El derviche
El derviche siempre danza.
No para mostrar, sino para desaparecer.
Sus giros —eternos— no buscan el aplauso fácil, sino el olvido del yo.
En el centro del invisible círculo que traza su cuerpo, el universo se pliega y respira con él.
Sus manos, una mirando al cielo y la otra a la tierra, son una mágica pasarela entre lo divino y lo humano, entre lo eterno y lo efímero.
Cada uno de sus giros, cada una de sus vueltas es una vibrante confesión de amor.
Cada paso, una suave caricia que su alma ofrece al infinito.
El derviche ama como gira, sin principio ni fin.
Su corazón late al compás de su música interior, esa que solamente los que han sentido el vértigo del amor verdadero pueden oír.
El tiempo se disuelve en su mirada, en su pecho, la pasión se desborda.
Ama con deseo, con entrega, ama hasta disiparse en el amado, hasta que ya no exista el “yo” que ama, ni el “tú” que es amado, solamente un único fuego danzando en el silencio.
En su danza infinita, sus pies, al rozar la tierra parecen no pisarla sino acariciarla.
El derviche no busca poseer, sino fundirse.
No anhela solamente palabras, sino presencias.
Y en su perpetuo giro, en su amor sin límites, nos recuerda que amar de verdad es perderse para encontrarse, morir para renacer, danzar hasta que las almas se confundan con la melodía del universo y el amor sea lo único que permanezca.
Algo contigo…