El frío no olvida, sólo espera
Cada invierno ––puntualmente–– llegaban los carámbanos a nuestro pueblo.
Colgaban de los aleros de las casas como campanas transparentes ––límpidas–– afinadas por el viento, y cuando el sol del mediodía los tocaba, podíamos observar cómo el tiempo se derretía con ellos.
A veces, me quedaba mirándolos más de lo que debía, como si cada gota que caía marcara un instante que no volvería a ser nunca más.
Fue una de esas mañanas, con el aire hecho de cristales y el cielo limpio como un espejo, cuando la vi por primera vez.
Yo bajaba del autobús, intentando desentumecer mis piernas después de varias horas de viaje, la bufanda mal anudada y los dedos todavía inservibles ––gélidos–– por el viaje.
Llegaba de la ciudad, escapando durante unos días, del ruido y de mí mismo.
Siempre regresaba al pueblo de mis abuelos cuando el invierno apretaba, buscando algo que no sabía cómo explicar.
Quizá silencio. O quizá el calor que sólo se siente en lugares fríos, inhóspitos.
Ella se encontraba en la plaza, recogiendo ramas en una cesta.
Llevaba un gorro de lana azul que contribuía a realzar una rubia melena que asomaba juguetona, y en sus manos unos poderosos guantes de lana gruesa.
No parecía ser del pueblo, aunque sus movimientos eran tan espontáneos que uno podía pensar que la nieve la conocía.
Cuando pasé a su lado, tropecé con una piedra disimulada bajo un pequeño montículo de hielo y casi me fui al suelo.
Ella soltó una risa breve ––como un cristal al quebrarse–– y me ofreció su mano.
–– Cuidado, forastero –– dijo.
Aquellas palabras ––en su voz– me rozaron con la dulzura de una broma.
Le agradecí ––algo torpe–– y ella siguió su camino hacia la ladera, dejando pequeñas huellas que parecían notas escritas sobre el blanco sendero.
El refugio
Aquella tarde bajé al café del pueblo y allí estaba ella ––otra vez––.
Era un lugar pequeño, acogedor, como de otra época, con vigas de madera oscura y un aroma inconfundible a canela, como toda la vida.
El dueño, Jacinto, me conocía desde niño y me sirvió un chocolate espeso con un par de churros.
Ella estaba sentada junto a una de las ventanas, dibujando algo en una pequeña libreta.
No pude evitar mirar.
Me descubrió enseguida y sonrió, con esa sonrisa franca de quien no teme ser vista.
––¿Te gusta dibujar el frío? –– le pregunté, acercándome lentamente.
––No el frío ––respondió––. Lo que el frío deja a su paso.
Amablemente me invitó a sentarme.
Se llamaba Ekaterina ––Katya para sus amigos–– y fue así como me pidió que la llamase.
Había llegado dos semanas antes y estaba viviendo en una pequeña cabaña alquilada cerca del bosque, pintando paisajes para su próxima exposición.
Conversamos sobre su ciudad, el ajetreo diario, los trenes que circulaban inexorablemente y de su íntimo deseo de encontrar “el color de la quietud”.
Yo le conté curiosidades del pueblo, de los lejanos inviernos de mi infancia, de las noches en que los lobos bajaban aullando ––hambrientos–– desde las cumbres.
Cuando mencioné los carámbanos, ella me pidió que los describiera.
–– Yo creo que esconden el alma del agua –– le dije.
–– Entonces me los tienes que enseñar –– respondió, con una decisión tan ligera que casi parecía una promesa.
Los días blancos
Durante las siguientes semanas, nos encontramos cada día.
Algunas veces en el café, otras en el bosque o junto al río helado.
Caminábamos sin prisa, compartiendo pasados, anécdotas y en ocasiones el silencio y el vapor de nuestras respiraciones.
Katya tenía una manera de mirar el mundo con una sensibilidad que me desarmaba, donde yo solamente podía ver un copo de nieve, ella descubría una flor irrepetible.
Yo, que siempre había pasado aquellos inviernos en el pueblo esperando que terminaran, empecé a desear ––por primera vez–– que la primavera llegase con retraso.
Una tarde subimos al mirador.
Desde allí podíamos ver todo el valle cubierto por un blanco manto, con los tejados brillando como espejos rotos.
Ella sacó su pequeño cuaderno y comenzó a dibujar.
—¿Sabes? —me dijo sin levantar la vista—. Hay lugares que no existen hasta que los compartes.
—¿Y si uno se va? —pregunté.
—Entonces el lugar duerme. Hasta que vuelves a soñarlo.
Su voz era tan tranquila que no supe si hablaba del paisaje o de nosotros.
Cuando bajamos, la nieve empezó a caer en grandes copos, suaves, como si el cielo quisiera envolverse en sus silencios.
Caminamos tomados de la mano, y el pueblo parecía otro, recién estrenado.
Esa noche, en la puerta de su cabaña, cruzamos nuestras miradas durante unos segundos eternos.
El mundo ––nuestro mundo–– olía a leña y a promesa.
Nos besamos con ese temblor de quienes saben que su tiempo es breve pero no tienen miedo de sentir.
El deshielo
El invierno se fue retirando despacio, como un huésped educado.
El río empezó a deslizarse otra vez, y los carámbanos, finalmente, se rindieron al sol.
Katya terminó sus cuadros.
Me los mostró una tarde ––orgullosa— antes de marcharse.
Había pintado el bosque con sus mil tonos de verde, la plaza del pueblo, las montañas… y un retrato de mí, mirando a través de la ventana de “nuestro” café.
—No me gusta pintar personas —dijo—, pero tú eras parte del paisaje.
No supe qué decir, me quedé sin palabras.
Me limité a observarla, intentando guardar en mi memoria cada detalle: el color de su gorro, la curva de su sonrisa, y sobre todo aquel modo en que la luz del atardecer se enredaba y realzaba su hermoso tono dorado.
—Volveré —prometió antes de irse—. Cuando el pueblo se vista de nieve otra vez.
Y se fue.
Los meses siguientes fueron largos, discurrían con una lentitud que no recordaba.
El verano llegó con su habitual bullicio, pero en mi mente seguía sentado en aquel pequeño café ––con su olor a canela–– viendo caer los copos de nieve a través de la ventana.
A veces, al pasar por la plaza, imaginaba su silueta junto a la fuente de piedra.
El tiempo, sin embargo, siguió su curso implacable: hojas, lluvia, viento… y, por fin, el invierno.
Segunda nieve
El primer día de diciembre, el pueblo ––una vez más–– amaneció cubierto de escarcha.
Salí temprano, con el corazón latiendo de una manera distinta, como si supiera algo que yo ignoraba.
Y allí estaba ella.
De pie frente al café, el mismo gorro azul, el mismo pequeño cuaderno en su mano.
—Sabía que volverías —le dije.
—Y yo sabía que estarías aquí —contestó.
Nos abrazamos largo rato, uno de esos abrazos inmensos, que no necesitan palabras.
La nieve comenzó a caer otra vez, obsequiándonos con su propio abrazo mudo desde el cielo.
A partir de entonces, cada invierno fue nuestro.
Ella llegaba cuando el frío se instalaba, y el pueblo recuperaba su música de pasos sobre la nieve.
Durante el día pintaba, y por las noches nos refugiábamos junto al fuego, leyendo, cocinando, riendo.
Hablábamos del resto del año como si fuera un sueño que ambos soportábamos sólo para volver a encontrarnos.
Nunca hicimos planes más allá del deshielo; era como si el amor mismo perteneciera al invierno, frágil y hermoso como los carámbanos del tejado.
Los inviernos compartidos
Y así fueron pasando los años.
Cada regreso suyo era un renacer: ella traía consigo nuevas historias, colores distintos en su pintura, y alguna arruga más adornaba su maravillosa sonrisa.
Establecí mi residencia en el pueblo, allí me ocupaba restaurando muebles viejos, cuidando las casas vacías que sólo despertaban con el turismo estacional.
El pueblo se iba transformando poco a poco: llegaron nuevos vecinos, desaparecieron algunas tiendas, pero cada invierno, cuando Katya volvía, todo recobraba su sentido.
En su tercer regreso, me propuso algo.
—Quiero pintar un mural aquí, en el pueblo. Algo que se quede, incluso cuando yo me vaya.
La ayudé con las tablas, los andamios, las mezclas de pintura que no se congelaban.
Durante semanas trabajó en aquella pared del antiguo almacén junto al río.
Cuando lo terminó, el pueblo entero se reunió a mirarlo: era una escena de invierno ––nuestro invierno–– con montañas, tejados, carámbanos y dos figuras pequeñas caminando entre la nieve, tomadas de la mano.
—Así no se derrite —dijo ella en voz baja.
Yo asentí, sin poder hablar.
El invierno del silencio
Al año siguiente, Katya no llegó.
Ni en diciembre, ni en enero.
Le escribí, infinitas cartas sin respuesta.
En el pueblo no había señal, y las líneas telefónicas eran caprichosas.
Aquel invierno fue más largo de lo normal, más gris, volvieron a bajar los lobos.
Caminaba por el bosque, buscando sus huellas en la nieve vieja.
Al pasar frente al mural, las figuras parecían más pequeñas, como si la distancia se hubiera agrandado.
Cuando la primavera asomó, me llegó aquella scarta tan deseada.
Decía que su madre había enfermado, que no podía viajar, pero que pensaba en mí cada noche cuando miraba la escarcha en su ventana.
“Espérame”, escribió, “el invierno siempre vuelve.”
Y volvió.
Un año después, ––con las primeras nieves–– cuando el primer hielo cubrió los charcos, la vi aparecer entre los pinos, caminando despacio, sonriéndome.
No corrí hacia ella; caminé. Quería que aquel momento durara lo más posible.
—¿Sabes? —me dijo al abrazarme—. Creí que el frío se había olvidado de mí.
—El frío no olvida —le respondí—. Sólo espera.
Los inviernos del alma
A veces me da por pensar que nuestra historia era como el propio invierno: algo que llegaba para limpiar, para hacer espacio, para recordar la belleza de lo esencial en nuestras vidas.
Nunca hablamos de vivir juntos ni de promesas eternas.
Eramos una cita con el tiempo, una migración de almas hacia el calor compartido.
En su sexto regreso, me trajo una pintura diferente: no era uno de sus celebrados paisajes, sino un increíble amanecer sobre la nieve.
—Por si un día no puedo venir —me dijo—. Quiero que recuerdes cómo se ve el invierno desde mis ojos.
La colgué sobre la chimenea.
Cada vez que la miro, escucho su risa, siento el crujido de la nieve bajo nuestros pasos y percibo el tacto de su piel cuando nuestras manos se entrelazan.
El último invierno
El año que no volvió, el pueblo tuvo la nevada más grande de las últimas décadas.
Todo quedó cubierto, inmóvil, hermoso y cruel.
Subí al mirador, al mismo lugar donde ella había dicho que los lugares sólo existen cuando se comparten.
El valle dormía bajo una infinita sábana blanca.
Saqué su pequeño cuaderno, el que me había dejado, y lo abrí al azar.
En una de las páginas, había un dibujo del pueblo y, al pie, una frase escrita con su letra delicada:
“Había carámbanos en nuestro pueblo en invierno, y en cada uno de ellos vivía un reflejo de lo que fuimos.”
Lloré, pero no con tristeza. Era una mezcla de gratitud y ternura.
En aquel momento entendí que el amor no se mide por los días que dura, sino por la huella que deja.
El sol comenzó su recorrido diario, y los carámbanos del mirador comenzaron a gotear, uno a uno, como si el cielo también llorara.
El regreso del color
Pasaron tres inviernos más.
El mural seguía allí, aunque el viento y la escarcha habían borrado algunos colores.
Una mañana de enero, una desvencijada furgoneta se detuvo frente a la vieja casa del antiguo molino.
De ella bajó una joven con una bufanda azul.
—Busco el taller de Katya —dijo.
Era su sobrina. Traía varias de sus obras para donar al pueblo.
Entre ellas, una pintura que no había visto nunca: era nuestro mirador, con dos figuras diminutas, y sobre ellas, un cielo lleno de luces rosadas.
—Lo pintó el último invierno que estuvo enferma —me explicó la joven—. Dijo que era “el invierno de la esperanza”.
La colgamos en el café, justo donde ella solía sentarse con su pequeño cuaderno.
Desde entonces, cada visitante que llega en invierno se detiene a mirarla, sin saber que detrás de esa escena late una historia que aún respira entre la nieve.
Silencio
Hoy, muchos años después, sigo en el pueblo.
Los inviernos ya no son tan intensos como antes, pero cuando el hielo cuelga de los tejados, siento que el tiempo vuelve a detenerse otra vez.
A veces le hablo en silencio, como quien conversa con el eco.
Le cuento que los niños del pueblo patinan sobre el río, que Jacinto ––aunque achacoso–– sigue haciendo el mejor chocolate con churros, que el mural se mantiene gracias a los vecinos.
Y cuando cae la primera nevada cada año, salgo al mirador, cierro los ojos y la imagino a mi lado, con su gorro azul, sonriéndome.
Porque ella tenía razón: los lugares sólo existen cuando los compartes.
Y cada invierno, cuando la nieve vuelve a cubrir el mundo, ella vuelve y lo comparte conmigo.
Cuando vas a dejarme entrar?
Triste jaula, su mirada
Un limbo habitado por una sola alma, allí vive ella.
Su mundo, antaño rebosante de colores y horizontes, se había reducido a la espera de una mirada que la confirme, de una palabra suya que la defina.
El es el arquitecto de su prisión —una prisión— sin muros tangibles, un guardián sin llaves solamente con la ambigüedad y la indiferencia como armas.
El no está ausente, pero su presencia es un mero eco.
Comparte con ella fragmentos de su vida, migajas que ella atesora.
La mantiene anclada en la orilla de un quizás, de un tal vez —escondida— enredada en la promesa eterna de un mañana inexistente.
Su corazón es ese territorio que él osa reclamar como propio —atenazándola— pero donde nunca ha izado su bandera.
La acapara —sin intensidad— pero evita la etiqueta del amor.
No la elige pero tampoco la suelta.
Aquellos mensajes ignorados, los planes cancelados, ese “te quiero” susurrado en la íntima penumbra pero negado a la luz del día, se convierten en un barrote más de su jaula invisible.
La mantiene prisionera con la triste dulzura envenenada de la costumbre y la comodidad.
Le robaba su paz sin ni siquiera concederle a cambio la más mínima certeza de ser —o sentirse— amada.
Su libertad se desvanecía ante aquella persistente pregunta “¿Qué soy para ti?”.
Mientras, él permanece allí, dueño de ese silencio que grita más fuerte que cualquier declaración.
Y así —su condena— sigue ahí, no es el olvido sino la perpetua incertidumbre de ser la protagonista de una historia que él se niega a escribir.
Y en ese espacio —gris— entre la posesión y el abandono, ella —poco a poco— olvida cómo era respirar sin el peso de una esperanza que la asfixia.
La música que aún respira en el silencio
Hay pérdidas que no se encuentran registradas en ningún diccionario del dolor.
Son de las que no dejan papeles por quemar ni objetos que se puedan atesorar en una caja de cartón.
Son esas que suceden en la intimidad de un par de auriculares, en ese eco repentino de un silencio que antes estaba lleno de mundo.
Es esa canción, aquella que sonaba la primera vez que te miré de verdad.
No consigo recordar el día, pero sí la melodía que envolvía ese momento —ese instante— en el que tu risa penetró mis ojos y todo cambió.
La escuchaba una y otra vez —en bucle— no con la intención de recordarte sino para revivir aquella versión de mí que era capaz de sentir aquel vértigo.
Pero un día —de repente— la letra se tornó sombría y aquella dulce melodía un simple sonido.
La magia se había desvanecido.
La canción seguía ahí, pero su alma, esa que me pertenecía, había desaparecido.
Y después está aquella otra, esa que nos acompañaba en la penumbra de tu habitación.
Aquella melodía que se hacía realidad en tu piel bajo mis manos al ritmo compartido de nuestra respiración.
Era nuestro territorio secreto, ese en el que solamente nosotros habitábamos.
Pero ahora, si la casualidad la filtra en la radio, no evoca las caricias, los besos, sino el vacío que nos sobrevino.
Esa melodía se agrietó repentinamente como un viejo monumento a un país al que ya no puedo volver.
Cuando pierdes una canción sufres un silencioso duelo por un sentimiento que ya no puedes habitar.
Escudriñas el lugar exacto de tu corazón donde se albergaba y compruebas que justo ahí solamente quedan cenizas de aquel ritmo compartido, la cáscara vacía de una melodía.
El recuerdo está ahí —permanece— pero sin su melodía, la memoria es un fantasma mudo.
La música —compartida con alguien a quien se ha amado— sobrevive a la pérdida como una promesa de eternidad.
Aquello que la muerte o la distancia arrebatan al cuerpo, la música lo guarda en el alma.
De la decepción
La decepción no mata, enseña.
Hay heridas que nunca sangran, y aún así provocan la muerte de lo mas preciado, aquello que estimamos por sobre todas las cosas, la confianza.
La decepción nunca llega en la forma de un golpe seco —repentino— siempre la verás llegar lentamente, como si avisara para no sorprenderte, sí, la decepción es un lento y persistente veneno que se infiltra en tu alma —gota a gota— hasta sofocar al más intenso de los fuegos.
Al amar —ese acto de valentía— entregas gran parte de lo que tú mismo eres, siempre con la fe puesta en el otro.
Pero la decepción toma en sus manos esa genuina entrega y la hace añicos.
No es solamente por una promesa rota o esa expectativa no cumplida, es esa grieta que se abre con tu mirada, ese silencio que ocupa el espacio de la complicidad de antaño o la distancia de ese abrazo que ya no cala de la misma forma.
Cada decepción es una pequeña muerte.
Cercena la ilusión, ese rayo de luz que coloreaba el futuro con tintes vivos.
Mata la seguridad, aquella certeza de que pasara lo que pasara siempre estaba allí —ella— ese puerto seguro al que arribar.
Y así —de a poco— va matando el sentimiento.
En los ambientes enrarecidos por el desencanto es muy difícil para el amor poder respirar, se asfixia entre los "ya no sé si creerte" y los "por qué esta vez será diferente".
Y aún en esos momentos nuestro corazón —jardinero incansable— lo vuelve a intentar, replanta la esperanza con cualquier excusa, perdona y busca desesperadamente la más mínima sombra de aquel amor que fue.
Pero la constante decepción convierte —una y otra vez— aquel jardín en un erial.
Cuando asoma la primera flor del cariño, la falta de una lluvia de sinceridad acaba por marchitarla.
Finalmente se presenta un día, gris, callado, en el que al mirar ya no duele, y no duele porque el sentimiento se ha ido, la decepción ha hecho su trabajo —sin grandes alharacas— solamente puedes oír el devastador silencio, sentir el frío de lo que una vez fue y ya nunca será.
En ese final, no es el odio lo opuesto al amor, sino la indiferencia, el vacío de lo que se fue.
Una puerta al pasado
En cada casa —en cada hogar— hay siempre una puerta especial, una puerta que podría ser un libro abierto.
En el marco —especial— de esa puerta especial suelen quedar grabadas aquellas pequeñas conquistas del tiempo, aquella raya de grafito, aquella hendidura a cuchillo, una fecha escrita con trazo inestable o una inicial apresurada.
Aquel era nuestro particular calendario expresándose sin palabras.
Cada línea —cada muesca— avanzaba centímetro a centímetro al paso de los meses, escondiendo tras ellas días de juegos, risas, raspones en rodillas y sueños increíblemente grandes para cuerpos —todavía— increíblemente pequeños.
Todavía puedo recordar aquel momento emocionante cuando tocaba ponerse derecho, los talones bien pegados al suelo y tratando de estirarse lo más posible sin que tus padres lo notaran.
Y entonces te decían “ya está”, te dabas la vuelta para ver la nueva marca y de pronto te sentías mayor.
Aquella nueva marca —apenas a un centímetro de la anterior— era una celebración de vida.
Poco a poco —año tras año— aquellas líneas se fueron amontonando como si fueran anillos de un árbol que cuenta su edad, su vida, sus alegrías sin palabras.
Cuando —con el tiempo— cada quien siguió su camino en la vida, aquella puerta —aquel marco— siguió allí —en silencio— manteniendo la memoria de lo que un día fuimos, de lo que un día vivimos en aquella casa.
Creo que todos llevamos en nuestro interior ese marco invisible donde trazamos los hitos de nuestra vida —esta vez— marcados a fuego en nuestras almas, con las alturas secretas de nuestras vivencias, de nuestros momentos.
Con nuestros afectos cultivados, las pequeñas victorias y también aquellas derrotas —seguramente— necesarias.
Quizás, si tuviésemos la oportunidad de volver a aquella casa y rozar con nuestra mano aquellas marcas en sus viejas maderas, podríamos sentir el eco suave, tibio, de nuestra infancia retenida en aquellos viejos surcos.
Y viéndolas ahora —aquellas marcas— no solo nos mostrarían cuánto crecimos, también nos recordarían quiénes fuimos y los sueños que albergábamos.
Centímetro a centímetro hemos llegado hasta aquí.
Italia a tal hora
En cualquier lugar…
La vida te grita
Dice la vida que la disfrutes, que te bebas cada amanecer como si fuera un vino añejo derramado en tu boca.
Que no corras detrás del tiempo, sino que bailes con él —descalza, libre— en la orilla de tus sueños.
Que abraces fuerte, que beses largo, que rías tan alto que hasta el sol quiera detenerse a escucharte.
Dice la vida que la sientas, que te dejes llevar por la brisa que acaricia tu piel, por las miradas que incendian tu alma, por aquellas manos que buscan las tuyas sin apenas palabras.
Que te atrevas a amar sin miedo, a perderte en los ojos de alguien que también quiere quedarse, a encender hogueras con tu ternura y pasión.
Porque la vida no espera, no se repite, no guarda reservas.
Es un inmenso suspiro disfrazado de días comunes, un milagro escondido en cada instante.
Y tú, viajera del amor y la alegría, estás aquí para descubrirla, para saborearla sin culpa, para pintarla con los colores más vivos de tu corazón.
Dice la vida que la disfrutes, que no dejes para mañana los abrazos, los bailes bajo la lluvia, las cartas sin enviar, los “te quiero” que tiemblan en tu voz.
Que te regales instantes y no te castigues con ausencias.
Y cuando la noche te encuentre cansada, que sonrías al recordar que viviste con fuego, que tus días fueron poema, que tus besos fueron verdad.
Entonces la vida —cómplice y eterna— te susurrará al oído, “Lo hiciste bien… me disfrutaste como se disfruta lo más hermoso, con pasión, con locura y con amor.”
Un temblor compartido
Algunas noches acercarse es suficiente, son noches especiales en las que los cuerpos no necesitan hablar.
El éter se nos antoja denso —casi líquido— cuando nuestras respiraciones compiten en el mismo espacio.
Urgencia no es la palabra, un movimiento lento —casi imperceptible— va acercando —inexorable— aquellas dos pieles, aquellas dos pasiones.
Un anhelo disfrazado de silencio, agazapado tras aquella mirada sostenida una fracción de segundo más de lo habitual, un roce accidental, aquella pausa inusual antes de decir algo ya dicho con sus ojos.
Son esas noches en las que se percibe un leve temblor —no se ve— pero se siente.
Surge en el pecho y avanza cual brasa tibia, de esas que no queman pero consumen.
Ese fuego paciente, ese fuego que no busca estallar, sino arder en secreto.
Son esas noches en las que el deseo se expresa con su propio lenguaje en las mínimas distancias, en la respiración contenida, en el pulso acelerado por la cercanía recordando al resto del cuerpo su deseo.
Es esa pasión —no forzada— insinuante que se desliza entre palabras, se refugia en los sencillos —casi rutinarios— gestos, ese mechón de cabello que acomodas tras su oreja, esa sonrisa que se desvía —sonrojada— hacia el suelo.
Movimientos, detalles, casi invisibles, y a su vez, cargados de promesas.
Y entonces, sin previo aviso, todo se detiene.
El tiempo se suspende, en la habitación algo que no tiene nombre, pero pesa, respira, tiembla.
En ese instante, no hay ruido ni espectáculo, solamente la certeza de que algo profundo, antiguo y suave está ocurriendo.
Algo que no necesita voz alguna, porque se entiende solo con la piel ardiente.
Algo que no exige ser proclamado, porque basta sentirlo para saber que está ahí, esperando.
P.D: Las pasiones son los viajes del corazón. (Paul Morand)
Alquimia del alma
Escribir… es un dulce delirio, un hechizo a perpetuidad.
Una llama incansable, que me abrasa suavemente, consumiéndome con especial ternura.
No soy yo quien elige escribir esa dosis diaria, son ellas —las palabras— las que me eligen, me buscan en la penumbra del ocaso, me susurran su secreta melodía hasta que me rindo —cedo— y dejo que nazcan resbalándose entre mis dedos.
Cada letra —cada sílaba— es un suspiro que abandona mi alma, una lágrima que se derrama sobre el papel.
Cuando escribo —en ese instante— el tiempo parece disolverse, el mundo se oculta entre una bruma especialmente espesa y solamente estamos nosotros y la perfecta danza de mis pensamientos, leves, descalzos, buscando alguna manera fascinante con la que dar forma al silencio que nos rodea.
Escribir es besar lo invisible —besarte— es una manera de abrazar el dolor para transformarlo en algo hermoso.
Es una especial alquimia que transforma tu herida —la mía— en flor, la nostalgia en melodía, la ausencia en eternidad.
Muchas noches me desoriento en el tumulto de las palabras como quien se sumerge en un amor prohibido.
Me someto a su tacto, a su eterna promesa, a la cruel dulzura de su presencia.
Mis palabras me consumen, me despojan, pero también me redimen.
En cada una de esas frases habita una mínima fracción de mi piel, y en cada punto final, un suspiro que se resiste a morir.
Cuando escribo amo con el alma desnuda, dejo que mi corazón hable en ese idioma que solamente el fuego entiende.
Puedo sentir cómo cada palabra es un pequeño pétalo arrancado de mi pecho y ofrecido a la brisa nocturna en la esperanza de que alguien —tú— consiga encontrarlo.
Cuando llego al final, tiemblo.
Tiemblo —no por haber terminado— sino por el deseo de volver a comenzar, porque escribir es mi eternidad —nuestra eternidad— una manera de vivir enamorado del verbo, de esa belleza que hiere, de esa luz que nace solamente cuando te nombro.
P.D.: Serendipia, hallazgo afortunado e inesperado de algo valioso que no estabas buscando.
Aquel instante
A veces —sin pretenderlo— conoces a alguien y aunque en un primer momento pasas de largo —timidez, miedo— en tu interior sabes que ha ocurrido algo.
Algo se ha estremecido en tu universo, pero no aciertas a explicarlo, dudas, titubeas y ahí estás, sabiendo lo que realmente deseas sin entender de qué manera podrías conseguirlo.
La vida es una sucesión —finita— de momentos y aquel instante se quedó ahí —grabado a fuego— un recuerdo que no puedes olvidar.
El tiempo pasa, tu tiempo pasa.
El día a día —la rutina— no ha conseguido apagar aquel primer estremecimiento, más bien todo lo contrario.
Los momentos, los días, desfilan ante nosotros —indecisos— totalmente irrelevantes.
Dudas —siempre dudas— pero no de tus sentimientos sino de cómo afrontar el futuro sin perder lo que nunca has tenido.
Las almas se entrelazan sin nuestro permiso, es algo inevitable.
Ellas no responden a la lógica, a la razón, solamente a tu interior, a tu alma y resulta imposible pararlas.
De esos “momentos” puedes salir victorioso o destrozado y en cualquiera de esas circunstancias has de continuar con tu vida.
Transitar los momentos que nos toca vivir no siempre resulta como deseas pero la caída —tu caída— no puedes considerarla una derrota definitiva.
Volver a comenzar —te dirán— es un tópico pero es real, eso es nuestra vida, un sinfín de caídas y nuevos comienzos entrelazados.
Y sobre todo has de tomar una decisión, ¿dónde quieres estar, en el futuro o en el pasado? En ambos es imposible y el pasado debe ser enseñanza, recuerdo pero nunca rémora.
Un nuevo camino, un nuevo viaje, una nueva aventura, una nueva ilusión.
A veces —sin pretenderlo— conoces a alguien…
Un tango
No se baila: se siente, se respira, se habita.
Es un diálogo sin palabras donde su piel habla y el silencio arde.
Son dos cuerpos que se buscan, se miden, se reconocen en un breve y mínimo roce.
En el abrazo, el tiempo se detiene, el mundo desaparece y solo queda el pulso del bandoneón latiendo entre los pechos.
Ella cierra sus ojos y se entrega al infinito compás que no suena fuera, sino dentro, en lo más profundo.
Él guía sin imponer, con la firmeza de quien conoce el vértigo del deseo.
Cada paso es una confesión, una caricia contenida que el movimiento convierte en fuego. Los pies se deslizan como si flotaran sobre la memoria de todos los amores perdidos, y la música —esa dulce herida— los envuelve en su melancolía.
El tango es un misterio hecho cuerpo: sensual sin ser obsceno, apasionado sin gritar.
En él se entremezclan el perfume del vino, la sombra de una despedida y la tibieza de una promesa.
Hay algo antiguo y eterno en ese roce de mejillas, en la respiración compartida, en el leve temblor de sus manos que se encuentran sin buscarse.
Y cuando la última nota se disuelve, cuando los cuerpos se separan con la lentitud de un adiós, queda en el aire una nostalgia que duele y consuela.
Porque el tango no termina: se queda dentro, como un recuerdo que arde bajo su piel, como un secreto que solo el corazón comprende.
El tango es amor y pérdida, es deseo que anhela convertirse en música.
Es la manera más humana —y más divina— de decir “te siento” sin pronunciar una sola palabra.
El tango es… deseo.
Sin sombras
No deberías ser el secreto de nadie,
hay luces que no deben esconderse,
y tú, amor, naciste para el cielo abierto,
no para esos rincones donde muere el aire.
Eres verdad, y la verdad no se encierra,
no se disfraza ni se calla,
la verdad florece aunque la teman,
y tú floreces aunque te oculten.
No deberías ser el susurro tembloroso
de aquel que ama con miedo,
sino el canto que se alza sin vergüenza,
el nombre pronunciado entre sonrisas.
Si alguien intenta guardarte
como un pecado entre los labios,
recuérdale que el amor no se esconde,
se celebra, se grita, se vive.
Deseo verte caminar sin sombras,
con la frente limpia de silencios,
que el viento te pronuncie sin culpa,
que el mundo te mire y disfrute tu ser.
No eres error ni sombra ni duda,
eres la línea que da sentido al poema,
la llama que insiste en la oscuridad,
el mar que no cabe en lo prohibido.
Y si alguien intenta apagar tu nombre,
prométeme que seguirás siendo tempestad,
que preferirás la soledad desnuda
antes que un amor escondido.
Quien ama en secreto, no ama del todo,
y tú mereces ser amada a plena luz,
sin puertas cerradas ni voces bajas,
como se ama lo eterno, lo cierto, lo libre.
Nunca seas el secreto de nadie.
Mereces ser la verdad que se grita,
el milagro que se muestra,
la historia que brilla, a corazón abierto.
A fuego lento
Te imagino cada tarde —al final del día— cuando llegas a casa con el cansancio asomando en tu mirada.
Una luz suave —tibia— que te envuelve y un aroma indeterminado, quizás a promesa, hogar o deseo.
Sin palabras, solamente un cruce de miradas, un instante en el que enmudece el mundo y queda únicamente la certeza de estar, de encontrarnos.
Mientras tú te descalzas y el día se queda fuera, yo sigo moviéndome lentamente, dejando que el silencio nos arrope.
Escucharías el suave chisporroteo de la chimenea, la música que flota entre los espacios, como si nos conociera desde siempre.
Cada uno de mis gestos tiene algo de ritual: cortar, servir, acercar, ofrecer.
Todo ello pensado para que el tiempo se vuelva más lento, para que cada detalle te diga sin palabras que tú eres importante, que cada pequeño acto lleva un poco de mí.
Y sentada a mi lado, no importaría el sabor exacto de lo que te espere en el plato, sino lo que ocurre entre nosotros.
La mirada sostenida en el infinito, el roce casual de nuestras manos, la conversación que comienza en lo cotidiano y termina rozando la piel del alma.
Es entonces cuando el mundo se vuelve pequeño —mínimo— reducido a aquella mesa, a la luz de nuestra respiración compartida.
Siempre sin prisa, lenta, suavemente.
Solo el íntimo deseo tranquilo de cuidarte, de ofrecerte algo simple y sincero.
De decirte —sin decirlo— que en ese instante todo —el fuego, el aroma, la calma— ha sido hecho solamente para ti.
(Just Like) Starting Over
Seis y media de la mañana, ya amenaza el amanecer y se ha puesto en marcha un nuevo día.
Suena por toda la casa “(Just Like) Starting Over” de Lennon, sugiriéndonos —curiosamente— un nuevo comienzo, otra oportunidad de convertir nuestros sueños en realidad.
Un nuevo comienzo…
Algo así como buscar el futuro cada día, creer que todo lo que deseas es posible.
Hacía ya un tiempo que había dejado de desayunar y mantenía una infructuosa batalla diaria contra la báscula.
Quince minutos después ya estaba atravesando el portal camino del trabajo.
Estaba oscuro, camina sin levantar la vista, sin prestar mucha atención a las personas que se cruzaban en su camino, seguía su rutina de cada mañana, esa rutina que le llevaría hasta su oficina.
Y se preguntó si aquello era realmente estar vivo o —por el contrario— no era más que no estar muerto.
Y ¿qué es estar —realmente— vivo?
Las palabras parecían inundar su cerebro, estar vivo es dejarse tocar por lo invisible, por las emociones, por el escalofrío de una piel que te reconoce, por ese fuego suave que surge entre dos almas gemelas inesperadamente.
Es atreverse a amar sin medida, es llorar sin miedo, es perderse en el hogar de aquella sonrisa que te cautiva.
Es tener conciencia de cada segundo y agradecerlo.
Es mirar y ver, tocarte y sentir, hablar y expresar todo aquello que el alma calla cuando solamente sobrevive.
Porque eso es no estar muerto, sobrevivir.
Al final del paseo —en la penumbra— se adivinaba ya su destino y aún no había podido decidir si estaba realmente vivo o solamente sobrevivia.
Se parecía más a un eco de la vida, una sombra que respira esperando un nuevo comienzo.
(Just Like) Starting Over
Medianoche, en línea
Eran las once de otra noche más, rutinaria.
Su televisión —insistente— imponía su presencia proyectando una vieja película en blanco y negro, pero el móvil —embriagador— iba ganando la partida.
El sofá no le ayudaba a relajarse.
No había nadie al otro lado, cada cual recorriendo su vida sin pararse a mirar atrás, sin percibir que allí a su lado se encontraba él.
— Aquella película de los años cincuenta parecía no acabar nunca.
Al otro lado, su móvil seguía escupiendo retazos de horóscopos enlatados, breves diálogos humorísticos y un sinfín de noticias entremezcladas con ríos de publicidad.
El plan era de los buenos.
Echaba de menos una agradable y profunda conversación —humana— esa rústica manera de compartir sentimientos con aquella persona especial.
— Aquella película seguía su camino y parecía prepararse para la despedida.
Realmente su función era la de hacer ruido, romper el silencio de la estancia dando la sensación de vida.
A aquellas horas nuestros particulares miedos nos encierran frente a esa pantalla impidiéndonos —conscientemente— charlar, compartir qué ha sucedido hoy o —porque no— discutir por cualquier cosa sin importancia.
— Por fin, aquella película se despidió para siempre.
Era el momento de la música, esa que siempre está ahí, dispuesta al rescate de nuestros sentimientos.
Esa que compartimos para —de alguna manera— mostrar nuestros sentimientos cuando nuestras propias palabras no aciertan a expresarlo.
Allí estaban ahora reunidos Drexler, Zenet, Serrat y un par de amigos más charlando sobre cómo vivir, cómo sufrir.
Aquellas melodías —digitales— eran todo cuanto tenía, toda su vida estaba atravesada por ellas, allí se encontraban reflejados sus mejores logros y sus más estrepitosos fracasos.
Era noche de blues, noche de tristes canciones, noche de soledades atrapadas por los miedos y las cautelas, atenazados.
Es sencilla la huida, basta con abrir una aplicación al azar, una de esas en las que solamente se te pide ser espectador.
Ya son más de las doce, otro día se acerca a nosotros con la esperanza de que seamos nosotros los que nos acerquemos.
Tan especial
Recuerdo todo eso que te hace tan especial.
Cada detalle que se ha quedado grabado en mí, como si el tiempo se hubiera detenido solamente para dejarme observarte.
Recuerdo esa forma en que tu mirada se suaviza cuando hablas de lo que amas, esa chispa que ilumina tus ojos y que me hace sentir que el mundo —por un instante— vuelve a tener sentido.
Recuerdo la calidez de tu voz, esa melodía que me calma incluso en mis días más grises.
Tu risa —tan sincera— tiene el poder de derribar cualquier muro.
Cuando sonríes, todo a mi alrededor parece recuperar su color.
No hay ruido, no hay prisas, solamente tú, y esa sensación de estar en casa.
Recuerdo cómo tus manos buscan las mías con una naturalidad que asusta y consuela a la vez, como si nuestras pieles se reconocieran de otras vidas.
Eres la suma de momentos que no quiero olvidar, la forma en que pronuncias mi nombre, las pausas cuando el silencio entre nosotros se vuelve cómodo, los gestos pequeños que dicen más que mil palabras.
Recuerdo tu manera de mirar el cielo, como si en él encontraras respuestas que el resto del mundo no puede ver.
Cada recuerdo tuyo es un refugio.
Hay ternura en tus imperfecciones, belleza en tus contradicciones, verdad en cada una de tus dudas.
Eres esa mezcla perfecta de calma y tormenta, de ternura y fuego.
Y mientras la vida avanza, yo sigo guardando cada fragmento de ti, porque en cada uno encuentro una razón para creer que el amor no es un instante, sino una memoria viva.
Recuerdo todo lo que te hace especial, porque al recordarte, me encuentro también a mí, en la versión más pura y más cierta de lo que soy cuando te pienso.