Cicatrices
Los recuerdos más amargos,
los que duelen hondo, sin razón ni tiempo,
se suavizan cuando, sin entenderlo,
se escapan en medio de un silencio.
Esos días grises, tan callados,
que en el pecho guardamos como un eco,
se transforman cuando son contados
a un amigo que los oye sin pretexto.
No cura, no borra, no resuelve,
pero escucha con el alma abierta,
y el dolor, que era todo y que envuelve,
de pronto se siente menos cerca.
Compartir no transforma lo vivido,
pero el peso que se reparte, pesa menos,
y el nudo que aprieta un corazón herido
se afloja entre suspiros y recuerdos.
Surge a veces una risa entre las lágrimas,
un suspiro que acaricia el pensamiento,
porque el alma se siente acompañada,
y el pasado, menos frío en su momento.
La amistad no borra cicatrices,
pero las besa con su comprensión,
y los días más oscuros, grises,
se tiñen de una nueva emoción.
Así, los recuerdos más amargos,
cuando se comparten, cambian su sabor.
No son dulces, pero ya no son tan largos.
Se vuelven agridulces… y portan amor.
La voz del mar
El susurro del mar, una voz eterna que no demanda lenguaje propio para empapar tu alma, que por momentos paraliza el mundo.
Cada tarde —allí frente a las olas— la encontraba, sentada, los pies descalzos descansando sobre la dorada arena y su mirada perdida, —lejana—, en el horizonte.
Allí —sentada— no buscaba respuesta alguna, pero el mar —escondido tras su blanca espuma— siempre se las ofrecía, llevándole una marabunta de recuerdos a lomos de aquel viento salado.
Aquella voz —marina— le hablaba como él lo había hecho en otro tiempo, cuando sus dedos rozaban su espalda y su aliento —culpable— encendía la noche.
Cada ola era una palabra, un sentimiento no expresado, cada marea una promesa incumplida.
El mar susurraba del amor, lo que fue, lo que alguna vez pudo ser.
Descubría memorias que creía profundamente enterradas en el pasado.
Aquella tarde, cuando él prometió quedarse, y sin embargo, al día siguiente partió.
Aquel mar lo sabía todo, lo entendía todo.
Silente testigo en cada despedida, ante cada abrazo inconcluso, de cada lágrima desconsolada.
Observaba cómo el sol moría sobre el agua y percibía la voz del mar convertida en lamento.
No era una queja, más bien una suave plegaria, un blues —canción triste—que le acariciaba el pecho en un intento de consuelo desconsolado.
Aquel susurro efímero le repetía —ola tras ola— que no estaba sola, que él seguía allí en cada burbujeo, en cada retazo de aquella brisa que se enredaba en su cabello.
Que el amor —verdadero— no desaparece, se transforma, se diluye en los elementos y se queda para siempre.
Y era entonces cuando ella cerraba sus ojos y lo imaginaba allí, a su lado —una vez más—.
Lo imaginaba con aquella sonrisa dolorosa en su perfección, con sus manos calladas y elocuentes en ese juego voluptuoso de sus recuerdos.
Recreaba su voz sobre al susurro marino diciendo su nombre como si aún importara, como si en algún recodo de algún universo él también la extrañara.
La voz del mar no juzga, no exige. Solamente canta.
Un canto que atesora —con ternura— una despedida que nunca se dio del todo.
Su textura —salada— recuerda esos besos que aún arden en los labios.
Es romántica sin ser cursi, nostálgica sin ser amarga.
Porque en esa voz profunda habita el misterio del amor que no muere.
Aprendió a escuchar sin esperanza, a dejarse llevar por aquel constante rumor del oleaje como quien escucha una vieja carta mil veces leída.
Aprendió también que aquel mar no solamente nos devuelve caracolas o redes derrotadas, entremezclados nos llegan trozos de nuestra alma que creíamos perdidos.
Y así, —en su más pura intimidad— se dejaba arrullar por esa voz que no conoce dueño, pero que le hablaba con la precisión de aquel amante que lo sabe todo.
Una noche, —el mar— enfurecido por la fuerza del viento, le gritó.
Sin violencia, pero con urgencia.
Sentía que ella comenzaba a rendirse y agitó sus blancos cabellos para advertirle de su error.
La hizo llorar.
Las lágrimas —saladas— le hicieron comprender repentinamente que llorar no era una debilidad, que aquellas gotas rebosantes de sal hablaban el mismo idioma de las olas.
Llorar era declarar su amor, era decir “te quiero” sin articular una sola palabra.
Era recordar sin miedo.
Y cada ciclo —cada luna llena— cuando todo se ofrece más cercano, sentía que podía tocar lo que había perdido.
Que si extendía lo suficiente aquella mano anhelante, lo encontraría esperándola.
Que dejándose arrastrar por su espuma, podría llegar al lugar donde habitan los que amamos y ya no están.
Pero siempre decidía quedarse en la orilla, temiendo olvidar el camino de regreso.
El mar —espumoso—nunca insistía.
Solamente esperaba igual que lo hacía él.
Como intuyendo que algún día —allí sentada— ella se cansaría de mirar desde lejos y desearía hundirse en sus brazos.
Algunas veces aquella tenue voz marina se volvía un dulce susurro, como una breve caricia.
Le hablaba del futuro.
De que habría amaneceres por descubrir, nuevas manos por acariciar, canciones por descubrir.
Que no todo estaba perdido.
Y que en algún otro lugar, en alguna lejana orilla quizás otro corazón también oía la voz del mar, también lloraba frente a él, también se preguntaba si era posible volver a amar.
Lo ignoraba pero con cada visita a esa orilla, su alma se curaba un poco, el mar —su mar— iba devolviéndole, de a poco, el color a sus ojos, la ternura a sus gestos y la esperanza a su pecho.
Porque su mar no solamente le hablaba, al mismo tiempo —al retirarse— también escuchaba… los silencios, los suspiros, las plegarias mudas.
En aquellas noches estrelladas, con cada ola, con cada alga depositada a sus pies, ella recordaba que estaba viva.
Que dolía, sí, pero también sentía.
Que amar —más allá de una condena— era un privilegio y que aunque él no volviese nunca más lo vivido existió, fue real, fue suyo.
Y eso, le decía la voz del mar, bastaba.
Así iban pasando los días, entre soledad y compañía, entre vacío y plenitud, entre lo que fue y aquello que aún podía ser.
Se convirtió en parte de aquel paisaje crepuscular.
La mujer que hablaba con el mar.
Aquella que no necesitaba palabra alguna porque su alma podía descifrar el lenguaje del agua.
Y en aquella pura intimidad, tan real, tan humana, comprendió lo esencial.
La voz que más necesitamos oír no viene de otro ser humano, sino de nuestra propia tierra, del cielo o del mar.
De aquello que no se va nunca.
Comprendió —cuando su sonrisa iniciaba el regreso— que la voz del mar era la suya, era su alma hablándose a sí misma, en un eterno susurro, en un canto sin final.
Y por fin, se sintió en paz.
Porque había escuchado.
Y había sido escuchada.
No estamos de acuerdo en nada, pero lo somos todo
Seguimos aquí, ¿cómo es posible?
Desnudos de razones pero repletos de… algo que ni siquiera sabemos nombrar.
Seguimos aquí, tú y yo, no compartimos ideas, no compartimos hábitos, nuestros mundos, nuestra percepción de ellos es diametralmente opuesta.
Podemos discutir por esa forma —maravillosa— que tienes de doblar una toalla, por el tono rutinario en que susurramos “buenos días”, por el modo en que el silencio se transforma en muro entre nosotros.
Pero al caer la noche, al acostarnos espalda contra espalda y alguna de nuestras manos —inevitablemente— encuentra la otra, entiendo que hay algo tremendamente profundo, algo que supera cualquier lógica, algo que no podemos entender pero que no podemos negar.
Resulta curioso, no estamos de acuerdo, y sin embargo me sabes.
Sabes muy bien en qué lugar guardo el miedo.
Sabes cuándo mi risa es defensa.
Sabes cuándo se acercan mis lágrimas.
Conoces el modo exacto en que tiembla mi voz cuando estoy por rendirme, y solamente tú, —sí, solamente tú— sabes qué palabra decir para que no lo haga.
Hay momentos en que me pregunto si lo nuestro es amor o algún tipo de locura compartida.
Después de rompernos a gritos, ¿quién puede entender que —en la madrugada— terminamos enredados, tu cabeza en mi pecho, mis dedos recorriendo tu nuca como si estuviéramos hechos el uno para el otro?
¿Cómo explicar que en medio de nuestra guerra constante encuentro la más profunda paz al mirar cómo duermes, cómo respiras dulcemente a mi lado?
Nunca me asaltó, nunca nos asaltó la idea de abandonar.
Algo en tu forma de existir que me arrastra y me abraza, incluso cuando no entiendo absolutamente nada.
Me tocas como si me conocieras desde siempre, incluso antes de mí mismo.
Y yo, aunque te lleve la contraria en cada una de nuestras conversaciones, escucho tu voz que me guía y aunque entre tus brazos no encuentro respuestas, descubro el silencio que mi alma necesita.
No hay acuerdos, no existen fórmulas mágicas, solamente intimidad desordenada, brutalmente honesta, en la que nos desnudamos más allá de nuestra propia piel.
Nos hemos visto —palpado— rotos, sucios, pequeños, pero aun así nos elegimos.
Incluso cuando no estamos de acuerdo, nos elegimos.
Aunque no compartamos la forma de ver la vida, nos elegimos.
Quizás no se trata de coincidir, sino de sostenerse, quedarse cuando todo se vuelve difícil.
Incluso cuando no estamos de acuerdo, te elijo.
Aunque no comparta tu forma de ver la vida, me quedo a tu lado, porque en tu presencia reconozco mi hogar.
De tocarnos con la verdad, aunque duela.
Todo porque somos compatibles, inevitables.
Y en toda esta hermosa y agotadora contradicción, lo somos todo.
Aunque no estemos de acuerdo en nada.
En silencio
Como una flor marchita en la oscuridad, sin testigos, sin estrépito, sin drama.
Me desintegro en la penumbra de mis propios pensamientos, entre palabras nunca articuladas y lágrimas que no dejo caer.
Todo porque no quiero preocupar a nadie.
Porque aprendí —hace ya tiempo— cómo acallar el dolor para no importunar, a vestir una sonrisa cuando por dentro el alma grita.
Hay días en los que absolutamente todo duele sin razón, y sin embargo camino erguido, con la frente en alto, como si nada pasara.
Todos me ven, me escuchan, incluso ríen conmigo, sin saber que estoy al borde del abismo, al borde.
Me he vuelto un experto en ocultar el caos bajo múltiples capas de normalidad, en disfrazar ese intenso cansancio con cortesía, en fingir que estoy bien cuando mi único deseo no es otro que desaparecer, aunque sea por un breve espacio temporal.
No lo hago por orgullo.
Tampoco por falta de confianza.
Lo hago porque me duele que otros sufran por mi dolor.
Me duele ver ojos preocupados, manos temblorosas, corazones tristes por mi causa.
Y así, escondo mis lágrimas, me rompo por dentro mientras sonrío por fuera.
En el amor, esto pesa aún más.
Porque si amas verdaderamente no deseas ser carga, no deseas ser sombra cuando ella es luz.
Intentas mostrarte fuerte para ella, aunque por dentro estés derrumbándote pedazo a pedazo.
Te quedas en silencio, deseando que tus actos hablen por ti, que tus caricias interpreten lo que voz no se atreve a expresar, que necesitas ayuda, que te sostengan, que te miren más allá de la fachada.
…
Hay una parte de mí que desea que lo notes, que veas más allá de mis “estoy bien”, que insistas, que me abraces sin preguntar y me permitas soltarlo todo sin juicio.
Porque a veces solo deseo eso.
Romperme, pero en tus brazos.
Llorar, pero en tu pecho.
Hablar, pero sin miedo.
Ser vulnerable, sin temor a alejarte.
Pero no lo hago. Me reprimo. Me callo.
Me rompo en silencio.
Porque me enseñaron que ser fuerte es no molestar, que amar —de verdad— es no preocupar.
Y así, cargo con mis propios escombros, escondo las grietas bajo un grueso barniz de normalidad, y sigo amando en silencio, con la esperanza de que, algún día, alguien vea mi dolor escondido y me diga: “No tienes que hacerlo solo”.
Me rompo en silencio, sí, pero sigo amando.
Porque incluso en el dolor, mi amor no disminuye.
Y aunque no siempre lo diga, aunque no siempre lo muestre, en cada silencio hay un “te amo” que me sostiene.
Y tal vez, solo tal vez, algún día me escuches…
Sin palabras. Solo con el alma.
De la pérdida
La pérdida duele, y lo hace de una manera muy difícil de plasmar con palabras, porque no duele solamente la ausencia de alguien, sino también ese recordatorio constante de lo que ya no está.
Es un grito silencioso, un pesado vacío, una sombra que nos acecha a cada instante.
La pérdida no es únicamente dejar de tener, es —sobre todo— una forzosa transformación de nuestra realidad, una ruptura de todo aquello que un día creímos estable, seguro,… eterno.
Cuando pierdes aquella persona que has amado —repentinamente— tu mundo pierde sentido.
Se desvanecen las rutinas, los cafés compartidos, los sofás donde se fundían las almas, aquellos lugares compartidos se vuelven fríos y ciertas palabras pierden su camino y nunca volverán a ser pronunciadas.
Cada rincón, cada recodo del camino se convierte en un eco evocador de aquello que fue, una especie de huella invisible que nos muestra lo que fue y ya nunca será.
El tiempo —antaño lineal— se quiebra y nos atrapa en recuerdos volviendo borroso un futuro incierto.
La pérdida no se encuentra solamente en la muerte, también perdemos relaciones, sueños, caminos que creíamos seguros y esa es otra manera, otra forma de duelo.
Es llorar por todo aquello que no fue, por todo aquello que no pudo ser, mirar atrás y evocar lo que podría haber sido si las circunstancias hubiesen sido otras.
Enfrentamos la realidad, y la realidad nos arrodilla y nos advierte que no todo está bajo nuestro control.
La pérdida nos muestra también otra cara más suave, más reservada, en el centro del dolor aparece la claridad, la certeza del amor profundo, la vulnerabilidad y la humanidad derrotada.
Y luego llega el tiempo que todo lo cura —mentira—, el dolor cambia pero nunca desaparece, el dolor se funde con nosotros y se vuelve una parte más de nuestra alma, una cicatriz eterna que nos recuerda en cada momento quiénes somos.
Aprendemos —forzosamente— a convivir con la ausencia, con lágrimas, con sonrisas nostálgicas, y en ese lento proceso aprendemos a reconstruirnos.
La pérdida nos rompe y nos revela. Se nos muestra lo frágil y preciosa que es la vida.
Aprendemos a valorar los pequeños momentos, a decir “te quiero” sin esperas, a abrazar mucho más fuerte,… a vivir más en el presente.
Porque una vez que ya hemos perdido es cuando realmente entendemos lo que significa tener.
No hay formas “correctas” de atravesar el desierto de la pérdida.
Cada cual ha de encontrar su propio camino transitando entre el dolor, el recuerdo y la esperanza.
La pérdida no puede ser negada, no puedes huir de ella, ha de ser sentida, nombrada y compartida.
Y en esa experiencia compartida, incluso rodeados y traspasados por el dolor, existe un tipo de amor que nunca se pierde.
Bajo el caparazón
En tu interior habita un latido lento, ese constante suspiro que reproduce —una y otra vez— viejas tristes canciones.
No se encuentra premura en tus pasos, el tiempo pasa, discurre inapelable, cada uno de tus movimientos se asemeja a un suave —delicado— acto de resistencia contra la velocidad del resto del mundo.
Lo observas todo con una dolorosa calma, pues tras tus ojos anida la nostalgia, esa bruma gris que te rodea y que al mismo tiempo te pesa y te sostiene.
Has aprendido a amar —adorar— tu soledad, aunque en ocasiones llegue a doler profundamente en tu interior.
Tu caparazón es testigo de tus silenciosas lágrimas.
Acaricias su interior, buscando un frío consuelo en su superficie.
Es tu necesaria armadura contra esos golpes inesperados, contra las palabras de doble filo, responsables de múltiples cicatrices invisibles.
En ese mundo vasto, cruel o excesivamente brillante para tus cansados ojos, te retraes, te conformas en un ovillo y te escondes sobre ti mismo, allí donde nadie puede lastimarte.
Eres como esa tortuga, retraída frágil, protegida —escondida— bajo ese impenetrable caparazón que protege tu vida.
En esa fortaleza, que te acompaña siempre, te sientes a salvo, esa fortaleza construida de silencios, recuerdos y miedos.
Es tu refugio y al mismo tiempo tu prisión, es donde te envuelves cuando el estruendo exterior se torna insoportable, cuando la luz daña más que la oscuridad.
Sueñas con asomar la cabeza, sueñas con vislumbrar el horizonte —abrirte— y en ese momento recuerdas, recuerdas tu fragilidad si prescindes de ese escudo,… y vuelves a tu interior, a encerrarte en la silenciosa cueva de tu pecho.
Afuera el viento sopla con fuerza y temes su arrastre.
Eres como esa tortuga de corazón lento, temeroso, pero rebosante de anhelos.
Bajo ese duro manto —ese caparazón— velas viejas cartas, promesas rotas y breves retazos de luz que conseguiste recoger en tus días más valientes.
Quizá algún día decidas salir por completo y dejar que el sol bese tu piel sin el filtro frío de tu coraza.
Pero mientras tanto, sigues ahí, escuchando el melancólico rumor de tus propios silencios, atesorando una triste paz con la certeza de que nadie puede alcanzarte, nadie puede herirte.
Estás tristemente a salvo.
Así sigues, lento, casi inmóvil, con ese dulce y amargo peso sobre tu espalda que aunque parezca un rugido escudo, su interior resguarda un universo de suaves latidos, dolorosos recuerdos y ese íntimo deseo de salir a respirar sin miedo.
La biblioteca de las almas perdidas
En un recodo olvidado del tiempo, se encuentra la biblioteca de las almas perdidas, un santuario secreto donde descansan las memorias que el mundo quiso olvidar.
Sus infinitas estanterías se componían con suspiros y viejas promesas, cubiertas de polvo de estrellas brillando en la oscuridad con tímida esperanza.
Cada uno de los libros que atesora guarda el latido de un corazón que amó sin medida, que lloró silenciosamente o que se rompió esperando aquel abrazo que nunca tuvo ocasión.
Por aquellos pasillos —olvidados— caminas tú, con tus ojos de luna, acariciando —con manos temblorosas— los lomos de aquellos libros suavemente temiendo despertar los ecos de antiguos lamentos.
Cada vez que rozas un libro, un leve escalofrío transita aquellas viejas paredes, y la biblioteca entera parece contener la respiración.
Sabe que buscas algo más que historias, anhelas encontrar esa parte de tu alma que se deslizó en los pliegues del destino.
Y fue entonces, cuando a la luz de los candiles —entre sus doradas sombras— descubriste aquel libro sin título —anónimo— encuadernado con hilos de rocío y versos rotos.
Cuando tus manos —temblorosas— abrieron aquel libro, de su interior surgió un murmullo que creías olvidado, el susurro de aquellos labios que una vez pronunciaron tu existencia con verdadera devoción.
Aquellas páginas consiguieron envolverte con un antiguo perfume, una combinación de lluvia y cartas de amor jamás enviadas.
En cada una de aquellas líneas sientes el latido de un corazón que se aferra al tuyo.
Es en ese momento cuando aquella vieja biblioteca deja de ser un mausoleo de recuerdos rotos y se convierte en un secreto jardín, florecido con todos aquellos besos nunca marchitos.
Las almas perdidas —al verte— comienzan a danzar en el aire, y sus lágrimas —emocionadas— forman innumerables constelaciones.
No se vislumbra la tristeza en sus rostros, solamente aquella dulce melancolía de quien ha amado tanto que el universo les reservó aquel lugar eternamente para suspirar.
Y cuando tus ojos se encontraron con los míos, en un imposible reflejo sobre aquel viejo reloj intemporal, comprendí que yo también habitaba aquella biblioteca, sumergido entre estantes de nostalgia.
Mi alma se había perdido hace siglos, en un crepúsculo donde juré esperarte, aun sin saber si volverías.
Y ahora —juntos— recorreremos esos pasillos —eternamente— iluminados por las luciérnagas de la memoria.
Nuestras manos entrelazadas son el conjuro más poderoso que esta biblioteca haya presenciado jamás.
Cada uno de aquellos estantes susurra nuestro destino, cada libro vibra celebrando nuestro reencuentro.
Las almas perdidas nos observan —agradecidas— y al vernos hallan la prueba de que incluso los corazones más desorientados pueden volver a latir con fuerza.
Es así como en la biblioteca de las almas perdidas, tejemos una nueva historia.
No escrita con tinta, sino con la luz incandescente de nuestras miradas y el pulso ardiente de nuestras manos unidas.
Porque al fin entendemos que no estamos rotos ni solos, somos páginas vivas.
El café
Te apetece, —inesperadamente— un café, y llamas a un amigo —intento fallido—, está liado y dudas, finalmente decides que no necesitas a nadie para disfrutar de un buen café.
Y allí te encuentras, a la orilla del mar —solo— ante aquel café.
Tomarte un café contigo mismo es invitarte a una cita —sin prisas— ante un reloj que se desvanece y pausando el mundo para que tú y tú se encuentren, es como hacer el amor con tu alma de la forma más suave y silenciosa.
La escena es conocida, el aroma del café danza en el aire.
Es una cálida y envolvente promesa, roza tus sentidos, te acaricia, te estremeces.
Te sientas ante esa taza, pero sin prisa, con la delicadeza de quien acaricia algo sagrado.
Tú lo eres.
Te sientas, y en ese momento, te miras con el corazón, como quien se reencuentra con alguien a quien ha amado desde siempre.
Te escuchas, te respiras, te sostienes.
El primer sorbo es un suspiro del alma.
Un suspiro que dice, “aquí estás”.
El calor del café te abriga en tu interior, te abraza, en cada sorbo hay un “te amo” susurrado sin voz, solo contigo mismo.
Y un poco más allá, la vida sigue su curso, aquella pareja paseando sonrisas, o aquella otra visiblemente alterada, braceando en la cara de su pareja.
Y tú sigues ahí, enamorándote de tus pausas, de tus pensamientos, de tu compañía.
Curiosamente descubres que no estás solo, estás contigo, y eso es más que suficiente.
Sonríes recordando algo tierno o asoma alguna lágrima con el siguiente recuerdo.
Vuelves a ti, es romántico volver.
Este ritual cotidiano llegarás a convertirlo en sagrada ceremonia, comenzarás a escribirte breves cartas de amor sin tinta, recitarte versos sin voz, regalarte paz.
Esa taza adquiere categoría de “lugar favorito”.
Y entonces lo entiendes todo.
Que amarte no es un destino, es una práctica.
Que no necesitas que nadie llegue para sentirte completo.
Porque tú, en tu rincón, con tus silencios, tu café y tu alma abierta, eres todo lo que necesitas.
Tomarte un café contigo mismo es un acto de amor profundo, salvaje y dulce.
Es prometerte que nunca más te abandonarás.
Que todos los días, aunque el mundo arda, aunque el cielo grite, tú estarás ahí, contigo, sirviéndote otra taza de amor.
El corte
Empujó la puerta —como hacía todos los meses— pero esta vez fue especial, sin saber por qué el timbre sobre la puerta le recordó —por un instante— a aquellos veranos de su infancia, ya lejanos, cuando su padre le llevaba un sábado al mes a cortarse el pelo.
Pronto aquella sensación cálida fue sustituida por un leve nerviosismo que no podía entender.
Llegó justo a tiempo, saludó con un breve gesto al peluquero y ocupó el sillón de la esquina, el de siempre.
A la pregunta de siempre, la contestación de siempre,… como siempre.
La capa negra cubrió su torso y sus brazos, suavemente.
Las tijeras comenzaron su trabajo justo cuando el pulverizador acabó el suyo.
Aquel metálico murmullo rompió el íntimo silencio.
Nunca había sido muy hablador —aunque el peluquero era un tipo genial— y entonces sin poder evitarlo su mente se desconectó del momento y comenzó un viaje inesperado.
Su niñez llegó sin proponérselo, pudo ver aquel patio repleto de chiquillos después de las clases, las carreras bajo el sol de la primavera, las tardes de bici, los pantalones cortos, aquel árbol tan especial.
¿Cuándo había dejado de reír así?
Quizá cuando se presentó la adolescencia, voluptuosa, voluble, caprichosa, insegura.
O tal vez más tarde, cuando comenzaron a llegar las primeras responsabilidades.
El peluquero, —con un breve gesto— giró suavemente su cabeza para abordar el emparejamiento de las patillas, y fue así como se activó otro aluvión de recuerdos.
Los primeros amores —Ana— a quien conoció poco antes de entrar en la universidad.
Creyó —iluso— que aquello sería eterno, aunque así lo sintió en aquel momento.
Recordó las maravillosas caminatas por el campus, las noches interminables hablando de todo y de nada.
Luego llegó la ruptura, tan inevitable como dolorosa, y se encontró de pronto solo, tratando de entender qué había pasado.
Un tiempo después llegó Clara y las cosas fueron muy distintas, mucho más serenas, pudiera ser que menos apasionadas, pero más estables.
Compartieron risas, proyectos, levantaron —entre los dos— un hogar, pero pasados algunos años llegaron las decepciones, la rutina, y lo que en el pasado había sido un lazo se convertía ahora en un peso.
Y recordó vívidamente aquella mañana cuando se dieron cuenta de que ya no se miraban como antes, compartían techo pero sus sueños se habían abandonado.
No hubo algarada, cada uno siguió su camino cargado con sus recuerdos, una mezcla agridulce que los había llevado hasta allí.
El zumbido de la máquina rasuradora en su nuca le hizo estremecerse.
Le asaltaron ahora sus fallos, muchos.
Promesas incumplidas, palabras hirientes, dichas y no pensadas.
Proyectos vencidos por el miedo, oportunidades que se escaparon a la espera de un mañana mejor.
Su mayor fallo —derrota— había sido perder la fe en sí mismo durante un largo tiempo, autoconvencerse de que ya no valía la pena luchar por nada nuevo, por el futuro, por la esperanza.
Vivió casi dos años por simple inercia hasta que un día —sin motivo aparente— despertó y decidió volver, volver a la vida, volver con la esperanza, volver a intentarlo.
El peluquero estaba concentrado en ajustar aquel flequillo —siempre rebelde—, y él se sorprendía de lo mucho que había cambiado con los años.
De aquel joven soñador quedaban mínimos retazos, pero también había ganado algo reseñable, serenidad, quizá también una brizna de sabiduría.
Ya entendía que la vida no era una línea recta ni un guion que se pudiera escribir sin tachaduras.
Era más bien un cuaderno repleto de borrones, garabatos, páginas arrancadas… y, sin embargo, seguía siendo su historia, única e irrepetible, esa que le había llevado hasta allí.
Había vuelto a las cosas más simples de la vida, los amigos, esos que permanecieron —pese a todo— a su lado, las cenas tranquilas en casa, ese café mañanero sin prisas.
Las largas caminatas —conociéndose— los libros con los que visitar otros mundos, nuevos, frescos.
Y, de pronto, se sintió menos derrotado, quizá porque consiguió comprender que cada paso, —mejor o peor— lo había traído hasta aquel sillón, de aquella peluquería, con su cabeza repleta de recuerdos que no cambiaría por nada, aun a sabiendas de que algunos iban a doler eternamente.
El peluquero retiró la capa negra y sacudió los restos de cabello que le quedaban en el cuello.
Se miró en el espejo, el mismo rostro de siempre, pero con un aire, quizás un poco más fresco, más ligero.
Tal vez no era solamente el corte.
Posiblemente aquella media hora de silencio había sido un corte también, pero en su mente, un repaso, una limpieza, un dejar atrás lo innecesario.
Pagó, dio las gracias y salió a la calle.
El sol caía con suavidad sobre los tejados, la tarde avanzaba con pereza. Inspiró hondo, sintiendo el aire entrándole limpio en los pulmones.
Se prometió que la próxima vez que su mente viajara tanto, no sería solo para hurgar en lo que perdió, sino también para imaginar lo que aún podía ganar.
Caminó despacio, sin prisa, con una ligera sonrisa que no había sentido en mucho tiempo.
A fin de cuentas, el pasado no se podía cambiar, pero el futuro seguía esperando, intacto, igual que una hoja en blanco.
Perfectamente imperfecto
Aquella noche –mientras jugueteabas con mis dedos– lo soltaste.
— ¿Sabes? A veces tengo la impresión de que lo nuestro no tiene sentido alguno.
Retiré mi mano instintivamente, y un nudo repentino en el estómago solamente me permitió balbucear.
— ¿Por qué?
— Porque somos tremendamente distintos, es como si el universo –ese que nunca se equivoca– hubiese hecho un nefasto cálculo. Tú –siempre ahí– con tu calma infinita y yo lidiando siempre con mis tormentas.
Al escucharla, sonreí acariciando su mejilla.
— O quizá el cálculo fue certero, perfecto, porque ahora mismo aquí estamos. Juntos.
Suspiró, apoyando su cabeza en mi pecho.
—Sí, juntos… perfectamente imperfectos.
—oOo—
Una tarde, con aquellos hermosos ojos brillando enfurecidos y tan tiernos a la vez bufaste.
— Te odio un poquito.
—¿Por qué ahora? —reí, aunque por dentro temía sus palabras.
— Porque siempre encuentras la manera de desarmarme. Ahí llego yo con mis argumentos bien ensayados y entonces tu mirada me dice que “todo va a estar bien” y se me olvida por qué estaba molesta.
— Ya, pero es que no puedo discutir contigo si no es para acabar abrazándonos.
Te mordiste el labio inferior, intentando reprimir esa sonrisa tuya, mortal.
— Perfectamente imperfecto –susurraste– y te lanzaste hacia mí acabando entre mis brazos.
—oOo—
— Oye, ¿tú dirías que vamos a durar? –lo preguntaste de madrugada, creyendo que yo dormía.
Abrí los ojos y encontré tu rostro pegado al mío haciéndome sentir como tu respiración se mezclaba con la mía.
— Pues no lo sé, pero lo que sí tengo claro es que ahora mismo solamente deseo estar aquí, contigo.
Temerosa, insististe.
—¿Y si mañana ya no sentimos lo mismo?
—Entonces mañana volveré a mirarte, volveré a elegirte, para volver a enamorarme otra vez.
Cerraste tus ojos y una silenciosa lágrima rodó mejilla abajo.
—Eres un maldito idiota por decirme esas cosas tan bonitas.
—Y tú eres perfectamente imperfecta por llorar cuando sonríes —te dije, secándote aquella lágrima con mi pulgar.
—oOo—
—No somos una pareja normal, ¿cierto? —dijiste mientras caminábamos por la calle, sin soltarnos la mano.
—¿Qué consideras tú una pareja normal? —pregunté, divertido.
—No sé… esos que no pelean tanto, que no tienen tantas rarezas. Que no inventan palabras secretas para decir “te amo”.
—Pero nuestras rarezas son mi parte favorita —contesté—. Me gusta que inventemos idiomas íntimos, nuestros, sin métricas. Que compartamos canciones que nadie más entiende. Que el mundo allá fuera no comprenda lo que tenemos.
Sonreíste, mirándome con esos ojos que siempre parecían descubrir un tesoro en mí.
—¿Sabes qué? Tienes razón. No somos normales. Somos… perfectamente imperfectos.
—Y no lo cambiaría por nada.
—oOo—
—¿Por qué siempre me perdonas tan rápido? —preguntaste un día, después de una discusión que terminó con lágrimas.
—Porque prefiero abrazarte a tener la razón.
Te quedaste callada, bajando la mirada. Luego me miraste, y tus ojos estaban llenos de esa mezcla tuya de valentía y miedo.
—Yo… tengo tanto miedo de arruinar esto.
—No importa si lo arruinamos un poco —te aseguré—. Siempre podemos reconstruirlo. A veces el amor es eso: ver cómo algo se rompe y tener el valor de volver a armarlo, aunque quede con cicatrices.
—¿Cicatrices bonitas? —preguntaste, esbozando una sonrisa tímida.
—Las más bonitas del mundo —te respondí, besando tu frente.
—oOo—
—¿Me prometes algo? —susurraste una noche, cuando el mundo parecía detenerse solamente para nosotros.
—Lo que quieras.
—Promete que, aunque todo cambie, recordarás esto. Lo que somos ahora. Lo perfectamente imperfecto que es lo nuestro.
—Te lo prometo. Prometo recordarlo siempre.
—Porque yo… yo sé que puede que un día ya no estemos aquí. Que la vida nos lleve por otros caminos.
—Puede ser —asentí, aunque me dolía admitirlo.
—Pero quiero que sepas que, si eso pasa, para mí siempre serás ese pedacito de caos hermoso que me hizo creer en el amor.
Te apreté contra mí, deseando que ese instante compitiese con la eternidad.
—Y tú siempre serás mi certeza en medio del desorden. Mi imperfecta perfección.
Te reíste, limpiándote una lágrima antes de besarme con esa mezcla de pasión y fragilidad tan tuya. Y entendí que, sin importar lo que el futuro trajera, lo nuestro quedaría grabado para siempre en ese rincón del alma donde habitan los amores que, aunque no sean eternos, son inolvidables.
Porque lo que teníamos era, sin duda, perfectamente imperfecto.
Aquella arruga
Imposible imaginar que aquel pliegue tan sutil en la superficie del tiempo conseguiría habitar con semejante fuerza mi corazón.
Resulta curioso la forma en que llegaste a mí, sin anuncio, silente, apenas esbozado, como si temieras importunar mi contemplación.
Cuando te descubrí comprendí que eras mucho más que una simple arruga, eras el testimonio vivo de una historia, un susurro del pasado posado suavemente sobre tu piel.
Cada momento en que mis dedos te rozan siento que acarician un antiguo secreto que al fin se declara.
Muchas risas consiguieron dibujarte y también algunas lágrimas, de esas que te susurraron promesas de consuelo, para luego dejarte ahí grabada en la comisura de tus labios.
Eres mudo testigo del paso del tiempo, es por ti que sé que la vida ha pasado y ha sido vivida, con intensidad, con su dulzura y sus dolores.
Muchos quieren borrarte, esconderte bajo promesas de eterna juventud.
Yo no, porque no quiero perderme la lectura de los capítulos más intensos de tu biografía.
Ahí donde se han escrito nuestras madrugadas de confidencias, las sinrazones de la alegría o las preocupaciones compartidas.
Eres la huella definitiva de la valentía de existir.
Cuando me sorprendo mirándote, –mientras ella duerme– me pregunto si eres consciente de tu hermosura.
Si llegas a comprender que eres como la arruga de esa carta releída una y otra vez.
Así eres tú –querida arruga– un mensaje valioso, un testimonio delicado de un alma que ha amado, ha reído y ha llorado.
Que ha sentido tanto y con tanta intensidad que ese lienzo –su piel– no pudo evitar transcribirlo.
Te escribo esta carta para que sepas que no temo tu inevitable presencia, más bien la celebro y deseo –anhelo– que sigan llegando otras como tú.
Y así, cada nueva arruga será una nueva historia que compartir, una nueva evidencia de que seguimos aquí, –entrelazados– navegando los tiempos.
Gracias, porque me recuerdas que la verdadera belleza no reside en la lisa perfección, sino en los sinceros surcos de la existencia.
Gracias por ser testigo y cómplice de todo aquello que somos y vivimos.
El verso perfecto
Resuenan en mi triste corazón, estas palabras de Garcilaso, como un eco eterno, como un destino no elegido, sino que me elige a mí.
Porque yo no vine a este mundo sino para amarte, para entregarte cada uno de mis latidos, cada uno de mis suspiros, cada instante de mi existencia.
Nací con tu nombre grabado en mi alma, como si antes de alumbrar a este mundo, ya supiera que mi camino terminaría en tus brazos.
En aquel momento, –aquella primera vez en que te vi– pude comprender por qué el amor no es una simple elección, sino un irremediable descubrimiento.
El universo había ido tejiendo –pacientemente– aquellos hilos que al fin se pudieron encontrar y se anudaron en un lazo que creímos indestructible.
No fue casualidad, fue destino.
No fue encuentro, sino reencuentro.
Mi alma reconoció, aunque nunca antes nos hubiésemos visto, que tú eras su hogar.
Amarte nunca fue un acto de voluntad sino de entrega, era totalmente imposible pues eras aire, luz, melodía que calmaba mis tormentas.
El verso perfecto en el poema de mi vida.
La razón de cada amanecer.
Y en cada atardecer rememoro cada risa, cada mirada, cada gesto, como tesoros ocultos en lo más profundo de mi alma.
A tu lado el tiempo era eterno, tus manos refugio, tu voz melodía y tu amor fuerza.
Renaciendo mil veces, mil veces contemplaremos juntos las mismas estrellas, las mismas lunas, los mismos universos.
Hay amores incansables, que no se rinden, que no tienen fin.
La nevera
En un día de intenso calor, curiosamente, abrir tu nevera tiene algo poético, incluso romántico.
Imagínatelo, un sol abrasador ahí afuera, ardiente en cada rincón de la ciudad.
El aire denso, casi sólido, esparciendo el perfume dulce y lánguido del verano.
Al otro lado, las cigarras cantan implacables, y allí mismo en la salita aquel viejo reloj parece derretirse junto con tus pensamientos.
Y en ese momento, como un anhelante suspiro, te decides y abres la nevera.
Ese simple gesto cuando te acercas y posas tu mano sobre el tirador y sientes cómo ese leve tirón magnético cede ante tu fuerza, tiene algo muy íntimo.
Al abrirse, un soplo helado acaricia tu rostro, como un beso –travieso– que despierta un escalofrío delicioso que recorre tu ardiente piel.
El contraste es tan embriagador que durante un breve instante cierras los ojos y te sumerges en esa caricia helada.
Dentro, se nos ofrece un pequeño universo que cobra vida en nuestra presencia.
Tu jarra de agua preferida suda –interminables– gotas cristalinas, protestando por aquella inesperada intromisión.
Aquellas manzanas parecen gemas frescas, esperando ansiosas el roce de tus dedos.
Al fin te decides por aquel racimo de uvas –heladas– que cuando las muerdes estallan bajo tu paladar con un jugoso matiz dulce que cierra tus ojos mientras saboreas ese momento casi sensual.
A tu lado, imaginas a aquella persona que amas observándote con una sonrisa.
Y entonces os inclinais sobre la puerta abierta, compartiendo aquel mínimo espacio de aire frío.
Vuestras miradas se encuentran, cómplices, mientras el vaho fresco os envuelve como un secreto.
Y de pronto –risas cómplices–, vuestros labios se rozan –brevemente– tímidamente, con aquella urgencia de quien anhela la misma inquietante frescura que reside en el interior de aquel mundo vestido de blanco.
Disfrutando de aquel furtivo abrazo a su espalda –sin pensarlo– sacas un vaso, lo llenas de tintineantes cubos de hielo y lo ofreces con un gesto silencioso.
Al imaginarla –bebiendo– observas cómo una mínima gota traviesa corretea por su cuello, descendiendo hasta perderse entre la ropa ligera, sientes un nuevo latido, más profundo.
El calor exterior persiste, sí, pero dentro de ti hay otro fuego, uno que no pide ser apagado.
Así, abrir tu nevera en un día de intenso calor se convierte en un ritual secreto, un instante compartido que habla de complicidad, de ternura, de deseo suave.
Es una maravillosa excusa para acercarse, para cuidarse mutuamente, para descubrir que incluso en esos momentos tan brutalmente cotidianos se pueden hallar gestos cargados de cariño.
El romance no suele estar en las grandes gestas ni en artificiosas palabras, sino en el simple y verdadero hecho de compartir la frescura de una desvencijada nevera abierta en lo más profundo del verano, sabiendo que el verdadero alivio se encuentra en no pasar el calor a solas.
Porque a veces el romance no está en grandes gestas ni en palabras rebuscadas, sino en el simple hecho de compartir el frescor de una nevera abierta en pleno verano, sabiendo que el verdadero alivio está en no pasar el calor a solas.
Puerta al pasado
Cuando recibió la noticia, el mundo pareció detenerse para ella.
Las horas perdieron cualquier sentido, los días entristecieron, se hicieron eternos y el mismísimo aire se volvió demasiado denso para conseguir respirarlo sin un dolor extremo.
Su vida compartida –hasta aquel momento– era sencilla, plagada de cómplices miradas, silencios celebrados en armonía y hermosos sueños susurrados al oído.
Y no estaba preparada –nadie lo está– para aquel adiós tan definitivo.
Los siguientes días recorría su casa como un fantasma, intentando sentir algún vestigio de su calor.
Se hizo un ovillo en su cama –ahora solitaria– y en aquellas horas de vigilia, de búsqueda de consuelo fue cuando lo encontró.
Envuelto en un pequeño trozo de tela azul, protegido contra el tiempo y las miradas indiscretas en el fondo de aquel cajón de su mesita de noche.
Sus manos –temblorosas– desenvuelven el objeto y al verlo una lágrima asoma a sus ojos.
Un diario, tenía en sus manos un pequeño cuadernillo, una cubierta de cuero envejecido y unas iniciales grabadas a fuego en la esquina inferior.
Su corazón había traspasado ya todos los límites y latía con fuerza inusitada.
Se sentó al borde de su cama y con su alma en pedazos se dispuso a abrir la puerta del pasado.
Su caligrafía –perfecta– muy cuidada, saludó como si de un viejo amigo se tratara.
Aquellos trazos eran susurros llamándola por su propio nombre, cada página un latido que aproximaba –otra vez– sus dos almas.
Comenzó su lectura –dolorosa– pero rápidamente aquel inmenso dolor dio paso a un dulce calor, una inesperada ternura que arrasó sus ojos con otro mar de lágrimas.
Allí, en aquellas páginas estaban cuidadosamente guardados breves fragmentos de su historia juntos.
Allí estaba descrito el primer día que la vio, cómo su risa le había fascinado como una perfecta melodía, cómo sus rizos pelirrojos brillaban con la luz de aquel primer atardecer compartido, y cómo aquel suéter de cuello cisne arropaba sus pecas repartidas por todo su rostro.
Allí se reflejaba aquella ansiedad que sintió antes de invitarla a salir y el irremediable nudo en su estómago al temer un no por respuesta.
Había mínimas notas, breves frases sobre sus citas, la primera vez que bailaron bajo la lluvia o aquellas charlas que ocupaban sus madrugadas.
Pero no solamente vivían en aquellas páginas recuerdos compartidos, se encontró también profundas reflexiones sobre lo que significaba amarla.
Fue en ese momento cuando ella –quizás muy tarde– se enteró de todas aquellas veces en las que él se quedaba despierto para disfrutar viéndola dormir y cómo se repetía a sí mismo la suerte que había tenido.
Allí resaltaba cómo el simple roce de su mano le devolvía la fe en la vida, incluso en los días más oscuros.
Encontró también confesiones de sus más profundos miedos, temía no conseguir darle la felicidad que se merecía, temía que el tiempo le robara las fuerzas necesarias para cuidarla.
Y en cada página se reafirmaba en su decisión de amarla hasta el último latido.
Pausadamente ella avanzaba en la lectura, riendo y llorando alternativamente.
Cada pocas páginas se encontraba con flores secas, recuerdos de paseos compartidos, momentos que él había querido conservar en su memoria con aquellos boletos de conciertos y alguna foto gastada por su mirada.
Llegó a la última página, y allí encontró unas líneas escritas con un trazo inquietantemente trémulo.
Un último mensaje, intuyendo el futuro, sabiendo que ella abriría algún día aquel diario y él no estaría ya a su lado.
“No lamentes mi partida, mi vida, compartida contigo, ha sido excepcional y haberte amado ha sido un privilegio. Cada instante compartido ha valido mil vidas. Donde quiera que me encuentre seguiré buscándote en cada atardecer, en cada melodía, en cada murmullo del viento.”
Ella cerró el diario contra su pecho, dejando que las lágrimas fluyeran libres.
Lágrimas de tristeza pero también de gratitud.
Ahora comprendía que aunque él ya no estuviera su amor persistía latiendo en cada una de aquellas páginas.
Desde entonces, cada noche antes de dormir, ella abre aquel pequeño y breve diario y lee un fragmento.
De esta forma, cada noche, conversan durante un breve momento y mantienen un invisible hilo que les une por siempre.
Multiverso
El amor es un hilo de luz atravesando el infinito tejido del multiverso.
En cada uno de tus universos, en cada realidad paralela, nuestras almas se rastrean y se entrelazan, sin importar cuántas galaxias puedan separarnos o cuántos destinos intenten desviarnos.
El amor trasciende nuestro tiempo, y las leyes que lo rigen, es la constante –secreta– que sostiene todos los mundos posibles.
Si el multiverso existe, existen también infinitas versiones de nosotros mismos, en infinitas playas de incalculables mundos amándonos bajo lunas que ni siquiera podemos imaginar.
En algún universo paralelo quizá caminamos de la mano por suaves calles flotantes.
En algún otro seríamos pura energía –danzarina– comunicándonos con pulsos que laten al ritmo acompasado de nuestro amor.
Hay universos donde nos volveremos a reencontrar tras mil vidas, reconociéndonos en nuestras miradas aunque nuestras formas se dibujen de maneras muy diversas.
Y es que el amor auténtico no conoce límites, ni el de la carne, ni el del tiempo, ni el de la lógica.
Es realmente hermoso pensar que en cada posible realidad te elijo, siempre a ti.
Que en cualquiera de las variantes de mi propio ser, subsiste un irreprimible impulso que me lleva hacia ti.
Aunque las estrellas colapsen, aunque el cosmos vuelva a nacer una y otra vez, siempre habrá un momento en que nuestras miradas se encuentren para así dar sentido a ese universo que nos ha tocado compartir.
Es un pacto silencioso, tallado en el tejido mismo del espacio-tiempo.
El amor, esa poderosa fuerza que se refleja en cada rincón del multiverso, es un susurro recorriendo dimensiones, saltando entre realidades y nos recuerda –a cada instante– que no importa cuántos mundos existan, que el único importante es este nuestro aquí y ahora, único porque en él estás tú.
Si mañana despertase en cualquier otro universo, en cualquier otro cuerpo, y con otros recuerdos, sé –tengo la certeza– de que mi corazón buscará la misma vibración que solo tú puedes provocar.
Quizá por eso nos referimos muchísimas veces al amor como algo milagroso, incomprensible.
Y es que en un infinito de posibilidades, en un grandioso océano de existencias paralelas, logramos coincidir.
Y aquí estamos, aquí seguimos, desafiando la estadística, aferrándonos, entrelazados el uno al otro sabiendo que, en cualquiera de esos universos, nuestra historia se repite una y otra vez, con distintas melodías pero siempre con la misma esencia.
Amar es declarar que, aunque existan millones de realidades alternativas, hoy elijo vivir en esta contigo.
Y si algún día me perdiese entre dimensiones, mi alma sabría cómo volver a encontrarte. Porque el amor verdadero no necesita mapas ni coordenadas: está grabado en cada átomo de quienes somos, resonando a través de todos los universos posibles, eterno, luminoso, indestructible.
Te quiero en todos los universos.