Javier Ledo Javier Ledo

Una noche sin luz

Anoche se fue la luz, no sabemos adónde pero tampoco nos molestamos en ir a buscarla, sabíamos que tarde o temprano volvería a casa, ¿adónde iba a ir a aquellas horas?

Nuestro mundo pareció detenerse en un suspiro y —repentinamente— la casa se vistió de penumbra.

Sin pantallas, sin relojes corriendo deprisa.

Solamente nos quedó un suave silencio, casi cómplice, obligándonos a acercarnos.

Y de pronto —asomando por la puerta del pasillo, apareció ella— una vela, un universo entero en medio de la oscuridad.

Aquella minúscula vela se convirtió —en ese instante— en nuestro sol.

Un pequeño —mínimo sol— que no conseguía con su breve resplandor iluminar aquella pequeña estancia.

Pero era más que suficiente para iluminarte a ti, suficiente para que tus ojos brillasen diferentes, para traer aquellas sombras que dibujaban tu perfil con ternura y así poder yo descubrir —otra vez— que el amor no precisa de artificios, le alcanza con una breve chispa, una minúscula llama.

Minúscula, sí, pero titilaba con fuerza en un intento mágico de acompasar nuestra respiración.

Bailaba en un íntimo vaivén consiguiendo proyectar —con inusitada calidez— inverosímiles historias en aquellas vetustas paredes.

En aquel momento —hipnotizado— descubrí que la hermosura no se encuentra a plena luz, sino en la penumbra compartida.

El mundo —nuestro mundo— reducido a un pequeño círculo dorado donde nos encontramos tú, yo y esa diminuta llama.

Qué bonito cuando se va la luz, porque en el menudo destello de una vela puedes entender toda la poesía.

Tu voz es profundo murmullo, tu risa se enciende y el roce de tu mano —tibia— en la mía, se propone como seguro refugio.

No necesitamos más, la oscuridad es un abrazo.

Aquella vela se erigió en testigo mudo, danzante mientras nos mirábamos sin palabras, en silencio.

En cada gota de cera podíamos intuir cómo se derretía nuestro tiempo y que lo único eterno era ese instante, perdidos el uno en el otro.

Envueltos en aquella suave penumbra vivimos con menos, pero sentimos más.

Más ternura, más verdad, más cercanía, bajo aquella pequeña llama lo cotidiano se torna sagrado, una charla trivial es una confesión, un silencio es una caricia y un beso en aquella penumbra arde más que cualquier sol.

Aquella vela nos estaba regalando intimidad, nos obligaba a mirarnos lento, a escucharnos, a recordarnos que el amor es presencia.

Qué bonito cuando se va la luz… porque, bajo aquel resplandor danzarín descubrimos que la oscuridad también puede ser luz.

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Javier Ledo Javier Ledo

Metálico susurro

Allí estaba, sobre aquella mesa desvencijada, —silente— como un maravilloso cuerpo que espera ser acariciado.

Una tenue luz bañaba sus bronceadas curvas —parecía latir— como si aquel silencio custodiase un corazón oculto.

Me acerqué —lentamente— con esa reverencia con la que rozas la piel de una amante dormida.

Cuando lo tuve entre mis manos el aire se volvió más denso, se convirtió en promesa.

Acerqué mis labios y aquel primer soplo se convirtió en un estremecimiento.

Aquel mínimo roce, aquel balbuceo, fue el primer suspiro de un encuentro que apenas se inicia, no era música todavía.

Aquella superficie metálica me respondió con un gemido cálido y con su primera vibración reconocí de inmediato la intensa fragilidad de mi propio deseo.

Aquella melodía comenzó a deslizarse sobre mi piel como aquella caricia que no necesita pedir permiso, como un leve murmullo —un susurro— que te enciende la sangre.

Quería habitarme, me atravesaba y no se conformaba con ser escuchado.

A medida que el aire fluía, la estancia se perdía bajo una invisible bruma, desaparecieron las paredes, el tiempo fue olvido y solamente estaba ella, aquella melodía derramándose sobre mi cuerpo como vino oscuro, lento y ardiente.

Cada uno de los recovecos melódicos se enroscaba sobre mi cuerpo —me atrapaba— cada silencio se convertía en una suerte de beso suspendido en el éter.

Parecía que aquel susurro metálico conocía de mí más que yo mismo, más de lo que me atrevía a reconocer, y en su voz encontré una desnuda intimidad, un profundo secreto compartido sin palabras.

Cerré los ojos —un instante— y entonces no era yo quien lo tocaba, era él quien me tocaba a mí, quien pareciera poseerme.

Se volvió carne, piel, respiraba, su voz se convirtió en la de aquella amante que susurra historias de deseo y melancolía, que te envuelve con su ternura y te hiere dulcemente al mismo tiempo.

El final no fue abrupto, más bien un suave y melancólico desvanecimiento como aquel abrazo que se debilita pero se resiste a soltarte.

Su último aliento permaneció flotando, tembloroso y en ese instante, en ese silencio que siguió, pude descubrir que yo también estaba desnudo, no en el cuerpo, sino en lo más hondo, en lo más profundo de mi ser.

Volvía a reposar sobre aquella mesa desvencijada, pero ahora yo sabía que algo de mí habitaba su interior, —atrapado— en sus entrañas de bronce.

Aquel ya no era el mismo saxo que encontré sobre aquella desvencijada mesa y yo ya no era el mismo.

Habíamos compartido un acto íntimo, un encuentro de pieles invisibles, nos habíamos entregado, —rendido— derramado lágrimas, tan humanas y tan imposibles como solamente él podía hacerlo.

Descubrimos lo esencial, amor y música no buscan explicarse, solamente sentirse.

Perfecto

Se hace esperar, sublime.

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Javier Ledo Javier Ledo

No tenemos tiempo

Siempre pensé que tendríamos tiempo.

Tiempo para aquellas caricias demoradas, aquellos besos que se postergaron en la ingenua certeza de que mañana serían más maduros.

Siempre pensé en el tiempo como un aliado generoso, que las horas seguirían estirándose como infinitos hilos y que el destino esperaba pacientemente.

Me decía una y otra vez que habría tiempo para decirte lo que callaba, para permitir que mi voz temblase desnuda en la tuya, e invitarte a habitar el silencio conmigo.

Aplazaba cada una de mis confesiones como quien guarda un tesoro —inútil— convencido de que aquel brillo hipnótico no se extinguiría.

Y precisamente el tiempo, ese cómplice que nos parecía eterno, resultó ser un amante celoso, caprichoso, fugaz.

Creí que tendríamos tiempo para caminar más despacio contigo, para —juntos— leer las gotas de lluvia en los cristales, para inventarnos promesas sin temor a que fuesen devoradas por el calendario.

Me confié, como si los segundos fuesen inagotables, como si el universo me debiera un crédito a perpetuidad de instantes —momentos— a tu lado.

Y ahora me descubro rememorando los instantes huidos como arena entre mis dedos.

Entendiendo que nuestro tiempo no puede guardarse , no se aplaza ni se negocia.

Simplemente se ha de vivir, se ha de arriesgar y se ha de abrazar con la urgencia de lo irreemplazable.

Cada mirada debe ser dicha, cada leve roce debía ser fuego y cada silencio compartido.

Lo único verdadero es este instante, y esperarte un poco más es perderte.

Siempre creí que habría tiempo.

Pero la verdad —la realidad— es que el tiempo nunca espera.

Y en la lucha constante contra el tiempo amarte debe ser siempre ahora.

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Javier Ledo Javier Ledo

El callejón de las brujas

En aquel lugar se respiraba melancolía, como aquella herida que nunca termina de cerrarse del todo.

Un lugar que no se nombra en voz alta por temor a invocar a los fantasmas que allí viven atrapados.

Entre aquellos muros cubiertos de musgo y silencio —húmedos— el tiempo se enroscaba en infinitas espirales devolviendo reflejos —destellos— de lo que se había perdido.

Cuando transitas ese lugar no avanzas, retrocedes, como si nuestros pasos fuesen arrastrados por memorias que no nos pertenecen.

Allí el viento es distinto, no te acaricia, te roza con frialdad, como si unos dedos invisibles buscasen aferrarse a aquello que alguna vez fue.

En los alrededores se rumorea que las brujas eligieron aquel pequeño callejón no para esconderse del mundo, sino para llorarlo.

Se reunían a medianoche —en la penumbra— para conjurar despedidas.

Caminarlo solo es como hundirse en un espejo que te devuelve todas tus ausencias.

Los viejos balcones, inclinados y oxidados por el tiempo, parecen vigilar con recelo, y sus marchitas enredaderas nos recuerdan un esplendor que ya nunca volverá.

En el pueblo hay quienes aseguran que en el recodo más angosto de aquel callejón, aquel donde la oscuridad parece tragarse cualquier rayo de luz, el aire se espesa y puede percibirse la presencia de alguien que nunca se fue.

Cuando hablas con ellos te explican —fascinados— que aquella presencia no es otra cosa que el espíritu de una bruja enamorada, condenada a esperar eternamente a quien la traicionó.

Aquella primera vez que lo cruzamos juntos, apenas se adivinaba entre las nubes una magnífica luna llena.

Tu mirada reflejaba la penumbra y fui consciente de que había algo irremediable en nuestra historia.

Cuando penetramos en aquel callejón un absoluto silencio nos envolvió como si todo el mundo hubiese desaparecido excepto nosotros.

Nos atenazó un miedo suave, íntimo como un certero presagio de una futura pérdida.

Aún resonaba en mis recuerdos su voz —quebrada— diciéndome, “aquí los besos pesan más”.

Y tenía razón, en aquel lugar un gesto de cariño se vuelve promesa eterna y como toda promesa eterna se convierte en un juramento imposible de sostener.

Posiblemente por eso, quienes aman en ese callejón siempre acaban dejándose algo, un mínimo fragmento de piel, una sombra, una herida que arde incluso en la lejanía de los años.

El callejón de las brujas no es cruel, pero tampoco compasivo.

Retiene y conserva —como un relicario roto— todo lo que el amor suele dejar atrás, lágrimas, silencios, juramentos incumplidos.

Salí de allí contigo y, sin embargo, al mirar atrás, tuve la certeza de que una parte de nosotros se había quedado enredada entre aquellas piedras, atrapada en aquella penumbra, aguardando a la intemperie.

Y desde entonces comprendí que el verdadero hechizo de ese callejón no es la magia, sino la condena dulce de recordar siempre lo que se pierde.

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Javier Ledo Javier Ledo

Un murmullo invisible

Las seis de la tarde y se le cerraban los ojos, quizá la suave penumbra de la biblioteca fuese la causante o quizá fuesen aquellos malditos apuntes que debía memorizar.

Allí estaba rodeado de folios, lápices y marcadores de colores.

Solamente el murmullo de las páginas se atrevía con el silencio de aquella vetusta biblioteca cuando algo extraño ocurrió al alzar la vista.

Un par de mesas más allá se encontraba uno de sus compañeros de clase al borde de un ataque de ansiedad.

De pronto escuchó nítidamente una voz que no venía de su alrededor.

“No entiendo nada de este ejercicio, si suspendo otra vez mi madre me mata…”.

Miró a su alrededor y… nadie había hablado.

Probó una vez más, dirigió su vista hacia una chica que leía un grueso libro de historia, y allí estaba otra vez aquella voz clara.

“Si no memorizo la fecha exacta, el profesor me restará puntos. ¿Era 1789 o 1791?”.

Su corazón golpeó su pecho sorprendido. ¿Podía escuchar lo que pensaban?

No entendía cómo pero cada vez que miraba a alguien su mente parecía abrirse como un libro para él.

Aquel hallazgo le embriagaba y asustaba a partes iguales.

¿Qué era aquello? ¿Un don, una maldición?

Intentaba asimilarlo cuando escuchó que alguien llegaba, era Clara, la misma que se sentaba al otro lado de la clase y a la que llevaba meses observando en silencio.

El cabello recogido en un moño pulcramente desordenado y aquella sonrisa que lo había seducido desde que comenzó el curso.

Sintió un inusual cosquilleo recorriendo su pie.

En su interior ardía en deseos de usar aquel nuevo “poder”, escuchar sus pensamientos, descubrir si alguna vez había reparado en él.

Pero su yo más prudente se resistía a invadir aquel terreno sagrado, el misterio de sus sentimientos.

El silencio de la biblioteca le oprimía y finalmente cerró los ojos y dejó que su atención se dirigiera hacia ella.

Ardía en su interior aquella pregunta como un secreto a punto de revelarse.

¿Estaba a punto de robar un pensamiento… o de descubrir el suyo propio reflejado en ella?

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Javier Ledo Javier Ledo

Tatuaje

Nunca es un golpe que te tumbe, tampoco una furiosa tormenta, siempre es una fina lluvia —orballo— que te cala suave, lentamente, impregna tu ropa, se infiltra en tu piel y alcanza tus huesos.

Se instala en tus silencios, en ese breve lapso de tiempo en que el mundo parece detenerse y tú te descubres respirando más lentamente.

Inunda los pliegues de tu memoria, las fotografías que ya no ves, los nombres que duelen.

No necesita gritar, su murmullo, su constante roce te recuerda que está ahí, es ese eco que nunca podrás silenciar.

Cuando la tristeza —cierta tristeza— te abraza, ya nunca llega a soltarte del todo.

Secretamente, su persistencia desprende una cierta dulzura, porque en esa constante melancolía anida una curiosa forma de compañía, un testimonio que nos recuerda que hemos amado y perdido, que hemos sido —y somos— vulnerables.

La tristeza —esa que nunca se va— se convierte en la prueba irrefutable de que somos humanos, de que la vida —a la que tanto nos aferramos— nos ha tocado con sus afiladas aristas y nos ha regalado cientos de cicatrices invisibles.

Caminas a su lado y acabas por comprender que no estorba tanto, pero que nunca deja de estar ahí, rozándote.

Hay días de tristeza ligera, como si se tratase de un mínimo velo, que tiñe de nostalgia todo aquello que te rodea.

Los recuerdos se abren y se agolpan como antiguas flores, la risa de alguien ausente, el aroma de aquel verano que no puede volver, aquella melodía olvidada.

Son momentos en los que la tristeza es un tenue rayo de luz que acaricia en lugar de herir.

Y hay días de tristeza espesa —áspera— que te obliga a bajar la mirada, callas lo que te gustaría gritar y caminas lento, muy lento.

Es en esos días cuando sientes el peso —constante— de su abrazo, ese abrazo obstinado que no atiende a tiempos ni a distancias.

Intentas apartarla y ella vuelve —una y otra vez— porque esa tristeza, tu tristeza, no es una visita pasajera, es más bien un invisible tatuaje cuya tinta se filtra y deposita en lo más hondo de tu alma.

Esa tristeza —ese espejo— te devuelve la imagen de tus pérdidas y entremezcladas también están tu ternura, tus recuerdos y tu manera de caminar.

¿Qué sería de nosotros sin ese resto de melancolía que, aún doliendo, nos define?

Esa tristeza —que nunca suelta— fina cuerda que nos une a nuestro pasado, también nos sostiene.

Nos recuerda quiénes fuimos, los caminos recorridos y nos acompaña porque el viaje continúa.

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Javier Ledo Javier Ledo

He abierto los ojos y tú no estabas

Aquella silenciosa habitación se convirtió en una losa insoportable, como si cada brizna de aire supiera que faltabas.

El amanecer se filtraba tímidamente por nuestra ventana, coloreando de un dorado pálido las sábanas vacías a mi lado, y en ese mismo instante comprendí que algo se había roto para siempre.

No eran solamente las horas de tu ausencia, era la certeza de que nunca más podrías volver.

La mente, —cruel, generosa— comenzó a reconstruir tu risa, tu manera de fruncir el ceño cuando pensabas en algo, la calidez de tus manos buscando las mías incluso en mis más profundos sueños.

Me vi a mí mismo —allí— rodeado de recuerdos como quien se aferra a un pedazo de madera en medio de un naufragio.

Pero la corriente me arrastraba —inexorable— a un lugar donde tu voz no podía alcanzarme.

Perder a alguien insustituible no es solamente un golpe, es un eco que se repite una y otra vez en tu interior.

Se encuentra en las mínimas cosas, en tu taza de siempre, en el aroma atrapado en aquella bufanda, en nuestras más dulces melodías, las mismas que ahora hieren.

Se encuentra en esas frases que me descubro imaginando que te diría, y sabiendo que ya no hay a quien decírselas.

Al fin consigo levantarme y camino por la casa como un extraño.

Cada rincón, cada recoveco conserva tu huella, pero habitada por un vacío que no consigo nombrar.

Delante de nuestro espejo mi reflejo se diría más viejo, como si aquella noche me hubiera robado más que tus pasos, como si se hubiera llevado un fragmento de mí.

Y quizá tal vez sea eso lo que la palabra insustituible significa, que ninguna presencia, ninguna voz, ningún abrazo puede ocupar el exacto lugar que abandonaste.

Algunas veces, el dolor se torna físico.

Pesa sobre mis hombros, quema en el pecho, oprime mi garganta.

Me descubro rastreando señales de ti, una sombra avanzando por el pasillo, un aroma inesperado.

Quizá sea esperanza, quizá locura y las dos me mantienen en pie.

Ahora —pasado el tiempo— recuerdo tus palabras cuando hablábamos de la muerte —aquellas veces en que lo hacíamos como si fuera un tema ajeno—.

Me enseñaste que nadie se va del todo mientras alguien lo recuerde.

Ahora eso es a lo que me aferro como a una promesa, intentando esculpir tu presencia en mi memoria —con precisión— para que ni el tiempo pueda desgastarla.

Ignoro si algún día aprenderé a transitar por mi vida sin ti, o si simplemente tendré que sobrevivir con ese inmenso hueco, como quien convive con una herida que nunca se cierra del todo.

Lo verdadero, —lo real— es que he abierto los ojos y tú no estabas, y fue en ese preciso instante cuando el mundo —mi mundo— se diluyó de forma irrevocable.

Este amanecer es distinto, no porque el sol brille más débil, sino porque tú no estás para verlo conmigo.

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Javier Ledo Javier Ledo

Cicatrices

Los recuerdos más amargos,

los que duelen hondo, sin razón ni tiempo,

se suavizan cuando, sin entenderlo,

se escapan en medio de un silencio.

Esos días grises, tan callados,

que en el pecho guardamos como un eco,

se transforman cuando son contados

a un amigo que los oye sin pretexto.

No cura, no borra, no resuelve,

pero escucha con el alma abierta,

y el dolor, que era todo y que envuelve,

de pronto se siente menos cerca.

Compartir no transforma lo vivido,

pero el peso que se reparte, pesa menos,

y el nudo que aprieta un corazón herido

se afloja entre suspiros y recuerdos.

Surge a veces una risa entre las lágrimas,

un suspiro que acaricia el pensamiento,

porque el alma se siente acompañada,

y el pasado, menos frío en su momento.

La amistad no borra cicatrices,

pero las besa con su comprensión,

y los días más oscuros, grises,

se tiñen de una nueva emoción.

Así, los recuerdos más amargos,

cuando se comparten, cambian su sabor.

No son dulces, pero ya no son tan largos.

Se vuelven agridulces… y portan amor.

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Javier Ledo Javier Ledo

La voz del mar

El susurro del mar, una voz eterna que no demanda lenguaje propio para empapar tu alma, que por momentos paraliza el mundo.

Cada tarde —allí frente a las olas— la encontraba, sentada, los pies descalzos descansando sobre la dorada arena y su mirada perdida, —lejana—, en el horizonte.

Allí —sentada— no buscaba respuesta alguna, pero el mar —escondido tras su blanca espuma— siempre se las ofrecía, llevándole una marabunta de recuerdos a lomos de aquel viento salado.


Aquella voz —marina— le hablaba como él lo había hecho en otro tiempo, cuando sus dedos rozaban su espalda y su aliento —culpable— encendía la noche.

Cada ola era una palabra, un sentimiento no expresado, cada marea una promesa incumplida.


El mar susurraba del amor, lo que fue, lo que alguna vez pudo ser.

Descubría memorias que creía profundamente enterradas en el pasado.

Aquella tarde, cuando él prometió quedarse, y sin embargo, al día siguiente partió.

Aquel mar lo sabía todo, lo entendía todo.

Silente testigo en cada despedida, ante cada abrazo inconcluso, de cada lágrima desconsolada.


Observaba cómo el sol moría sobre el agua y percibía la voz del mar convertida en lamento.

No era una queja, más bien una suave plegaria, un blues —canción triste—que le acariciaba el pecho en un intento de consuelo desconsolado.

Aquel susurro efímero le repetía —ola tras ola— que no estaba sola, que él seguía allí en cada burbujeo, en cada retazo de aquella brisa que se enredaba en su cabello.

Que el amor —verdadero— no desaparece, se transforma, se diluye en los elementos y se queda para siempre.


Y era entonces cuando ella cerraba sus ojos y lo imaginaba allí, a su lado —una vez más—.

Lo imaginaba con aquella sonrisa dolorosa en su perfección, con sus manos calladas y elocuentes en ese juego voluptuoso de sus recuerdos.

Recreaba su voz sobre al susurro marino diciendo su nombre como si aún importara, como si en algún recodo de algún universo él también la extrañara.


La voz del mar no juzga, no exige. Solamente canta.

Un canto que atesora —con ternura— una despedida que nunca se dio del todo.

Su textura —salada— recuerda esos besos que aún arden en los labios.

Es romántica sin ser cursi, nostálgica sin ser amarga.

Porque en esa voz profunda habita el misterio del amor que no muere.


Aprendió a escuchar sin esperanza, a dejarse llevar por aquel constante rumor del oleaje como quien escucha una vieja carta mil veces leída.

Aprendió también que aquel mar no solamente nos devuelve caracolas o redes derrotadas, entremezclados nos llegan trozos de nuestra alma que creíamos perdidos.

Y así, —en su más pura intimidad— se dejaba arrullar por esa voz que no conoce dueño, pero que le hablaba con la precisión de aquel amante que lo sabe todo.


Una noche, —el mar— enfurecido por la fuerza del viento, le gritó.

Sin violencia, pero con urgencia.

Sentía que ella comenzaba a rendirse y agitó sus blancos cabellos para advertirle de su error.

La hizo llorar.

Las lágrimas —saladas— le hicieron comprender repentinamente que llorar no era una debilidad, que aquellas gotas rebosantes de sal hablaban el mismo idioma de las olas.

Llorar era declarar su amor, era decir “te quiero” sin articular una sola palabra.

Era recordar sin miedo.


Y cada ciclo —cada luna llena— cuando todo se ofrece más cercano, sentía que podía tocar lo que había perdido.

Que si extendía lo suficiente aquella mano anhelante, lo encontraría esperándola.

Que dejándose arrastrar por su espuma, podría llegar al lugar donde habitan los que amamos y ya no están.

Pero siempre decidía quedarse en la orilla, temiendo olvidar el camino de regreso.


El mar —espumoso—nunca insistía.

Solamente esperaba igual que lo hacía él.

Como intuyendo que algún día —allí sentada— ella se cansaría de mirar desde lejos y desearía hundirse en sus brazos.


Algunas veces aquella tenue voz marina se volvía un dulce susurro, como una breve caricia.

Le hablaba del futuro.

De que habría amaneceres por descubrir, nuevas manos por acariciar, canciones por descubrir.

Que no todo estaba perdido.

Y que en algún otro lugar, en alguna lejana orilla quizás otro corazón  también oía la voz del mar, también lloraba frente a él, también se preguntaba si era posible volver a amar.


Lo ignoraba pero con cada visita a esa orilla, su alma se curaba un poco, el mar —su mar— iba devolviéndole, de a poco, el color a sus ojos, la ternura a sus gestos y la esperanza a su pecho.

Porque su mar no solamente le hablaba, al mismo tiempo —al retirarse— también escuchaba… los silencios, los suspiros, las plegarias mudas.


En aquellas noches estrelladas, con cada ola, con cada alga depositada a sus pies, ella recordaba que estaba viva.

Que dolía, sí, pero también sentía.

Que amar —más allá de una condena— era un privilegio y que aunque él no volviese nunca más lo vivido existió, fue real, fue suyo.

Y eso, le decía la voz del mar, bastaba.


Así iban pasando los días, entre soledad y compañía, entre vacío y plenitud, entre lo que fue y aquello que aún podía ser.

Se convirtió en parte de aquel paisaje crepuscular.

La mujer que hablaba con el mar.

Aquella que no necesitaba palabra alguna porque su alma podía descifrar el lenguaje del agua.

Y en aquella pura intimidad, tan real, tan humana, comprendió lo esencial.

La voz que más necesitamos oír no viene de otro ser humano, sino de nuestra propia tierra, del cielo o del mar.

De aquello que no se va nunca.

Comprendió —cuando su sonrisa iniciaba el regreso— que la voz del mar era la suya, era su alma hablándose a sí misma, en un eterno susurro, en un canto sin final.


Y por fin, se sintió en paz.

Porque había escuchado.

Y había sido escuchada.

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Javier Ledo Javier Ledo

No estamos de acuerdo en nada, pero lo somos todo

Seguimos aquí, ¿cómo es posible?

Desnudos de razones pero repletos de… algo que ni siquiera sabemos nombrar.

Seguimos aquí, tú y yo, no compartimos ideas, no compartimos hábitos, nuestros mundos, nuestra percepción de ellos es diametralmente opuesta.


Podemos discutir por esa forma —maravillosa— que tienes de doblar una toalla, por el tono rutinario en que susurramos “buenos días”, por el modo en que el silencio se transforma en muro entre nosotros.

Pero al caer la noche, al acostarnos espalda contra espalda y alguna de nuestras manos —inevitablemente— encuentra la otra, entiendo que hay algo tremendamente profundo, algo que supera cualquier lógica, algo que no podemos entender pero que no podemos negar.


Resulta curioso, no estamos de acuerdo, y sin embargo me sabes.

Sabes muy bien en qué lugar guardo el miedo.

Sabes cuándo mi risa es defensa.

Sabes cuándo se acercan mis lágrimas.

Conoces el modo exacto en que tiembla mi voz cuando estoy por rendirme, y solamente tú, —sí, solamente tú— sabes qué palabra decir para que no lo haga.


Hay momentos en que me pregunto si lo nuestro es amor o algún tipo de locura compartida.

Después de rompernos a gritos, ¿quién puede entender que —en la madrugada— terminamos enredados, tu cabeza en mi pecho, mis dedos recorriendo tu nuca como si estuviéramos hechos el uno para el otro?

¿Cómo explicar que en medio de nuestra guerra constante encuentro la más profunda paz al mirar cómo duermes, cómo respiras dulcemente a mi lado?


Nunca me asaltó, nunca nos asaltó la idea de abandonar.

Algo en tu forma de existir que me arrastra y me abraza, incluso cuando no entiendo absolutamente nada.

Me tocas como si me conocieras desde siempre, incluso antes de mí mismo.

Y yo, aunque te lleve la contraria en cada una de nuestras conversaciones, escucho tu voz que me guía y aunque entre tus brazos no encuentro respuestas, descubro el silencio que mi alma necesita.


No hay acuerdos, no existen fórmulas mágicas, solamente intimidad desordenada, brutalmente honesta, en la que nos desnudamos más allá de nuestra propia piel.

Nos hemos visto —palpado— rotos, sucios, pequeños, pero aun así nos elegimos.

Incluso cuando no estamos de acuerdo, nos elegimos.

Aunque no compartamos la forma de ver la vida, nos elegimos.

Quizás no se trata de coincidir, sino de sostenerse, quedarse cuando todo se vuelve difícil.


Incluso cuando no estamos de acuerdo, te elijo.

Aunque no comparta tu forma de ver la vida, me quedo a tu lado, porque en tu presencia reconozco mi hogar.

De tocarnos con la verdad, aunque duela.

Todo porque somos compatibles, inevitables.

Y en toda esta hermosa y agotadora contradicción, lo somos todo.

Aunque no estemos de acuerdo en nada.

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Javier Ledo Javier Ledo

En silencio

Como una flor marchita en la oscuridad, sin testigos, sin estrépito, sin drama.

Me desintegro en la penumbra de mis propios pensamientos, entre palabras nunca articuladas y lágrimas que no dejo caer.

Todo porque no quiero preocupar a nadie.

Porque aprendí —hace ya tiempo— cómo acallar el dolor para no importunar, a vestir una sonrisa cuando por dentro el alma grita.


Hay días en los que absolutamente todo duele sin razón, y sin embargo camino erguido, con la frente en alto, como si nada pasara.

Todos me ven, me escuchan, incluso ríen conmigo, sin saber que estoy al borde del abismo, al borde.

Me he vuelto un experto en ocultar el caos bajo múltiples capas de normalidad, en disfrazar ese intenso cansancio con cortesía, en fingir que estoy bien cuando mi único deseo no es otro que desaparecer, aunque sea por un breve espacio temporal.


No lo hago por orgullo.

Tampoco por falta de confianza.

Lo hago porque me duele que otros sufran por mi dolor.

Me duele ver ojos preocupados, manos temblorosas, corazones tristes por mi causa.

Y así, escondo mis lágrimas, me rompo por dentro mientras sonrío por fuera.


En el amor, esto pesa aún más.

Porque si amas verdaderamente no deseas ser carga, no deseas ser sombra cuando ella es luz.

Intentas mostrarte fuerte para ella, aunque por dentro estés derrumbándote pedazo a pedazo.

Te quedas en silencio, deseando que tus actos hablen por ti, que tus caricias interpreten lo que voz no se atreve a expresar, que necesitas ayuda, que te sostengan, que te miren más allá de la fachada.

Hay una parte de mí que desea que lo notes, que veas más allá de mis “estoy bien”, que insistas, que me abraces sin preguntar y me permitas soltarlo todo sin juicio.

Porque a veces solo deseo eso.

Romperme, pero en tus brazos.

Llorar, pero en tu pecho.

Hablar, pero sin miedo.

Ser vulnerable, sin temor a alejarte.


Pero no lo hago. Me reprimo. Me callo.

Me rompo en silencio.

Porque me enseñaron que ser fuerte es no molestar, que amar —de verdad— es no preocupar.

Y así, cargo con mis propios escombros, escondo las grietas bajo un grueso barniz de normalidad, y sigo amando en silencio, con la esperanza de que, algún día, alguien vea mi dolor escondido y me diga: “No tienes que hacerlo solo”.


Me rompo en silencio, sí, pero sigo amando.

Porque incluso en el dolor, mi amor no disminuye.

Y aunque no siempre lo diga, aunque no siempre lo muestre, en cada silencio hay un “te amo” que me sostiene.


Y tal vez, solo tal vez, algún día me escuches…

Sin palabras. Solo con el alma.

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Javier Ledo Javier Ledo

De la pérdida

La pérdida duele, y lo hace de una manera muy difícil de plasmar con palabras, porque no duele solamente la ausencia de alguien, sino también ese recordatorio constante de lo que ya no está.

Es un grito silencioso, un pesado vacío, una sombra que nos acecha a cada instante.

La pérdida no es únicamente dejar de tener, es —sobre todo— una forzosa transformación de nuestra realidad, una ruptura de todo aquello que un día creímos estable, seguro,… eterno.

Cuando pierdes aquella persona que has amado —repentinamente— tu mundo pierde sentido.

Se desvanecen las rutinas, los cafés compartidos, los sofás donde se fundían las almas, aquellos lugares compartidos se vuelven fríos y ciertas palabras pierden su camino y nunca volverán a ser pronunciadas.

Cada rincón, cada recodo del camino se convierte en un eco evocador de aquello que fue, una especie de huella invisible que nos muestra lo que fue y ya nunca será.

El tiempo —antaño lineal— se quiebra y nos atrapa en recuerdos volviendo borroso un futuro incierto.

La pérdida no se encuentra solamente en la muerte, también perdemos relaciones, sueños, caminos que creíamos seguros y esa es otra manera, otra forma de duelo.

Es llorar por todo aquello que no fue, por todo aquello que no pudo ser, mirar atrás y evocar lo que podría haber sido si las circunstancias hubiesen sido otras.

Enfrentamos la realidad, y la realidad nos arrodilla y nos advierte que no todo está bajo nuestro control.

La pérdida nos muestra también otra cara más suave, más reservada, en el centro del dolor aparece la claridad, la certeza del amor profundo, la vulnerabilidad y la humanidad derrotada.

Y luego llega el tiempo que todo lo cura —mentira—, el dolor cambia pero nunca desaparece, el dolor se funde con nosotros y se vuelve una parte más de nuestra alma, una cicatriz eterna que nos recuerda en cada momento quiénes somos.

Aprendemos —forzosamente— a convivir con la ausencia, con lágrimas, con sonrisas nostálgicas, y en ese lento proceso aprendemos a reconstruirnos.

La pérdida nos rompe y nos revela. Se nos muestra lo frágil y preciosa que es la vida.

Aprendemos a valorar los pequeños momentos, a decir “te quiero” sin esperas, a abrazar mucho más fuerte,… a vivir más en el presente.

Porque una vez que ya hemos perdido es cuando realmente entendemos lo que significa tener.

No hay formas “correctas” de atravesar el desierto de la pérdida.

Cada cual ha de encontrar su propio camino transitando entre el dolor, el recuerdo y la esperanza.

La pérdida no puede ser negada, no puedes huir de ella, ha de ser sentida, nombrada y compartida.

Y en esa experiencia compartida, incluso rodeados y traspasados por el dolor, existe un tipo de amor que nunca se pierde.

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Javier Ledo Javier Ledo

Bajo el caparazón

En tu interior habita un latido lento, ese constante suspiro que reproduce —una y otra vez— viejas tristes canciones.

No se encuentra premura en tus pasos, el tiempo pasa, discurre inapelable, cada uno de tus movimientos se asemeja a un suave —delicado— acto de resistencia contra la velocidad del resto del mundo.

Lo observas todo con una dolorosa calma, pues tras tus ojos anida la nostalgia, esa bruma gris que te rodea y que al mismo tiempo te pesa y te sostiene.

Has aprendido a amar —adorar— tu soledad, aunque en ocasiones llegue a doler profundamente en tu interior.

Tu caparazón es testigo de tus silenciosas lágrimas.

Acaricias su interior, buscando un frío consuelo en su superficie.

Es tu necesaria armadura contra esos golpes inesperados, contra las palabras de doble filo, responsables de múltiples cicatrices invisibles.

En ese mundo vasto, cruel o excesivamente brillante para tus cansados ojos, te retraes, te conformas en un ovillo y te escondes sobre ti mismo, allí donde nadie puede lastimarte.

Eres como esa tortuga, retraída frágil, protegida —escondida— bajo ese impenetrable caparazón que protege tu vida.

En esa fortaleza, que te acompaña siempre, te sientes a salvo, esa fortaleza construida de silencios, recuerdos y miedos.

Es tu refugio y al mismo tiempo tu prisión, es donde te envuelves cuando el estruendo exterior se torna insoportable, cuando la luz daña más que la oscuridad.

Sueñas con asomar la cabeza, sueñas con vislumbrar el horizonte —abrirte— y en ese momento recuerdas, recuerdas tu fragilidad si prescindes de ese escudo,… y vuelves a tu interior, a encerrarte en la silenciosa cueva de tu pecho.

Afuera el viento sopla con fuerza y temes su arrastre.

Eres como esa tortuga de corazón lento, temeroso, pero rebosante de anhelos.

Bajo ese duro manto —ese caparazón— velas viejas cartas, promesas rotas y breves retazos de luz que conseguiste recoger en tus días más valientes.

Quizá algún día decidas salir por completo y dejar que el sol bese tu piel sin el filtro frío de tu coraza.

Pero mientras tanto, sigues ahí, escuchando el melancólico rumor de tus propios silencios, atesorando una triste paz con la certeza de que nadie puede alcanzarte, nadie puede herirte.

Estás tristemente a salvo.

Así sigues, lento, casi inmóvil, con ese dulce y amargo peso sobre tu espalda que aunque parezca un rugido escudo, su interior resguarda un universo de suaves latidos, dolorosos recuerdos y ese íntimo deseo de salir a respirar sin miedo.

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Javier Ledo Javier Ledo

La biblioteca de las almas perdidas

En un recodo olvidado del tiempo, se encuentra la biblioteca de las almas perdidas, un santuario secreto donde descansan las memorias que el mundo quiso olvidar.

Sus infinitas estanterías se componían con suspiros y viejas promesas, cubiertas de polvo de estrellas brillando en la oscuridad con tímida esperanza.

Cada uno de los libros que atesora guarda el latido de un corazón que amó sin medida, que lloró silenciosamente o que se rompió esperando aquel abrazo que nunca tuvo ocasión.

Por aquellos pasillos —olvidados— caminas tú, con tus ojos de luna, acariciando —con manos temblorosas— los lomos de aquellos libros suavemente temiendo despertar los ecos de antiguos lamentos.

Cada vez que rozas un libro, un leve escalofrío transita aquellas viejas paredes, y la biblioteca entera parece contener la respiración.

Sabe que buscas algo más que historias, anhelas encontrar esa parte de tu alma que se deslizó en los pliegues del destino.

Y fue entonces, cuando a la luz de los candiles —entre sus doradas sombras— descubriste aquel libro sin título —anónimo— encuadernado con hilos de rocío y versos rotos.

Cuando tus manos —temblorosas— abrieron aquel libro, de su interior surgió un murmullo que creías olvidado, el susurro de aquellos labios que una vez pronunciaron tu existencia con verdadera devoción.

Aquellas páginas consiguieron envolverte con un antiguo perfume, una combinación de lluvia y cartas de amor jamás enviadas.

En cada una de aquellas líneas sientes el latido de un corazón que se aferra al tuyo.

Es en ese momento cuando aquella vieja biblioteca deja de ser un mausoleo de recuerdos rotos y se convierte en un secreto jardín, florecido con todos aquellos besos nunca marchitos.

Las almas perdidas —al verte— comienzan a danzar en el aire, y sus lágrimas —emocionadas— forman innumerables constelaciones.

No se vislumbra la tristeza en sus rostros, solamente aquella dulce melancolía de quien ha amado tanto que el universo les reservó aquel lugar eternamente para suspirar.

Y cuando tus ojos se encontraron con los míos, en un imposible reflejo sobre aquel viejo reloj intemporal, comprendí que yo también habitaba aquella biblioteca, sumergido entre estantes de nostalgia.

Mi alma se había perdido hace siglos, en un crepúsculo donde juré esperarte, aun sin saber si volverías.

Y ahora —juntos— recorreremos esos pasillos —eternamente— iluminados por las luciérnagas de la memoria.

Nuestras manos entrelazadas son el conjuro más poderoso que esta biblioteca haya presenciado jamás.

Cada uno de aquellos estantes susurra nuestro destino, cada libro vibra celebrando nuestro reencuentro.

Las almas perdidas nos observan —agradecidas— y al vernos hallan la prueba de que incluso los corazones más desorientados pueden volver a latir con fuerza.

Es así como en la biblioteca de las almas perdidas, tejemos una nueva historia.

No escrita con tinta, sino con la luz incandescente de nuestras miradas y el pulso ardiente de nuestras manos unidas.

Porque al fin entendemos que no estamos rotos ni solos, somos páginas vivas.

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Javier Ledo Javier Ledo

El café

Te apetece, —inesperadamente— un café, y llamas a un amigo —intento fallido—, está liado y dudas, finalmente decides que no necesitas a nadie para disfrutar de un buen café.

Y allí te encuentras, a la orilla del mar —solo— ante aquel café.

Tomarte un café contigo mismo es invitarte a una cita —sin prisas— ante un reloj que se desvanece y pausando el mundo para que tú y tú se encuentren, es como hacer el amor con tu alma de la forma más suave y silenciosa.

La escena es conocida, el aroma del café danza en el aire.

Es una cálida y envolvente promesa, roza tus sentidos, te acaricia, te estremeces.

Te sientas ante esa taza, pero sin prisa, con la delicadeza de quien acaricia algo sagrado.

Tú lo eres.

Te sientas, y en ese momento, te miras con el corazón, como quien se reencuentra con alguien a quien ha amado desde siempre.

Te escuchas, te respiras, te sostienes.

El primer sorbo es un suspiro del alma.

Un suspiro que dice, “aquí estás”.

El calor del café te abriga en tu interior, te abraza, en cada sorbo hay un “te amo” susurrado sin voz, solo contigo mismo.

Y un poco más allá, la vida sigue su curso, aquella pareja paseando sonrisas, o aquella otra visiblemente alterada, braceando en la cara de su pareja.

Y tú sigues ahí, enamorándote de tus pausas, de tus pensamientos, de tu compañía.

Curiosamente descubres que no estás solo, estás contigo, y eso es más que suficiente.

Sonríes recordando algo tierno o asoma alguna lágrima con el siguiente recuerdo.

Vuelves a ti, es romántico volver.

Este ritual cotidiano llegarás a convertirlo en sagrada ceremonia, comenzarás a escribirte breves cartas de amor sin tinta, recitarte versos sin voz, regalarte paz.

Esa taza adquiere categoría de “lugar favorito”.

Y entonces lo entiendes todo.

Que amarte no es un destino, es una práctica.

Que no necesitas que nadie llegue para sentirte completo.

Porque tú, en tu rincón, con tus silencios, tu café y tu alma abierta, eres todo lo que necesitas.

Tomarte un café contigo mismo es un acto de amor profundo, salvaje y dulce.

Es prometerte que nunca más te abandonarás.

Que todos los días, aunque el mundo arda, aunque el cielo grite, tú estarás ahí, contigo, sirviéndote otra taza de amor.

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