Javier Ledo Javier Ledo

Has estado allí

Nuestra vida, cargada de incertidumbres, dolores y frustraciones consigue en algunos momentos empujar –incluso a aquellos que se creen más fuertes– a rozar sus límites emocionales.

¿Quién no se ha encontrado en ese trance alguna vez?

Todos podemos llegar a cuestionarnos el sentido de nuestra propia existencia al sentirnos desbordados.

Ese “estar al borde” no siempre se traduce en una acción concreta, casi siempre no es más que un pensamiento fugaz, un anhelo de hacerse invisible, un deseo de descanso, de desconexión ante una losa imposible de soportar.

Y para este trance no hay distingos, da igual la clase social, la edad, la educación, todos podemos encontrarnos en algún momento determinado en ese umbral oscuro.

El sufrimiento no suele dejarse ver en sociedad, sonríe quien está roto por dentro, no duermes en días y soportas tu puesto de trabajo, ayudas a otros sin saber muy bien como ayudarte a ti mismo.

Nunca sabemos que batallas está librando esa persona con la que te cruzas a diario, o esporádicamente, por eso cobra relevancia un saludo amable, una sonrisa,… empatía.

Hablar los momentos, reconocerlos y compartirlos es un paso, un primer paso.

Muchas personas han estado –hemos estado– allí, justo al borde, a centímetros de una realidad irreparable y siempre –casi siempre– ha aparecido una nueva puerta que nos ha conducido a la salida.

Nuestra vida puede cambiar de formas impredecibles y lo que hoy se nos antoja insoportable, mañana se convierte apenas en un lejano recuerdo.

Seamos conscientes que detrás de cada historia hay una lucha que merece ser reconocida y que incluso en esos momentos más oscuros siempre se vislumbra a lo lejos una mínima luz.

Una luz quizás tenue, pero siempre presente.

Tal vez la voz de alguien sea esa luz que en un susurro nos asegura, “yo también estuve allí y sobreviví”.

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Javier Ledo Javier Ledo

Su sonrisa, sus ojos

Hay sonrisas que simplemente existen, están ahí, te las encuentras paseando por la calle, a tu lado en la cola del supermercado o en la terminal de cualquier aeropuerto.

Y hay sonrisas que habitan su íntimo espacio como si pertenecieran a una dimensión más suave del tiempo.

La suya es de estas últimas, no solamente se dibuja en sus labios, sino que se enciende desde sus ojos y pareciera que su alma ha tomado la decisión de asomarse para decirnos, “estoy bien”.

Son como un rincón tranquilo –sus ojos– de un verde claro cuasi líquido.

No miran, observan, sostienen, acarician.

Tienen la hermosa virtud de reflejar lo que ocurre en su interior sin perder nunca la calma, el equilibrio que se balancea entre la transparencia y el misterio.

A veces, cuando no habla, lo hacen sus ojos en su lugar y en un hermoso susurro verde nos dice “aquí estoy”, “te veo” sin que palabra alguna deba ser articulada.

Hay una historia tras esa mirada.

No estamos ante una mirada ingenua, esa mirada ha visto, ha vivido, ha aprendido a proteger y a protegerse.

Como la bruma que se enciende con el roce de la mañana en las montañas, así sigue brillando.

Después de tanto sufrimiento, sigue brillando.

Es una sonrisa cálida, verdadera, –tímida cuando me la cruzo– pero siempre abierta como una gran ventana al sol.

Cada sonrisa suya puede alinear el mundo, disolver el ruido y opacar al mismísimo sol.

Esa conjugación, esos ojos, esa sonrisa desembocan en una armonía imposible de ignorar.

Sin realmente conocerla puedes sentir su cercanía, basta un cruce de miradas con esa suave sonrisa y uno ya no es el mismo.

Hay algo en esa manera, en como te mira, en como te sonríe, que cura, que parece decirte –aún sin conocerte– “te entiendo”.

Sin saberlo, ella tiene el don de transformar los días ajenos.

Camina por la vida consciente de que con solo mirar y sonreír puede reconstruir lo que hay roto en aquellos con los que se cruza.

Y lo hace sin el más mínimo esfuerzo , como quien respira, como quien ama sin darse cuenta.

Esos ojos verde claro –casi líquidos– en los que asoma la dulzura de la miel.

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Javier Ledo Javier Ledo

Sin sueños

Cuatro años desde la última vez que apareciste en mis sueños.

Cuatro años sin que tu voz resonara en los laberintos de mi inconsciente, sin que tus ojos inventados me miraran desde aquel rincón oculto que creía eterno.

Al principio fue una ausencia silenciosa, como una brisa que se desvanece.

No podía notar tu partida.

Con el paso del tiempo, suavemente, tu ausencia comenzó a pesar más que tu recuerdo.

Soñar contigo era mi forma de mantenerte viva, de sostenerte en esa íntima dimensión en la que aún podía hablarte sin ese maldito dolor que implica saber que ya no estás.

Eras mucho más que un recuerdo, una presencia.

Esa sombra amable que visitaba mis noches y que intentaba calmar mis días.

Aquellas apariciones eran tan vívidas que despertaba creyendo que aún podías volver, que la distancia entre la muerte y la vida era solo cuestión de cerrar los ojos.

Y luego, aquel día, nada.

El silencio se instaló también en mis sueños.

Y entendí que tu ausencia se había profundizado, que incluso mi subconsciente –ese que se aferraba– había comenzado a dejarte ir.

No hay fecha exacta para esa última vez que te soñé.

Solamente sé que un día desperté y fui consciente de que llevábamos mucho tiempo sin encontrarnos.

En estos cuatro años, he aprendido a vivir con esa otra forma de pérdida.

No solo la de tu presencia física, sino la de tu imagen onírica.

Es una muerte dentro de la muerte, dejar de soñar contigo es como perderte de nuevo, pero esta vez en un plano más íntimo, más mío.

¿Soñar con alguien es una manera de que el alma diga “todavía no”?, ¿un modo de resistirse al olvido?

Y si es así entonces, ¿qué significa dejar de soñar? ¿Resignación? ¿Sanación? ¿O es simplemente el paso natural del tiempo que va limando las aristas del duelo?

He intentado provocarte, invocarte antes de dormir, mirando tus fotos, recordando tu voz, repasando historias.

Pero nada produce un resultado positivo. Como si incluso los sueños hubieran decidido descansar.

Cuatro años sin soñarte me han enseñado que el amor no desaparece, solo se transforma.

Ahora mismo ya no necesito verte en sueños para sentir que sigues siendo parte de mí.

Estás en mis gestos, en mis silencios, en la forma en que abrazo lo que me queda.

Tal vez, sin saberlo, tú también has aprendido a descansar de mí.

Quizás un día vuelvas. No lo espero, pero tampoco lo descarto.

Por ahora, acepto este vacío.

Cuatro años sin soñarte, pero con el corazón lleno de todo lo que fuiste.

Y aunque el sueño se haya adormecido, el recuerdo sigue hablando.

Y en él, todavía vives.

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Javier Ledo Javier Ledo

El tiempo y sus momentos

El reloj nos engaña, la vida no se mide en horas, minutos o segundos.

La vida se mide en momentos, no son los años los que nos definen.

El acelerado latido de una mirada, ese silencio compartido que reúne en su interior más de mil palabras, o ese instante –suspendido en el aire– cuando dos almas se encuentran.

Nuestra vida no se cuenta en los calendarios, se celebra en las emociones que nos estremecen.

Hay días eternos y años fugaces.

Cualquier tarde –bajo la lluvia– con sus manos entrelazadas es más valioso que un año entero sin amor.

Un beso robado al caer la tarde, una sonrisa cómplice o simplemente esa sensación de que todo está bien cuando esa persona especial  esta ahí, a tu lado.

Esos momentos, fugaces o eternos, son los que suman valor a nuestra existencia.

Cuando amamos, nuestro tiempo se transforma, se llena de sentido.

Esos minutos junto a quien amamos siempre se vuelven breves, pero dejan huellas eternas.

Nos sumergimos en los detalles, en como alguien dice nuestro nombre, en esos ojos que brillan al reír, en la calidez de un abrazo de esos que paralizan el mundo.

Esos son los momentos verdaderos, sin prisas, solamente hay presencia y conexión.

No necesitamos más tiempo, realmente lo que necesitamos son más momentos que nos hagan sentir vivos.

Una cena improvisada a la luz de las velas, esas cartas –que ya no llegan– escritas con el corazón.

Esa llamada a medianoche para escuchar su voz…

Cuando miremos atrás no recordaremos los horarios cumplidos, solo los segundos que nos hicieron temblar.

Hay amores de verano que se recuerdan toda una vida, y miradas que se cruzan una sola vez y jamás se olvidan.

Porque lo que se graba en el alma no conoce el tiempo.

Vivir es aprender a coleccionar momentos, permitir que tu corazón lleve la cuenta.

Cuando amas con todo, cada instante es infinito.

No se trata de llegar a un destino, sino de saborear el camino, y qué mejor camino que el que se recorre de la mano.

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Javier Ledo Javier Ledo

Aquel callejón

Era un callejón como cualquier otro, olvidado en el tiempo y la rutina de la ciudad.

Estrecho, paredes descascarilladas y cubiertas de mugre que flanqueaban un pavimento carcomido por el paso de varios decenios de abandono.

Allí te vi por primera vez, en ese rincón gris, polvoriento, fue allí donde se cruzaron nuestros destinos.

Llovía ligeramente y yo buscaba un momentáneo refugio ajeno a que algo importante iba a suceder.

Y allí estabas tú, con aquella mirada temblorosa, empapada.

Cruzamos nuestras miradas durante un breve instante eterno.

Aquella mirada casual se transformo en una silenciosa conexión, un reconocimiento imposible de explicar, como si nos conociéramos de una vida anterior.

El murmullo de mis pasos rompió el hielo entre nosotros, luego llegaron las palabras, tímidas, inseguras pero totalmente sinceras.

Me hablaste de tú historia, o al menos de aquella parte más intima que pocos habían escuchado.

Y aquella lluvia seguía cayendo, –lentamente– sin prisa.

Hablamos de música, de literatura, de heridas –de las de verdad– invisibles, de esas que solamente encuentran cura en el correr del tiempo o compartidas con las adecuadas compañías.

Aquel callejón, –pasaje entre dos calles, pasaje entre dos realidades– se convirtió en refugio insospechado de nuestras almas.

Un espacio ajeno, atemporal, donde solamente existíamos tú y yo.

La ciudad siguió latiendo –impasible– pero en laque rincón apartado del espacio-tiempo nació algo que desvió el rumbo de nuestras vidas.

Pasaron varias horas que –en aquel callejón– parecieron días enteros.

La lluvia cesó, el sol se adueñó del cielo y nosotros ya no éramos los mismos.

No sabíamos que había ocurrido, no sabíamos si aquella lluvia era la causa, no sabíamos si aquello sería amor, amistad o simplemente un imborrable recuerdo.

Lo que si sabíamos, –ambos– lo que si sentíamos era que lo ocurrido no era un simple accidente, era un comienzo.

Pasaron los años y  ese callejón sigue siendo parte de nuestra historia.

A veces, cuando pasamos por allí nos detenemos un momento, no para repetir lo que fue, sino para agradecerlo.

Porque allí, entre muros desgastados y adoquines viejos, nos conocimos.

Porque en ese rincón oscuro, encontramos luz.

Y porque ese día, sin saberlo, comenzamos a escribir una historia que aún continúa.

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Javier Ledo Javier Ledo

Bajo la lluvia

Allí estabas, bajo la lluvia.

El cielo –todo el cielo– parecía haberse abierto solamente para ti.

Sin paraguas, sin miedo, únicamente tu sonrisa rodeada de relámpagos y aquellos pasos que cosían el alma del viento al empedrado de las calles.

Y te vi bailar bajo la lluvia.

Fue un breve instante, estático, detenido, una grieta en el tiempo, y en ella, lo cotidiano se volvió milagro.

Aquellas gotas acariciaban tu cuerpo como notas de una secreta melodía y tú, tú danzando sin aparente coreografía.

A cada giro de tus pies desnudos hallabas tu propio ritmo, infernal, poético.

El agua de lluvia te abrazaba y tú la invitabas, quizá porque comprendías que algunas lluvias limpian, algunas lluvias lavan antiguas heridas y desnudan la tristeza.

Yo no era más que el invisible testigo de tu libertad, pequeño, eterno.

Había algo sagrado en tu entrega a ese instante, una suerte de plegaria sin palabra alguna, una comunión perfecta entre tu cuerpo y el cielo, porque tu ya habías decidido –sabiamente– ser parte de aquel diluvio y de ninguna manera su víctima.

Tus cabellos ceñidos a tu bello rostro, tus ojos cerrados conversando los secretos del agua y esa sonrisa que cual dulce rayo rompía la tormenta.

Aún intento comprender si bailabas por alegría o por dolor, si tu danza era grito o era risa.

Aquella calle brillaba como si miles de espejos rotos hubiesen caído del cielo y tú –solamente tú– la cruzabas como quien no teme los afilados cristales.

Cada paso, cada giro era una promesa al corazón, ¿a mi corazón?

Sin público, sin aplausos, solamente el inquietante murmullo del agua y el susurro de mi alma contemplándote –empapada también– pero de admiración.

Nunca fuiste consciente de mi mirada, nunca percibiste como se grababa en mi ese instante, indeleble, inmortal.

Y te vi bailar bajo la lluvia, y comprendí que hay belleza que no pide permiso, que existen almas que nacen y florecen aún bajo la más terrible de las tormentas.

Cada vez que llueve, me apresuro a cerrar los ojos y te veo otra vez, girando, riendo, viva.

Bastarían algunos de tus pasos bajo la lluvia, para devolver la luz a este mundo que se siente –por momentos– demasiado gris.

Hay danzas que no se olvidan, así como hay amores que comienzan con un inesperado milagro bajo el agua.

Y yo te vi.

Te vi bailar bajo la lluvia.

Y todo cambió.

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Javier Ledo Javier Ledo

Me tiembla el alma

Hay algo en tu mirada que me desarma –me deja indefenso– destroza esas barreras que con tanto esfuerzo había levantado.

Cuando me miras, soy memoria, soy herida, soy deseo.

Intento apartar la mirada, evitar el vértigo, pero es imposible.

Hay algo invisible que me sostiene en ese breve instante, algo que parece condenar al mundo a quedarse en silencio y de esa manera dejar que solamente tu mirada y mi temblor existan.

Tiemblo, no de miedo, tiemblo porque me reconozco, me veo en tu mirada, incluso en los rincones mas ocultos de mí.

Me despojas de mis ropas sin tocarme, como si pudieras leer las grietas que intento esconder bajo mi piel.

Algunos días imagino que este temblor quizá no sea otra cosa que amor disfrazado de nervio.

O nostalgia.

O esa absurda necesidad de aferrarme a algo que no llego a entender pero que me llama.

Y tiembla mi alma.

No sabes lo que provocas, no sabes que tus ojos encierran una tormenta contra la cual no encuentro refugio.

No encuentro suficiente poesía para expresar –para explicar– lo que siento cuando tu me miras.

No encuentro metáfora –imagen– que abarque esta íntima revolución, este temblor invisible, que me transforma.

Cuando tus ojos encuentran los míos, nace un nuevo silencio, uno que no pesa –liviano– que te rodea, que abraza.

Y en ese silencio me descubro y te descubro.

Posiblemente nunca me atreva a decírtelo, o quizá algún día –en un desliz– pueda dejarlo caer frágilmente.

Si todo sigue en su lugar, si tus ojos siguen buscándome de vez en cuando, yo seguiré temblando en secreto.

Es una verdad que me atraviesa el pecho como un suspiro contenido.

Me tiembla el alma cuando me miras.

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Javier Ledo Javier Ledo

El sonido del mar

Nos envuelve el sonido del mar.

No es solamente ruido ensordecedor, es latido, es respiración profunda de nuestra madre tierra.

Se alza la ola –poderosa– como si durante siglos fuese acumulando fuerza en las entrañas del océano.

Y desde lo más alto se precipita –sin contemplaciones– rompiendo con fuerza inusitada provocando un estadillo de espuma que se eleva en su intento constante de tocar el cielo.

La escena te paraliza, resulta hipnótica, la transparencia del agua, su aroma turquesa oscureciéndose cuando te precipitas en ella.

Las rocas –con su áspera textura– pareciera resistir al tiempo y la fuerza desatada del mar.

Lo que contemplamos es una conversación sin palabras entre lo eterno y lo efímero.

Cada gota de agua saltando es como un pensamiento que se escapa, una emoción que no pudo retenerse.

Las rocas están ahí –impertérritas– esperando ese golpe que saben que llegará una y otra vez, y aún así permanecen.

Hay una lección ahí que nos interpela, cuántas veces nosotros mismos hemos sido agua –estallando en nuestro interior– y cuantas veces roca –callada, firme– erosionada pero presente.

Hay fuerza desatada en la imagen, también belleza.

Hay caos, también equilibrio.

Es una representación del alma cuando se atreve a sentirlo todo a la vez, puedes contemplar al mismo tiempo rabia, alegría, nostalgia, esperanza.

Nos recuerda que también somos mar, también somos roca y que el hecho de continuar de pie –aún con la espuma sobre nosotros– es un acto de amor propio.

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Javier Ledo Javier Ledo

Cúpula Basílica - Vaticano

Bajo esta cúpula dorada, tu alma se alza –ligera– buscando en lo alto un eco de eternidad.

Cada línea, cada destello, canta un antiguo himno, un susurro de siglos tejidos en fe y en arte.

Los colores vibran como un profundo latido, y su luz, tamizada por los ventanales, acaricia el mármol y las pinturas como dedos de un dios invisible.

Aquí, el tiempo no corre, se disuelve en una eterna inmensidad, dejando solamente la respiración del asombro.

Cada ángel pintado, cada estrella en lo alto, parece inclinarse hacia nosotros, como recordándonos que también nuestro espíritu fue hecho para volar.

La mirada se pierde en la danza de formas perfectas, y el corazón entiende sin palabras que hay algo más grande que él mismo, una promesa, un hogar más allá de nuestro mundo tangible.

En este refugio de luz y silencio, la belleza es oración, y el asombro, una puerta abierta hacia el infinito.

Aquí, simplemente mirar es ya una forma de creer.

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Javier Ledo Javier Ledo

Lajares - Fuerteventura

El viento –seco– acariciaba su rostro mientras caminaba, solo, por aquel sendero que serpenteaba entre piedras escupidas por aquel volcán y su polvo rojizo.

Cada paso parecía alejarlo más del mundo que conocía y acercarlo a un lugar donde las voces callan y solamente la tierra puede hacer oír su voz.

La montaña frente a él –vieja, majestuosa– parecía observarlo.

Sus laderas –sus caderas– marcadas, sus heridas abiertas de antiguas erupciones, le contaban su historia sin articular una sola palabra.

No había árboles, ni ríos, ni sombra alguna, sólo la vastedad de la vida en su forma más cruda.

Recordó entonces por qué había venido.

No buscaba respuestas, no buscaba gloria.

Solamente necesitaba escuchar el silencio, ese silencio que grita verdades que el ruido de los días ahoga.

En cada piedra, en cada grieta del terreno, sentía que la tierra le devolvía su propia historia, sus propios miedos, sus anhelados sueños.

Cuando llegó al pie de la montaña, se detuvo.

No necesitaba subirla para entender.

Ahí, en medio de la nada, se dio cuenta de que ya estaba en el lugar correcto.

Dentro de sí mismo.

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Javier Ledo Javier Ledo

Mar del norte - Fuerteventura

Me detuve en lo alto de aquella duna, frente a un mar que parecía conocer todos mis silencios.

La brisa me traía el sabor salado de un tiempo que ya no me pertenece, y la arena, resbalando entre mis dedos, me recordó lo fácil que es perder lo que uno ama.

Allí abajo, entre las rocas gastadas y el agua que retrocede con tristeza, vi reflejada mi propia nostalgia: un ir y venir de recuerdos que nunca terminan de romperse del todo.

Cada ola que se deshacía en la orilla parecía susurrarme nombres, lugares, abrazos que ahora solamente perviven en mi memoria.

Me quedé un largo rato observando, como si pudiera atrapar en mis ojos todo lo que alguna vez quise retener.

Pero el mar, sabio y paciente, me enseñó que hay que dejar partir…

aunque duela.

aunque pese.

aunque uno nunca esté realmente listo.

Hoy el mar me abrazó en su melancolía, y por un instante, no me sentí tan solo.

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Javier Ledo Javier Ledo

Sentimientos bajo llave

Hay corazones que transitan en esta vida con una llave oculta bajo el gabán, guardando dentro de sí un mar de palabras nunca pronunciadas, lágrimas no derramadas, sonrisas apagadas incluso antes de nacer.

Son los sentimientos bajo llave que sobreviven como jardines protegidos del viento, donde las flores crecen en la oscuridad, temerosas cuando se presenta la ocasión de presentarse a la intemperie.

Son cartas escritas y jamás enviadas, melodías compuestas en silencio y que nunca nadie disfrutará.

Encerramos esos sentimientos porque muchas veces pesa más el dolor que el deseo –la necesidad– de ser comprendidos.

En algún momento, mostrar el alma fue castigado, ignorado o herido.

Entonces, aprendimos a esconderla, a vestirnos de indiferencia, a reír sin alegría y a llorar hacia nuestros adentros.

Pero nuestros corazones, incluso bajo cerrojos, late.

Late con fuerza.

Y las emociones, –aunque silenciadas– buscan fisuras por donde escapar.

Ese suspiro más largo –indiscreto–, esa mirada que tiembla, la palabra que se nos escapa cuando creíamos tenerla totalmente bajo control.

Contener los sentimientos es un arte de resistencia, doloroso.

Es construir fortalezas interiores donde nadie pueda alcanzarnos, donde el miedo no nos encuentre.

Pero desgraciadamente es una forma lenta –terrible– de olvido, una manera de alejarnos de nosotros mismos.

Hay en cada llave un anhelo secreto de ser encontrada.

Y no por cualquiera, no por unas manos apresuradas o por unas miradas distraídas.

Solamente por quien se acerque con ternura, con el respeto de quien sabe que dentro de esa puerta cerrada habita un universo vulnerable, herido, vasto, precioso.

Abrir los sentimientos casi nunca es un acto de valor inmediato.

A veces, es un susurro apenas audible, un leve temblor en la voz, una grieta diminuta en la máscara que nos protege.

A veces es el gesto de confiar en el momento justo, en la persona correcta.

Y cuando finalmente dejamos que la llave gire, que esa pesada puerta se entreabra, no todo es sencillo.

Entrar en contacto con lo que hemos escondido puede doler.

Pero también puede salvarnos.

No tenemos sentimientos perfectos ni ordenados, como humanos, sentimos miedo y amor al mismo tiempo, rabia y ternura entrelazadas, alegría salpimentada con pizcas de nostalgia.

Aún así ,los sentimientos bajo llave no pueden ser considerados un error.

Son una promesa.

La promesa de que aún existe algo en nosotros que vale la pena proteger.

Y algún día, compartir.

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Javier Ledo Javier Ledo

Ese recuerdo

Es algo incontrolable, simplemente sucede, constantemente.

En medio del caos, a veces como un destello entremezclado con tus pensamientos diarios como un breve destello.

En otros momentos es una melodía que se asienta en mi mente –una canción– que no ceja en su empeño de habitarme como si de una íntima presencia cuasi religiosa se tratase.

Al despertar o en ese momento, justo antes de dormir –sin razón aparente–.

Es suficiente el roce de la brisa de esa manera especial, o que suene una risa levemente cercana, que distinga alrededor su color, su energía, su sombra.

¿Cómo soportarlo?

Se vuelve complicado, pesan los recuerdos más que nada ciertos días.

Te vuelves torpe con las palabras, distraído con el tiempo, distante con el resto del mundo.

Porque no es solamente recordar, también es revivir momentos, imaginar lo que nunca sucedió, conversar de todo aquello que nunca será realidad.

Vives en una imaginaria amalgama de nostalgia, deseo, ternura y dolor.

No habría que imaginar si estuviera aquí.

Ese recuerdo otras veces te mantiene en movimiento, te empuja a mejorar, te recuerda lo que significa sentir con intensidad.

Soportar ese recuerdo también da vida aún siendo contradictorio, duele e ilumina al mismo tiempo.

La mente es obstinada cuando algo o alguien la marca.

Soportas el recuerdo pues su mera existencia te hace sentir humano.

No todo el mundo puede decir que ha sentido algo tan fuerte, tan intenso.

Y has de soportarlo con orgullo, aunque en algunos momentos te doble el alma.

Y tú, ¿piensas en ella?

Y tú, ¿piensas en él?

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Javier Ledo Javier Ledo

Los poemas del alma

Se escriben sin tinta, no es preciso ningún papel especial, son versos escritos desde el deseo y la ternura.

Son metáforas vivas, son esos latidos en pieles compartidas, donde dos silencios se rozan –se tocan– y se comprenden sin palabra alguna.

No precisan de la gramática, no se atienen a ninguna regla y sus múltiples idiomas –aunque diferentes– no requieren ser traducidos.

Nacen del alma y hacia el alma van sin pedir nada a cambio.

Cuando los labios se rozan, el mundo calla, palidece.

Todo se detiene.

Es en ese momento cuando el alma, tímida, desnuda, asoma y recita su más sincero poema.

Cada nueva estrofa es un eco del amor, una suave rima que zozobra ente la carne y el espíritu.

El primero es un prólogo en donde se agolpan las promesas, furtivo, un arrebato desde el deseo contenido.

A partir de ahí se tornan profundos cual oda encendida que arde sin quemar.

Algunos saben a lluvia, otros a vino y demasiadas veces a fría despedida.

Otros destilan reencuentro, risa,… fuego.

Los hay que son puente y existen los que son abismo.

Pero todos –todos sin excepción– son poemas que nuestras almas escriben con manos temblorosas, con los ojos entrecerrados y esa misma alma abierta de par en par.

Son poesía no declamada, sentida, vivida y custodiada en ese tibio rincón de nuestra memoria.

Puede ser verso libre, rebelde, rompedor y asomar a nuestras almas a un nuevo universo.

Por momentos plegaria, y al instante calladas canciones, mudas melodías.

Pero siempre, –siempre– son almas encontrándose, comunicándose, compartiéndose, sin ruido, sin máscaras, sin miedos.

Porque no es solamente tocar, es confiar, es compartir –en un susurro– el alma.

Es permitir la expresión más pura del amor, esa que no precisa de explicación alguna.

Los poetas requieren del lenguaje para revelar su verdad, no obstante, el alma exige –para revelarse– el beso.

Los besos son los poemas del alma.

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Javier Ledo Javier Ledo

Cuando nadie te espera

Las calles se dibujan infinitas, las luces nos queman con su frialdad, y el eco de tus pasos es tu más fiel y única compañía.

En ese momento de profunda soledad es cuando nos percatamos de la importancia de saberse esperada, anhelada, pensada por alguien.

Y no porque nuestra valía dependa de otros, sino porque el ser humano –en su esencia– es vínculo, es necesidad de conexión, es impulso de compartir y compartirse.

Cuando nadie te espera, el silencio pesa más, el regreso se convierte en un viaje sin destino.

Puedes entrar –puedes habitar– una casa pero no llegas a un hogar.

Al hablar sientes que tus palabras no tienen receptor.

La ausencia de expectativas externas deja al descubierto un cruda libertad, te encuentras sola contigo misma, al desnudo con tus pensamientos, exenta de cualquier maquillaje social.

Es sumamente incómodo, pero también es una excelente oportunidad para reencontrarte contigo.

En la era de internet, de lo inmediato, de los mensajes instantáneos y donde las respuestas se reparten casi sin ser pensadas, el hecho de no ser esperada puede parecer una triste condena.

Pero visto desde nosotras mismas, –desde nuestro propio interior– puede convertirse en una pausa necesaria.

Una invitación a interpelarte: ¿me espero yo a mí misma? ¿En mi propia vida estoy presente?

En ocasiones buscamos en otros lo que no nos damos a nosotras mismas, atención, cuidado, reconocimiento.

Si nadie te espera, descubres de que estás hecha.

Si te derrumbas o te sostienes. Si te abandonas o te abrazas.

Es ahí, en esa aparente soledad donde nace la resistencia. Pues es posible que nadie te espere hoy, pero eso no significa que sea siempre así.

Y tal vez, en tu camino, –sin esperarlo– alguien más se cruce contigo, también sin ser esperado, también buscando algo que no acierta a nombrar.

Cuando nadie te espera, puedes convertir ese vacío en tu íntimo espacio.

Ese espacio donde sanar, donde construir, donde conocerte.

No es fácil, no rezuma romanticismo, pero es real y –aunque duela– te transforma.

Al fin y a la postre, cuando aprendes a esperarte tú, a encontrarte en cada paso, en cada duda, en cada intento, ya no importa tanto si alguien más lo hace.

Porque tú estás ahí. Y eso, –a veces– es más que suficiente.

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