Almas
A veces, cuando cae la noche, nos envuelve el silencio y el mundo parece caminar más lentamente, respiro profundamente –despacio– y mirando al cielo, me dejo envolver por ese lejano misterio.
Y allí están, –siempre– con ese fulgor antiguo que sugiere secretos que ni el tiempo ha conseguido disipar.
Las estrellas, misteriosas, recónditas, insondables, siguen ahí, contemplándonos.
¿Esferas de plasma ardiendo?
Yo veo en lo infinito de cada una de ellas algo íntimamente humano.
Quizá cada una no sea más que un alma, sí, un alma que alguna vez amó, soñó, sintió.
Y su luz no es otra cosa que el suspiro eterno de quien no ha dejado de brillar en su interior.
Pienso en ti e imagino que ese cielo se enciende un poco más.
Como si el solo recuerdo de tu risa pudiera encender constelaciones.
Como si el amor que nos une no tuviera raíces en la tierra, sino alas en ese cielo, eternamente nocturno.
Ellas –nuestras estrellas– son mudos testigos del discurrir de nuestras historias, de nuestras vidas, pero también son el eco de nuestras más puras emociones.
Nuestros antepasados –quizá los más románticos– defendían que la muerte era la antesala de un viaje cuyo objetivo era que nuestras almas acabaran transmutando en esas lejanas estrellas.
De esta forma cuando alguien a quien amamos parte, no lo perdemos del todo, nos contempla, nos ilumina con su luz.
Es presencia que no se toca, se siente.
Eso es amar, ver al otro como una estrella, inalcanzable a veces, pero indispensable para que nuestro propio universo siga girando.
Tú has sido mi constelación favorita.
Has dado forma a mi cielo, has orientado mis pasos, me has hecho soñar incluso cuando la noche parecía demasiado oscura.
Sí, las estrellas son almas y en cada una se guarece el calor de un abrazo, la ternura de aquel “te amo”, la esperanza de un reencuentro.
El cielo –nuestro cielo– no es solamente polvo y gas, se compone de todo lo que hemos sentido y no ha querido morir.
Cada noche, buscando respuestas allá arriba, no veo el pasado, sino lo eterno.
Lo nuestro.
Y si algún día te sientes sola, solo mira el cielo.
Busca la estrella más brillante.
Allí estaré yo, amándote como siempre.
Como un alma que no sabe apagarse.
Encontrarse en el ritmo del otro
Desde aquel día –ya lejano– imaginaba que llegaría ese momento en que bailarían juntos.
No recordaba cuándo nació aquel deseo, pero ahí estaba, presente como una suave melodía que nunca se rendía sonando en su mente.
Tal vez fue aquella primera vez en el pasillo de las galletas, te movías con naturalidad, ligera.
O quizás aquella tarde –lejos– cuando nuestros ojos se reconocieron por más tiempo del habitual.
Desde entonces, un deseo, un anhelo silencioso… bailar contigo.
Un baile íntimo, al límite del secreto, en un lugar, un tiempo donde no importa el ritmo o la técnica, solamente la conexión.
Esas yemas de tus dedos rozando las mías, acariciando sin poseer, poseyendo sin pensar, todo bajo una tenue luz, un rincón tranquilo, sin observadores, solamente tú y yo viajando a lomos de aquella melodía casi desconocida.
Esa forma de bailar que expresa más que las palabras, donde cada paso es una promesa, una confesión que se disimula en cada movimiento.
Bailar contigo, instante fugaz, poderoso, compartiéndonos, diciéndonos, sin hablar.
Tomarte de la mano, acercarnos y sentir que todo encaja, que no falta nada, que el mundo se desvanece mientras la música sigue sonando.
Ese baile sería cercanía, complicidad, confianza, una forma distinta de vernos, mostrarnos sin miedos, exponer esos silencios que solamente se entienden con el cuerpo, con esa mirada fresca, divertida, con ese leve giro en medio de una canción.
Ese momento –tantas veces imaginado– breve, volátil.
Creo saber qué canción estaría sonando, cómo sería el primer paso, si reiríamos por torpeza o por nervios, o si simplemente cerraríamos los ojos y dejaríamos que el vaivén de la música le indicase a nuestros cuerpos que hicieran lo que siempre han querido hacer, encontrarse en el ritmo del otro.
Quizás nunca suceda.
Posiblemente sigamos cruzando nuestras vidas sin atrevernos a dar ese paso.
Pero –hasta ese momento– la esperanza sigue ahí, al acecho de que el día menos pensado, en el lugar menos esperado sonará esa melodía.
Al doblar la esquina
Se revelaban los primeros rayos del amanecer de un día que prometía ser abrasador.
Con su pequeña mochila de cuero se dirigía hacia su primera reunión de una jornada que se anunciaba agotadora.
Doblando una esquina, se lo tropezó, allí estaba, silencioso, tristemente abandonado.
Su destino parecía ser el contenedor de basura más cercano, pero este se había salvado.
Era una edición lujosa, pero ni siquiera esto lo había salvado del avance tecnológico.
Se quedó mirándolo –embobado–, y agachándose lo recogió suavemente, casi con timidez.
Lo sacudió para quitarle un poco de tierra que se le había pegado y al darle la vuelta no podía creer lo que veía.
Era tanta su incredulidad que se encontró –sin pensarlo– leyendo en voz alta: “Cien años de soledad”.
Los libros son silenciosos y en ese silencio habita una voz –magnífica– que no necesita alzar el tono para ser escuchada.
Entran en tu vida sin ruido, no irrumpen, no imponen, solamente se abren –se muestran– como una flor a la espera de ser descubierta.
Cuando tus dedos temblorosos descubren su contenido y tu mirada acaricia su interior comienzan a hablar.
Sin sonidos, solamente con esas imágenes que parecen brotar dentro de tu mente; susurros del alma en tus oídos.
Esa intimidad que los libros nos regalan tiene algo profundamente romántico, ni necesitan testigos, comparten contigo su mensaje, su historia en esa soledad compartida entre cada página y tu corazón.
Cada una de las palabras que lo conforman son pequeños tramos de un puente que cada uno de nosotros transita de lo escrito a lo soñado.
Cada párrafo es una aventura prometida, un consuelo, una verdad.
En ese hablar mudo, los libros deletrean los nombres del deseo, la esperanza, la pérdida o el amor con una intensidad infinitamente mayor que cualquier voz humana.
Un libro te invita a desaparecer de tu mundo, repentinamente sin entender qué está ocurriendo te encuentras en otro lugar, en otra época, en otra piel.
Aquellos personajes –tus nuevos amigos– viven contigo, caminas a su lado, ríes y lloras compartiendo sus dichas y desdichas y, cuando lo cierras, su ausencia se vuelve insufrible como la de un amante que ha partido.
Ellos –los libros– no solamente cuentan historias, las crean contigo, por eso te necesitan tanto como tú a ellos.
Necesitan de tu imaginación para dejar de ser tinta dormida y convertirse en fuegos artificiales en la oscura noche que es a veces nuestra vida.
Ellos saben de la vida lo que nadie sabe, lo que nadie puede imaginarse, guardan secretos que solamente comparten con aquellos que tienen el atrevimiento de adentrarse en su silencio.
Nuestra convergencia con ellos siempre es una novedad, cada vez que vuelves y relees aquel mensaje, curiosamente ha cambiado sin modificar ni una sola de sus palabras y es que tú ya no eres el mismo y ellos se transforman contigo, invariables.
En este mundo de ruido, de vértigo, un libro es un verdadero y sincero acto de amor, amor lento, profundo, sin exigencia alguna.
Te esperan, te acompañan.
Y cuando al fin los abres, cruzan los abismos del tiempo y el espacio para encontrarte porque solamente en tu imaginación es donde pueden germinar sus verdades, sus sueños, sus pasiones.
Silenciosos, sí.
Pero un buen libro –como un gran amor– nunca se olvida.
Solamente espera ese momento perfecto en que volverá a ser leído.
Miró a su alrededor y estaba solo, abrió su pequeña mochila y encontró un hueco para su nuevo tesoro.
Hoy –al llegar a su casa– volvería a abrir aquel libro por enésima vez para descubrir qué secretos escondía desde la última vez que lo había disfrutado.
No hay marcha atrás
El crepúsculo se deslizaba en un prolongado suspiro, y en el aire se percibía un aroma a deseo antiguo, a flores de esas que solamente lucen sus encantos en las tinieblas nocturnas.
Sus andares retaban al destino a cada paso, envuelta en un breve vestido que rozaba su piel, –un recuerdo– una promesa.
Aquel viejo portón de forja antigua arropaba su espera, allí –donde la ciudad se hacía silencio– y donde todo lo importante estaba por ocurrir.
No necesitaron palabras.
Solamente con el roce de sus miradas desnudaron sus almas antes que sus cuerpos.
En sus ojos, una pasión contenida, un anhelo mudo, una historia ya escrita.
Al fin, Clara llegó a su lado, Daniel le tomó la mano –lentamente– con devoción, sus dedos se entrelazaron y con ellos sus almas, sus miedos,… una rendición.
Echaron a andar –sin rumbo– y la ciudad desapareció tras sus latidos.
Sus besos no –sin timidez alguna–, eran confesiones de amor.
El tacto, su lenguaje de fuego.
La piel bajo sus dedos era un sincero poema escrito en el aire.
Cada respiración se volvió más densa, como si el aire no bastara.
Cuando él cerró la puerta ninguna duda consiguió traspasarla, ya no existía ni el antes ni el después, solamente aquel “ahora”, ardiente, inevitable.
Aquella última defensa, aquel breve vestido, se deslizó hasta el suelo y no hubo en sus ojos lujuria, solamente pura veneración.
Como si el universo se hubiera detenido ante aquel milagro, ante aquella entrega.
Temblaba, pero no de frío, era el vértigo de saberse deseada, sin máscaras, sin reservas.
Se aproximó a ella, la tocó como se toca la música, con pasión, con reverencia.
Ella respondió dejándole disfrutar de la danza de su espalda, la curva de su cuello y con aquellos suspiros que brotaban de aquel manantial secreto.
Se amaron sin tiempo, sin medida, sin tregua.
No fue solamente piel, fue alma, verdad.
Al caer agotados –rendidos– en la penumbra supieron que habían cruzado un umbral sagrado.
No había regreso.
Aquel encuentro los había marcado, se habían tatuado uno dentro del otro.
Hay momentos que no se repiten.
Hay cuerpos que no se olvidan.
Y hay encuentros que –por su intensidad–, por su verdad, ya no tienen marcha atrás.
Me gustaría hacerte reír
Cada vez que te pienso, veo cómo se iluminan tus ojos cuando sonríes, y percibo esa risa que estalla como un dulce eco,… no puedo evitar desearlo.
No te busco en los grandes gestos ni en las palabras perfectas, solamente en ese momento en que olvidas el mundo, te relajas y dejas que la felicidad asome a tu rostro.
Hacerte reír es una forma de amarte, es ese acto íntimo, –casi sagrado– con el que mi alma se alimenta.
En nuestros días grises, en las rutinas que nos derrotan, entre esos pensamientos que nublan el corazón, me gustaría ser quien te robe ese instante de alegría, ese susurro, esa broma inesperada, tu mirada cómplice… cualquier excusa con la que poder arrancarte una sonrisa, tu adorable risa.
Tardes repletas de eternas risas, momentos que, bajo la oscuridad de la noche, nos encuentren abrazados, al margen del resto del mundo.
Conversaciones ligeras, tontos juegos de palabras aliviando el peso de los días.
Y el brillo de tus ojos cuando te ríes, ese que me hace sentir que todo vale la pena.
Días difíciles, silencios incómodos, cansancio y distancia.
Pero sobre todo en esos momentos, me gustaría recordarte que aún podemos reír.
Que mientras exista esa chispa de humor, siempre habrá un puente entre tú y yo, ese lenguaje subterráneo, –secreto– que solamente nosotros podemos entender.
Hay momentos en que me imagino –vislumbro– escenas, momentos.
Tú en medio de tus cosas, distraída, y yo apareciendo con alguna ocurrencia.
Deleitarme en tu sorpresa, tu ceño fruncido y súbitamente esa carcajada tuya que me derrite.
O encontrarnos en un mal día, y que sin pensarlo, con un gesto torpe o una palabra absurda, consiga cambiar tu ánimo, aunque sea por un mínimo instante.
Quizás el amor finalmente sea eso, desear ser refugio y alegría para el otro.
Y si pudiese hacerte reír, sentiré que te estoy dando algo valioso.
Porque tu risa es vida, es luz, es un extraordinario regalo.
Y me encantaría ser, quien más veces te lo inspire.
Que haces mañana?
Allí estaba, rodeada, inmersa en el murmullo suave de aquel café y la suave luz de aquel neón que atravesaba los cristales.
No recordaba si fue su sonrisa, sus ojos inquietos o aquella manera en que sujetaba –acariciaba?– aquel libro entre sus manos lo que lo llevó a acercarse.
En aquel instante, todo aquello que había sido importante hasta entonces se apartó repentinamente y quedó olvidado en un lejano rincón de su mente.
Cada paso acercándose a ella latía acompasado con su corazón.
No había plan, nada ensayado, apenas unas manos temblorosas de quien se atreve a soñar despierto.
Se detuvo a su lado, temiendo perturbar aquel momento demasiado perfecto.
Ella levantó la mirada, sorprendida primero, luego con aquella tierna sonrisa –su sonrisa– que pareció envolverlo todo.
—Hola —murmuró él, como quien pronuncia un conjuro.
Ella inclinó levemente la cabeza, invitándolo a continuar, deseando que continuara.
Fue en ese gesto donde él encontró una complicidad inesperada, un espacio seguro para el atrevimiento.
Las palabras se enredaban, se atropellaban en su garganta, y de todas las posibles, solo aquella sencilla pregunta logró escapar.
—¿Qué haces mañana?
Era una pregunta que encerraba más de lo que aparentaba.
No era curiosidad casual, sino un real anhelo disfrazado de cotidianeidad.
Era la manera –tímida– de decirle, quiero verte de nuevo, quiero saber cómo te ríes cuando no te observan los demás, quiero conocer el mundo a través de tus historias.
Ella parpadeó, –sorprendida– por aquella velada franqueza.
Sus labios –aquellos hermosos labios– dibujaron una sonrisa que iluminó el incipiente crepúsculo más que cualquier rayo de sol.
Cerró el libro delicadamente, como sellando un capítulo y preparándose para abrir otro.
—Mañana… —respondió con voz suave— creo que estaré esperando que alguien me invite a un paseo inesperado.
El aire pareció llenarse de melodías invisibles.
Los relojes perdieron el control del tiempo y aquel instante se volvió eterno.
Ya no necesitaban más palabras, con aquella breve conversación habían tejido ya un puente hacia el mañana.
Un día que ahora se vestía de promesas, de miradas compartidas, de paseos sin rumbo, de conversaciones interminables recostados en la arena, bajo el cielo estrellado y acompañados con aquella luna siempre cómplice.
El le dedicó una sonrisa, liberado al fin de su nerviosismo.
La incertidumbre del futuro se convirtió en un lienzo en blanco, y era ella el color preferido con que deseaba pintarlo.
No era solo un encuentro casual, era el inicio de una historia que podría ser eterna o efímera, pero que merecía ser vivida intensamente.
Atravesaron la puerta de aquel café juntos, los pasos en sintonía, como si desde siempre hubieran sabido que aquel día llegaría.
Y mientras el sol se despedía tras los edificios, ambos supieron, sin necesidad de decirlo, que mañana ya no sería otro día más.
Para siempre
Suele presentarse –el amor– como un suave susurro en medio del ruido, como una promesa marcada a fuego en nuestra piel, como un “para siempre” latiendo más fuerte que la razón.
Nos miramos buscando encontrar nuestra casa en aquella mirada, y creemos –con el alma entreabierta– que aquello será eterno, que el mundo se rendirá ante la fuerza de este amor.
Y sí, comenzando, todo es fuego y cielo.
Las palabras se entrecruzan y se vuelven refugio, las manos se entrelazan como raíces, y los días se saturan de un brillo que parece invencible.
Y llega el tiempo –implacable, sabio– y va desnudando verdades que no quisimos ver.
Se desnuda aquel paraíso que –ahora– descubrimos como espejismo de esperanza.
Algunos amores se confunden con destino y solamente son lecciones disfrazadas de eternidad.
Nos aferramos al “para siempre” como quien intenta atrapar el humo entre los dedos, sin darnos cuenta de que lo real ya se ha ido, las miradas ya no hablan, los abrazos ya no salvan.
Y ese amor –equivocado– no siempre duele a gritos, casi siempre es un dolor silencioso, en la renuncia lenta, en la losa de la rutina, en esos sueños que se desvanecen en lo cotidiano.
Es un adiós que no se expresa, una tristeza habitando los recovecos del alma.
Una vez más el tiempo lo cambia todo y transforma el adiós en oportunidad.
Soltar –aunque doloroso– no siempre es perder, a veces es salvarse.
Si aceptamos que aquel “para siempre” fue un error estaremos encaminando nuestros pasos hacia un amor verdadero, aquel que no encadena, que no exige perfección, que comienza por uno mismo.
Aquello que creímos eterno se manifiesta como un puente para llegar a nosotros mismos, y encontrarnos.
Y aunque duela despedirse de lo soñado, siempre es más digno irse que quedarse por miedo.
Merecemos un amor poema, no prisión, un amor vuelo, no ancla.
Verte
Me gustaría verte, pero no de esa manera casual, como quien se cruza apresuradamente camino de la oficina.
Me gustaría verte con calma, con esa calma de quien ha esperado demasiado tiempo.
Con esas manos temblorosas de quien se ha contenido en demasía.
Me gustaría verte de esa manera como se ve lo que realmente importa, con los ojos llenos y el alma abierta, sin defensa alguna.
Hay algo espeso en tu ausencia, pesado, en las cosas más mínimas, ese café que sabe menos, esa música que no suena como debiera.
Me gustaría que tus ojos me mirasen de esa manera exclusiva, con esa sutileza con la que solamente tú sabes hacerlo.
Que tu voz pronunciase mi nombre como si de una promesa se tratase.
No son necesarios grandes planes ni escenarios perfectos.
No anhelo más que ese momento en el que tu mirada se enlace con la mía, dando sentido a ese instante.
El único real deseo sería estar, aún en silencio, pues seguro que, a tu lado el silencio no sería tal.
Sí, se trata de amor, de ese que se construye en lo cotidiano de nuestras vidas, en las miradas, en los detalles, en esos detalles que nadie más reconocería.
Y cuando lo haga, cuando al fin no haya más que un puñado de centímetros entre nosotros, el tiempo debería darnos una tregua, sin prisas, un instante para abrazarte, mirarte…
Me gustaría verte, compartir la emoción, la ternura y la sinceridad, sin promesas de eternidad solamente para que nuestro mundo vuelva a tener sentido por un breve momento.
Solamente para que –en ese breve momento– podamos existir en un mismo lugar, bajo el mismo sol y con el mismo latido.
Esa imagen
Allí, estaba con esa expresión serena y aquella sonrisa apenas insinuada, transmitiendo una calidez que no requería ni una sola palabra.
Aquellos ojos, ligeramente entrecerrados, profundamente verdes y suaves, parecían sostener una silenciosa conversación con quien la observa, como compartiendo un íntimo momento de reflexión, de calma, de presencia plena.
No hay artificio alguno en su rostro, no hay máscaras, no hay poses forzadas.
Solamente ella, en su estado más genuino, permitiéndose ser.
La luz atravesando la ventana del coche acaricia su cabello dorado, iluminando, –dando realce– a cada hebra como si el tiempo se detuviera para contemplarla.
Es una imagen que habla de paz, de aceptación, de amor propio.
Su mirada –limpia– no busca impresionar, solo conectar.
Y esa conexión, tan real y tan simple, es lo que la hace profundamente bella.
Fue un momento capturado sin pretensiones, como una breve pausa en medio del día, un suspiro en medio del ruido.
Tal vez estaba escuchando aquella canción que le tocaba el alma —esa que suena de fondo— y por un instante decidió quedarse quieta, observarse, sentirse.
Y en ese instante alguien la vio, o ella se vio a sí misma, y decidió compartirlo.
Hay fotos –imágenes– que son un recordatorio de que en la sencillez reina la magia.
Que mostrarnos como somos, sin filtros ni poses, puede ser nuestro mayor poder.
Que hay belleza en las arrugas suaves, en ese dorado cabello alborotado, en una camiseta cómoda y en esa expresión honesta.
Porque ser uno mismo, en un mundo que constantemente intenta moldearnos, es un acto de valentía.
Esta imagen es justo eso, esa una pausa valiente en medio del caos.
La edad
Hay una belleza serena en su edad, un resplandor que no viene del cuerpo, sino del alma.
Sus ojos atesoran los inviernos y primaveras de la vida, y en su voz, la música suave, lenta de aquellos años vividos con intensidad y verdad.
El amor en ellos no es un fuego impetuoso, sino una llama que arde con firmeza, sin prisa, sin temor al viento.
No aman por capricho, sino por decisión.
Han conocido la pérdida y el anhelo, y por eso abrazan el amor –no como un juego– sino como un perfecto milagro, un momento riguroso, sensato.
Son maestros escuchando los silencios y leyendo los gestos, cuestión importante para poder comprender lo que no se dice.
El amor, en sus manos, es refugio, no prisión, es cuidado, no exigencia, es ternura, no turbulencia.
La edad no promete eternidades vacías, solamente ofrece realidades profundas.
Te mira como quien contempla un atardecer sabiendo que no hay urgencia, que lo valioso no se apresura, que cada momento, –cada situación– es importante.
Cuando ama, lo hace desde la experiencia, desde la herida y la sanación, desde la sabiduría de haber vivido.
En su abrazo hay abrigo y en sus palabras consuelo.
La edad no busca una musa que lo salve, sino una compañera con quien compartir el vino y el silencio, los momentos compartidos, la risa y la noche.
Es un amor pausado, profundo, un amor que florece no en el vértigo, sino en la calma.
Y así, amarle en ese exacto momento de su vida es caminar de la mano con alguien que ha aprendido a valorar cada segundo, que no teme decir “te quiero” sin promesas grandilocuentes, porque ya sabe que en lo sencillo —en una mirada, un gesto, un beso al amanecer— habita la eternidad del amor verdadero.
Si lo encuentras, tu vida está a punto de ser increíble.
El peor infierno
El peor infierno no es el dolor.
Se dice que el infierno arde eternamente, que el sufrimiento nos quema la carne y desgarra nuestras almas.
Y aunque en nuestro imaginario el infierno encarna todos los males, existe un abismo aún más profundo, más silencioso, más inquietante y más cruel.
En ese abismo no habita ningún demonio, no se escucha un solo grito y no hay castigo alguno que cumplir.
Ese abismo no es más que un vacío helado, un eterno eco donde ni siquiera la tristeza resuena.
El peor infierno no es el dolor, es la total ausencia de sentimiento, la tibia muerte del alma, esa que ya no vibra, ni por amor, ni con la pena, ni tan siquiera por rabia.
Imagina –si puedes– un corazón que ya no late por nadie, esos labios que no recuerdan ni uno solo de los besos vividos o esos ojos incapaces de llorar porque ya nada les importa.
No existe infierno más oscuro que aquel que se esconde en un pecho deshabitado.
Al menos en el dolor hay vida, hay latido.
En la nada no hay más que silencio, y no hablo de ese silencio nocturno, suave, tranquilo, sino del que grita sin voz, ese que te recuerda que incluso el sufrimiento es un privilegio.
¿Acaso somos algo sin emociones? ¿Sin un amor que nos desborde el alma?
No seríamos más que estatuas de sal que no tiemblan ante un beso ni se derrumban en el adiós.
No seríamos más que cuerpos sin alma, sonriendo sin alegría, hablando sin pasión, durmiendo sin sueños.
Ahí mismo habita el peor infierno.
No sentir es estar vivo y muerto en el mismo instante, miras al cielo sin asombrarte, abrazas y no te estremeces, besas sin deseo, escuchas una canción y no lloras, no vibras, no recuerdas.
Es escribir un “te amo” sin que tiemble tu mano.
El peor de los infiernos es no sentir absolutamente nada.
Y no por miedo, ni por coraje, sino por tu interior, vacío.
Porque se te han acabado tus emociones hasta quedar seco, árido, hueco.
Y aun así, incluso en ese terrible infierno, queda una chispa de anhelo.
Porque solamente quien ha estado muerto por dentro sabe lo sagrado que es un suspiro que nace del alma.
Un estremecimiento, una lágrima, una caricia que te sacude.
Sentir, aunque nos duela, es vivir.
No sentir… ese es el peor infierno.
¿Donde están?
Las recuerdo vagamente, durante las cálidas noches del verano, danzando entre los árboles.
Cuando nuestro mundo giraba más lento, un día nos parecía eterno y un año parecía no terminar nunca.
Cuando tu mano rozaba la mía y todo era una promesa.
Ese mundo lento, callado, era más nuestro.
¿Dónde están?
A veces me lo pregunto, con esa dulce nostalgia –esa saudade– que nace cuando recordamos cosas que pudieran ser solamente sueños.
¿En qué lugar se escondieron esas diminutas almas de luz?
Flotaban en el cálido aire de las noches como suspiros encendidos.
Eran parte del misterio, de la magia del amor.
No se podían atrapar sin que perdieran su luz.
Como tú, como el amor verdadero.
Caminábamos por el campo –sin rumbo– sin hablar, no lo necesitábamos.
Entre nosotros, el silencio se convertía en un lenguaje, infestado de miradas cómplices, de gestos suaves.
Y al caer la noche –oscura– sin estrellas, sin luna, llegaban ellas, danzarinas, alegres, reinando en su mundo de oscuridad.
Se encendían y apagaban al ritmo de tus latidos.
Y yo –secretamente– anhelaba que una de esas luces se posara sobre tu cabello.
Como si de esta forma ese “momento” pudiera convertirse en eterno.
Eso fue hace mucho tiempo, ahora, rodeados de artificios en nuestras modernas ciudades me sigo preguntando dónde están.
¿Se fueron porque dejamos de mirar?
O quizás, porque ya no transitamos aquellos polvorientos caminos, con el corazón descarnado y las palabras aún sin usar.
Tal vez siguen ahí, solo que ya no sabemos verlas.
Tal vez son como los besos inesperados, como aquellas caricias que nacen sin razón.
Sutiles, efímeras, y tan reales que asustan.
Quizá nos piden que volvamos a lo simple, a lo esencial, a los mundos lentos, callados.
A ese lugar donde solo bastabas tú, una noche tibia, y la esperanza encendida en cada rincón de nuestros cuerpos.
Yo aún te espero en ese claro entre los árboles, donde todo era silencio y luz titilante.
Donde ellas nos hacían sentir que el mundo era un secreto compartido.
Y si alguna noche nos envuelve con su luz, no haré preguntas.
Solo tomaré tu mano y nos perderemos entre esas luces que titilan con timidez, con ternura, con la intensidad de lo que no necesita ser duradero para ser eterno.
¿Dónde están las luciérnagas?
Quizá en mi pecho, –dormidas– esperando que vengas a encenderlas.
Ahí está
La primera vez que la vi, sentí que todo estaba ahí, que todo encajaba.
Fue un breve –fugaz– momento, tal vez incluso insignificante para cualquiera que lo hubiese presenciado desde fuera, pero para mí lo cambió todo.
Estaba ahí, frente a mí, con esa forma tan natural de existir, sin saber —ni sospechar— lo que despertaba en mí con su sola presencia.
No sé qué es exactamente lo que me detiene, quizás sea esa mirada, serena, lejana, que parece descubrirme un mundo más hermoso y silencioso del que yo jamás seré parte.
Quizás sea su risa –su sonrisa– que brota fresca, primaveral, desbordando vida, desarmándome sin siquiera mirarme.
Todos mis ruidos interiores, las preguntas, las búsquedas, encontraron su fin.
Pareciera que cada fragmento abandonado de mi alma hubiese encontrado súbitamente ese lugar exacto al que pertenecía, esa extraña sensación de haber completado un puzzle de miles de piezas.
Después de aquella casualidad suelo verla a menudo.
En aquel café, –despreocupada del mundo– saboreando el momento, mesándose su larga melena en aquella esquina, cruzando la calle con las prisas pisándole los talones.
Y cada vez, mi corazón es testigo, “ahí está”. Pero mis labios aun no han conseguido encontrar el suficiente valor para decir una sola palabra.
Podría ser timidez, pero es algo más, es esa sensación de que hablarle sería abrir una puerta que tal vez no estoy preparado para cruzar.
Me asusta que pueda romperse la perfección de esa primera impresión.
Me asaltan las dudas, ¿y si le hablo y no es lo que había imaginado? ¿Y si desaparece el hechizo al acercarme?
Es inquietante la idea de no llegar a saber nunca quien es, de no llegar a conocer la voz que acompaña su sonrisa o la historia que se esconde tras esos ojos verdes.
En ocasiones aventuro la idea de un encuentro casual.
Esas manos que apenas se rozan alcanzando un mismo libro en una librería, una palabra dicha sin pensar que lo altere todo.
El momento pasa, ella sigue su camino ajena a la tormenta que desencadena su presencia.
Y, sin embargo, no pierdas la esperanza.
Porque hay algo en ella que te llama, que te espera, aunque todavía no lo sepa.
Tal vez mañana, o el próximo martes, o un día cualquiera de lluvia, por fin reúnas el valor de decir “hola”.
Y consigas de esa manera cruzar ese puente invisible que hasta ahora solo has recorrido con la mirada.
A la espera de que eso pueda suceder, la sigo viendo.
Y cada vez que lo hago, se reafirma en mí esa certeza quieta y poderosa, todo está ahí, todo encaja.
Solo falta ese primer paso. Solo falta que hable con ella.
La poesía
Nadie, absolutamente nadie, está a salvo de la poesía.
No necesita permiso para entrar.
Llega suave, como esa brisa que se cuela por tu ventana en la madrugada, o intensa, como el escalofrío que deja una caricia inesperada.
La poesía es ese susurro que sedimenta en tu alma cuando menos lo esperas, ese estremecimiento que te atraviesa al ver una mirada, al oír un nombre, al recordar un olor.
Y entonces uno comprende: la poesía no vive sólo en los libros, vive en nuestro interior.
La poesía es íntima, como un secreto que no se puede decir en voz alta.
Es ese lenguaje al que nos abrazamos cuando ya no nos alcanzan las palabras.
Está en el amor que nos desborda, sí, pero también en aquel amor que se fue, en el que no pudo ser, y en el que aún no ha llegado.
Está en esa soledad compartida, en ese silencio que se entiende sin hablar.
Es ese tremor en tu pecho cuando la ves y sientes que el mundo se detiene un instante.
Hay momentos en que no la reconocemos –al menos inmediatamente– creemos que es nostalgia, deseo o tristeza… Sigue siendo poesía, aunque disfrazada de emoción.
Es esa manera en que nuestro corazón tiembla por dentro, sin molestar, sin hacer ruido.
Es la forma en la que el tiempo parece suspenderse cuando algo nos toca de verdad.
La poesía no se aprende, se recuerda.
Está en esa voz que te arrulló siendo niño, en aquellas palabras torpes del primer amor, en la despedida que nunca supimos afrontar.
Es la piel que aún guarda memorias, es el alma que sigue buscando su propio eco.
No, nadie está a salvo de la poesía.
Porque no busca ser entendida, no intentes entenderla, debes sentirla.
Todos nosotros llevamos una grieta –en algún rincón de nuestro pecho– por donde entra la luz y por donde –sin remedio posible– se desliza ese verso loco.
Y en ese breve instante, aunque no sea más que un suspiro, el mundo entero parece tener sentido.
Playa chica
Era temprano, –tú venías y yo iba– nos cruzamos, fue como quien se tropieza con un antiguo suspiro, un eco de algo que ya había resonado alguna vez.
El mundo –el nuestro– se detuvo un breve instante –un segundo, una eternidad– y tu saludo fue un fino hilo de luz que se abrió paso en la sombra de mis días.
Articulaste un “hola” que no llegó a fructificar, rodeado con una breve sonrisa que permitía adivinar una primavera tantas veces imaginada.
Tu mirada –cristalina– anhelaba inviernos arropados y silencios compartidos.
Fue un momento breve –casi irreal– y aun así, lo llevo bordado en mi frágil memoria, como si de una carta sin destinatario se tratase, en espera en ese rincón para releerla cuando el alma lo necesite.
Aquello no fue azar, fue destino disfrazado de casualidad.
Todo cambió, ahora –cuando menos lo espero– el viento me envuelve con tu voz.
Aquella calle, aquel pequeño lugar que piso cada día, ahora parece recordarte, porque aquel saludo –aquel breve roce de tu existencia con la mía– encendió un universo de posibles, de momentos aún no contados, versos aún no escritos.
Me pregunto si tú también lo sentiste.
Si quizá al cruzarnos, algo en tu pecho palpitó distinto, si quizá tus pasos, después de aquel encuentro, también buscaron volver.
Posiblemente no fue más que un breve cruce de miradas, pero para mí, fue la promesa de un poema.
Aquel día no comenzó ni terminó como cualquier otro.
Fue el preludio de un amor que –aunque no se nombre, aunque no se concrete, ya es eterno en su fugaz belleza.
Porque nos cruzamos… y me saludaste.
Y desde aquel día, no he dejado de escribirte en secreto.
Allí estuvimos!!!