Donde ser es suficiente
Los observo —en la distancia— y por extraño que parezca les entiendo sin oír sus palabras.
Hay, —entre ellos— hay algo que no requiere de explicación alguna, una silenciosa complicidad en sus más nimios gestos que te comunica una vibración unísona, especial.
El roza su mano con inevitable naturalidad y ella reacciona con una sonrisa íntima, que no precisa ser vista, solamente sentida.
No existen promesas explícitas, sin embargo sus miradas son promesas rotundas.
No parecen necesitar definir qué es lo que les une, dejan que ese vínculo —intangible— fluya como el arroyo que encuentra siempre su cauce más perfecto, viaje como el viento sin pedir permiso, pero siempre dejando su inquieta huella en la piel.
Observo dos almas que se reconocen sin intentar poseerse, dos cuerpos que se acarician por pura intuición, sin razones que los aprisionen.
Cuando se miran de verdad, el mundo parece detenerse a su alrededor, evocan su propio idioma, ese en el que los silencios arden, en el que las respiraciones se acompañan y las risas se entremezclan hasta convertirse en un solo sentimiento.
No necesitan proclamar lo que sienten, basta con ver la manera en que sus miradas se buscan en silencio.
Al verlos —al observarlos— entiendo que su complicidad no responde a condiciones ni límites.
Existe en este presente, y mientras sucede lo abarca absolutamente todo.
Se eligen sin ataduras, sin estructuras, solamente porque al encontrarse descubren ese lugar que muchos anhelamos donde ser es suficiente.
Y la belleza que irradian quizá radique en esto, en que se pertenecen sin pertenecer, aman sin pedir explicación, viven el amor —su amor— con esa libertad de quien no teme perderse porque ya han encontrado —ya se han encontrado—.
Lo que fluye entre ellos no precisa ser catalogado, se siente, se respira, se sabe.