Mi guitarra

Aquí —entre mis brazos— mi guitarra respira como una mujer dormida, construida con las curvas del deseo.

Su cintura se recoge y se abre, invitando a mis manos a perderse en su misteriosa geografía.

Su piel —esa madera tibia— guarda el pulso del alma, un temblor que despierta cuando mis dedos rozan su superficie, como si en cada cuerda habitara un suspiro contenido entre la piel y el silencio.

Sus formas me hechizan con su vaivén de suaves ondas.

Esa profunda hondura donde reposa su sonido, me recuerda a ese cuerpo amado que se entrega y se rebela, que reclama ternura y fuego en un único compás.

Cada vez que la acaricio, responde con un breve gemido, esa nota que vibra en ese instante entre la razón y la locura.

En ese momento, ya no sé si toco una guitarra o si es la música la que me domina a mí.

Ella —la guitarra— es mujer y misterio.

Resguarda entre sus curvas el perfume de los bosques y las voces del viento.

Cuando la abrazo, percibo cómo el mundo se detiene y solamente queda el roce, la respiración, el latido que acompasa mi ritmo con el suyo.

Ese es el momento en el que nace la música —como nace el amor— con un breve —sutil— roce, de una entrega, de una promesa que se vacía en su melodía.

Sus curvas acogen la geometría de lo eterno, la armonía de lo que no necesita nombre alguno aunque te tenga presente.

En esa geometría sinuosa descubro la poesía del cuerpo, el milagro de aquello que vibra al ser amado.

Y en el mismo instante en que mis dedos dibujan melodías sobre su piel de madera, comprendo que la música no se toca, se ama.

Porque en el fondo, una guitarra se asemeja a esa mujer dormida que espera despertar en brazos de quien consiga comprender su alma.

P.D. Escrito a la orilla del mar, ¿qué mejor lugar?

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Alguien tuyo