel túnel, había una luz.

Los hay que la imaginan blanca, otros dorada.

Muchos la imaginan apenas un mínimo suspiro de claridad abriéndose paso entre sombras agotadas.

Para mí, esa luz ilumina ese túnel imaginario en su totalidad y su luz tiene el color de tu mirada cuando permites que el mundo te atraviese sin miedos.

No es un color como tal, no puedo nombrarlo con palabras alguna porque para mí es una fusión de amanecer y promesa, de piel tibia y esperanza renacida.

Es una luz cambiante, —caprichosa— por momentos un fino hilo azul —un pensamiento— que titubea entre la duda y el deseo., el recelo y la pasión.

Otras veces es ámbar ardiente, —cálida— como un sol latiendo desenfrenado.

Esa luz —al final del túnel— no es destino, es encuentro. No te espera, se crea contigo, a cada paso.

Surge cuando te determinas a no rendirte, cuando eliges —una vez más— amar, aun sabiendo la fragilidad de los corazones.

En su reflejo habitan todas esas veces en que lloraste pero aun así seguiste en el camino, extendiendo tus manos, en la búsqueda de algo que no conseguías nombrar.

Recorriendo tu particular túnel, cuando llegas te percatas de que —esa luz— no te ciega, te envuelve, te reconoce, te devuelve a tu propio ser interior.

En ese momento comprendes que ese túnel jamás fue oscuridad, sino solamente el tiempo necesario para aprender a mirar distinto.

La luz al final del túnel… es del color del alma cuando ama.

Salgamos a la calle a bailar ese tango.

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Javier Ledo Javier Ledo

Cartas que no envío

Nunca me has pertenecido y aun así —inexplicablemente— has conseguido que te eche de menos.

Resulta extraño cómo la distancia puede unir más que la cercanía, o cómo nuestro deseo se alimenta de lo imposible.

Te pienso en las largas noches, cuando la profundidad del silencio se vuelve cómplice y mi mente —incansable— se aferra a la idea de ti.

No estás, y sin embargo ocupas todo el espacio, no respondes y tu ausencia resuena como aquella palabra que no se pronuncia.

Hay algo de dulce tortura en la espera sin esperanzas, en ese escudriñar el teléfono con la certeza de no encontrar nunca tu iniciativa.

Y aún así, cada mensaje no recibido conforma una extraña manera de tenerte cerca, esa ilusión que me resisto a romper.

Sí, has conseguido que te eche de menos sin haber pronunciado ninguna promesa, —nada— y es eso lo que —de algún modo— te hace aún más imposible, más irresistible.

Cada día te imagino en tu mundo, centro de otros sonidos, de otras luces, mientras yo sigo aquí, sosteniendo tu nombre en mis labios como aquel que guarda un secreto que muchos intuyen.

A veces me abruma la sensación de que te invento un poco cada día, que mi amor es más una creación etérea que una historia real.

Pero ese supuesto invento rezuma ternura, en él hay piel sin tocar y besos que viven suspendidos entre el deseo y el miedo.

Cuando el día se apaga seguramente no pensarás en mí, y mi ausencia no será un peso para ti.

Pero extrañamente yo vivo entre tus sombras, y voy hallando en cada recuerdo distintas maneras de seguir contigo sin que tú lo sepas.

Has conseguido que te eche de menos sin nunca haberme tenido, y ese sentimiento duele con una extraña belleza.

La belleza de amar lo intangible.

De abrazar el aire donde alguna vez imaginé encontrarte.

Porque existen amores que no se viven… se sueñan.

Y tú, amor, eres el más pertinaz de mis sueños.

Aunque tardemos en volver a vernos,…

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Javier Ledo Javier Ledo

El aroma de un verso

Existen aromas que no nacen de las flores ni de los cuerpos, sino de las palabras.

El perfume de un verso, ese leve temblor detenido en el aire al ser pronunciado por nuestra voz, atesora algo de incienso antiguo, algo de esa lluvia que toca la tierra con suavidad.

Es un aroma agazapado tras cada una de las sílabas, respirando tinta y que se disuelve en su particular piel de papel.

No podemos verlo, no podemos tocarlo pero nos acaricia como esa brisa que nos recuerda lo que alguna vez hemos sido, lo que aún nos duele o lo que tal vez nunca nos atrevimos a decir.

Al leer en silencio, el verso exhala su secreto.

No es solamente lenguaje, es mucho más, es el eco de un alma que quiso decir “te amo” y no supo hacerlo.

Es esa fragancia que se adhiere a nuestra memoria, que despierta dulces fantasmas, que enciende nuestras nostalgias.

A veces desprende un doloroso olor a despedida, a cartas que nunca llegaron a su destino, a la esquina de esa cama vacía.

Y otras veces desprende olor a promesa, a beso suspendido, incierto, a la tibieza del aliento que roza tu nuca.

El perfume de un verso es, —en esencia— el olor de la ausencia.

Huele a lo que se ha perdido y también a lo que se espera.

Y aún así, —en su melancolía— existe belleza, se te impregna una dulzura tenue que consuela, que abraza en la lejanía.

Un verso, —cuando es verdadero— perfuma el alma como una misteriosa flor.

Una flor que no se marchita, que no se olvida, que permanece en el aire, entre la respiración y el recuerdo.

Quizá amar sea eso, reconocer en otro cuerpo el perfume de tus propios versos, sentir que su respiración huele a tu poesía.

Y entonces, cerrar los ojos, dejar que ese aroma te inunde, y entender —sin decirlo— que algunas palabras no se leen, se respiran.

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Javier Ledo Javier Ledo

Amar sin poder amar

El amor llega —casi siempre— como un susurro no solicitado, como aquella brisa que descubre las rendijas del alma y acaba por inundarlo todo.

Nos sorprende, nos despierta y revive,… pero —a veces— esa brisa trae un mensaje al que hacemos caso omiso,… “es amor no puede ser”.

Amas con tu corazón lleno, con tu mirada de fuego, con ese deseo de entregar todo tu ser, y aun así esa brisa te lo deja claro, no puedes.

El tiempo, la distancia o cualquier otra circunstancia nos conduce a una de esas paradojas más dolorosas y al mismo tiempo más hermosas que nos tocará vivir; amar sin poder amar.

Un amor que no conocerá un íntimo abrazo pero que se afianza en nuestro interior con fuerza indomable.

Un amor que no busca recompensa y que existe sin ser correspondido.

Un amor que arde en silencio —a veces disfrazado de amistad— escondido en palabras no pronunciadas y en temblorosos gestos temerosos de ser descubiertos.

Un amor de lejanía que extiende su alma hacia ese horizonte inalcanzable.

Que observa cómo esa persona amada sigue adelante, como ríe, respira,… y verla feliz también nos hace felices aún sin estar incluidos en esa felicidad.

Un amor sin egoísmo, con ternura, con gratitud por haber podido sentir algo tan profundo.

Un amor silencioso, con la voz quebrada y el corazón dentro de una cárcel invisible.

Aun sabiendo que no podemos, que no debemos, no existe manera de apagar los sentimientos.

El amor —esos amores— tienen memoria, regresan en una canción, un aroma, un contacto fortuito o en una palabra apenas pronunciada, apenas susurrada.

Amar sin poder amar es un acto de valentía, has de mirar de frente al deseo y aceptar sus límites, eliges el silencio para no herir y la distancia para no destruir.

Amar sin poder amar es decir “te quiero” sin decirlo, es cuidar sin tocar, es acompañar sin estar.

Amar no siempre significa tener,… y en ese imposible se esconde la belleza más triste y más humana del amor.

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