Cartas que no envío

Nunca me has pertenecido y aun así —inexplicablemente— has conseguido que te eche de menos.

Resulta extraño cómo la distancia puede unir más que la cercanía, o cómo nuestro deseo se alimenta de lo imposible.

Te pienso en las largas noches, cuando la profundidad del silencio se vuelve cómplice y mi mente —incansable— se aferra a la idea de ti.

No estás, y sin embargo ocupas todo el espacio, no respondes y tu ausencia resuena como aquella palabra que no se pronuncia.

Hay algo de dulce tortura en la espera sin esperanzas, en ese escudriñar el teléfono con la certeza de no encontrar nunca tu iniciativa.

Y aún así, cada mensaje no recibido conforma una extraña manera de tenerte cerca, esa ilusión que me resisto a romper.

Sí, has conseguido que te eche de menos sin haber pronunciado ninguna promesa, —nada— y es eso lo que —de algún modo— te hace aún más imposible, más irresistible.

Cada día te imagino en tu mundo, centro de otros sonidos, de otras luces, mientras yo sigo aquí, sosteniendo tu nombre en mis labios como aquel que guarda un secreto que muchos intuyen.

A veces me abruma la sensación de que te invento un poco cada día, que mi amor es más una creación etérea que una historia real.

Pero ese supuesto invento rezuma ternura, en él hay piel sin tocar y besos que viven suspendidos entre el deseo y el miedo.

Cuando el día se apaga seguramente no pensarás en mí, y mi ausencia no será un peso para ti.

Pero extrañamente yo vivo entre tus sombras, y voy hallando en cada recuerdo distintas maneras de seguir contigo sin que tú lo sepas.

Has conseguido que te eche de menos sin nunca haberme tenido, y ese sentimiento duele con una extraña belleza.

La belleza de amar lo intangible.

De abrazar el aire donde alguna vez imaginé encontrarte.

Porque existen amores que no se viven… se sueñan.

Y tú, amor, eres el más pertinaz de mis sueños.

Aunque tardemos en volver a vernos,…

Anterior
Anterior

Esa luz sabe a ti

Siguiente
Siguiente

El aroma de un verso