El corte

Empujó la puerta —como hacía todos los meses— pero esta vez fue especial, sin saber por qué el timbre sobre la puerta le recordó —por un instante— a aquellos veranos de su infancia, ya lejanos, cuando su padre le llevaba un sábado al mes a cortarse el pelo.

Pronto aquella sensación cálida fue sustituida por un leve nerviosismo que no podía entender.

Llegó justo a tiempo, saludó con un breve gesto al peluquero y ocupó el sillón de la esquina, el de siempre.

A la pregunta de siempre, la contestación de siempre,… como siempre.

La capa negra cubrió su torso y sus brazos, suavemente.

Las tijeras comenzaron su trabajo justo cuando el pulverizador acabó el suyo.

Aquel metálico murmullo rompió el íntimo silencio.

Nunca había sido muy hablador —aunque el peluquero era un tipo genial— y entonces sin poder evitarlo su mente se desconectó del momento y comenzó un viaje inesperado.

Su niñez llegó sin proponérselo, pudo ver aquel patio repleto de chiquillos después de las clases, las carreras bajo el sol de la primavera, las tardes de bici, los pantalones cortos, aquel árbol tan especial.

¿Cuándo había dejado de reír así?

Quizá cuando se presentó la adolescencia, voluptuosa, voluble, caprichosa, insegura.

O tal vez más tarde, cuando comenzaron a llegar las primeras responsabilidades.

El peluquero, —con un breve gesto— giró suavemente su cabeza para abordar el emparejamiento de las patillas, y fue así como se activó otro aluvión de recuerdos.

Los primeros amores —Ana— a quien conoció poco antes de entrar en la universidad.

Creyó —iluso— que aquello sería eterno, aunque así lo sintió en aquel momento.

Recordó las maravillosas caminatas por el campus, las noches interminables hablando de todo y de nada.

Luego llegó la ruptura, tan inevitable como dolorosa, y se encontró de pronto solo, tratando de entender qué había pasado.

Un tiempo después llegó Clara y las cosas fueron muy distintas, mucho más serenas, pudiera ser que menos apasionadas, pero más estables.

Compartieron risas, proyectos, levantaron —entre los dos— un hogar, pero pasados algunos años llegaron las decepciones, la rutina, y lo que en el pasado había sido un lazo se convertía ahora en un peso.

Y recordó vívidamente aquella mañana cuando se dieron cuenta de que ya no se miraban como antes, compartían techo pero sus sueños se habían abandonado.

No hubo algarada, cada uno siguió su camino cargado con sus recuerdos, una mezcla agridulce que los había llevado hasta allí.

El zumbido de la máquina rasuradora en su nuca le hizo estremecerse.

Le asaltaron ahora sus fallos, muchos.

Promesas incumplidas, palabras hirientes, dichas y no pensadas.

Proyectos vencidos por el miedo, oportunidades que se escaparon a la espera de un mañana mejor.

Su mayor fallo —derrota— había sido perder la fe en sí mismo durante un largo tiempo, autoconvencerse de que ya no valía la pena luchar por nada nuevo, por el futuro, por la esperanza.

Vivió casi dos años por simple inercia hasta que un día —sin motivo aparente— despertó y decidió volver, volver a la vida, volver con la esperanza, volver a intentarlo.

El peluquero estaba concentrado en ajustar aquel flequillo —siempre rebelde—, y él se sorprendía de lo mucho que había cambiado con los años.

De aquel joven soñador quedaban mínimos retazos, pero también había ganado algo reseñable, serenidad, quizá también una brizna de sabiduría.

Ya entendía que la vida no era una línea recta ni un guion que se pudiera escribir sin tachaduras.

Era más bien un cuaderno repleto de borrones, garabatos, páginas arrancadas… y, sin embargo, seguía siendo su historia, única e irrepetible, esa que le había llevado hasta allí.

Había vuelto a las cosas más simples de la vida, los amigos, esos que permanecieron —pese a todo— a su lado, las cenas tranquilas en casa, ese café mañanero sin prisas.

Las largas caminatas —conociéndose— los libros con los que visitar otros mundos, nuevos, frescos.

Y, de pronto, se sintió menos derrotado, quizá porque consiguió comprender que cada paso, —mejor o peor— lo había traído hasta aquel sillón, de aquella peluquería, con su cabeza repleta de recuerdos que no cambiaría por nada, aun a sabiendas de que algunos iban a doler eternamente.

El peluquero retiró la capa negra y sacudió los restos de cabello que le quedaban en el cuello.

Se miró en el espejo, el mismo rostro de siempre, pero con un aire, quizás un poco más fresco, más ligero.

Tal vez no era solamente el corte.

Posiblemente aquella media hora de silencio había sido un corte también, pero en su mente, un repaso, una limpieza, un dejar atrás lo innecesario.

Pagó, dio las gracias y salió a la calle.

El sol caía con suavidad sobre los tejados, la tarde avanzaba con pereza. Inspiró hondo, sintiendo el aire entrándole limpio en los pulmones.

Se prometió que la próxima vez que su mente viajara tanto, no sería solo para hurgar en lo que perdió, sino también para imaginar lo que aún podía ganar.

Caminó despacio, sin prisa, con una ligera sonrisa que no había sentido en mucho tiempo.

A fin de cuentas, el pasado no se podía cambiar, pero el futuro seguía esperando, intacto, igual que una hoja en blanco.

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Perfectamente imperfecto