La nevera
En un día de intenso calor, curiosamente, abrir tu nevera tiene algo poético, incluso romántico.
Imagínatelo, un sol abrasador ahí afuera, ardiente en cada rincón de la ciudad.
El aire denso, casi sólido, esparciendo el perfume dulce y lánguido del verano.
Al otro lado, las cigarras cantan implacables, y allí mismo en la salita aquel viejo reloj parece derretirse junto con tus pensamientos.
Y en ese momento, como un anhelante suspiro, te decides y abres la nevera.
Ese simple gesto cuando te acercas y posas tu mano sobre el tirador y sientes cómo ese leve tirón magnético cede ante tu fuerza, tiene algo muy íntimo.
Al abrirse, un soplo helado acaricia tu rostro, como un beso –travieso– que despierta un escalofrío delicioso que recorre tu ardiente piel.
El contraste es tan embriagador que durante un breve instante cierras los ojos y te sumerges en esa caricia helada.
Dentro, se nos ofrece un pequeño universo que cobra vida en nuestra presencia.
Tu jarra de agua preferida suda –interminables– gotas cristalinas, protestando por aquella inesperada intromisión.
Aquellas manzanas parecen gemas frescas, esperando ansiosas el roce de tus dedos.
Al fin te decides por aquel racimo de uvas –heladas– que cuando las muerdes estallan bajo tu paladar con un jugoso matiz dulce que cierra tus ojos mientras saboreas ese momento casi sensual.
A tu lado, imaginas a aquella persona que amas observándote con una sonrisa.
Y entonces os inclinais sobre la puerta abierta, compartiendo aquel mínimo espacio de aire frío.
Vuestras miradas se encuentran, cómplices, mientras el vaho fresco os envuelve como un secreto.
Y de pronto –risas cómplices–, vuestros labios se rozan –brevemente– tímidamente, con aquella urgencia de quien anhela la misma inquietante frescura que reside en el interior de aquel mundo vestido de blanco.
Disfrutando de aquel furtivo abrazo a su espalda –sin pensarlo– sacas un vaso, lo llenas de tintineantes cubos de hielo y lo ofreces con un gesto silencioso.
Al imaginarla –bebiendo– observas cómo una mínima gota traviesa corretea por su cuello, descendiendo hasta perderse entre la ropa ligera, sientes un nuevo latido, más profundo.
El calor exterior persiste, sí, pero dentro de ti hay otro fuego, uno que no pide ser apagado.
Así, abrir tu nevera en un día de intenso calor se convierte en un ritual secreto, un instante compartido que habla de complicidad, de ternura, de deseo suave.
Es una maravillosa excusa para acercarse, para cuidarse mutuamente, para descubrir que incluso en esos momentos tan brutalmente cotidianos se pueden hallar gestos cargados de cariño.
El romance no suele estar en las grandes gestas ni en artificiosas palabras, sino en el simple y verdadero hecho de compartir la frescura de una desvencijada nevera abierta en lo más profundo del verano, sabiendo que el verdadero alivio se encuentra en no pasar el calor a solas.
Porque a veces el romance no está en grandes gestas ni en palabras rebuscadas, sino en el simple hecho de compartir el frescor de una nevera abierta en pleno verano, sabiendo que el verdadero alivio está en no pasar el calor a solas.