Bajo el caparazón

En tu interior habita un latido lento, ese constante suspiro que reproduce —una y otra vez— viejas tristes canciones.

No se encuentra premura en tus pasos, el tiempo pasa, discurre inapelable, cada uno de tus movimientos se asemeja a un suave —delicado— acto de resistencia contra la velocidad del resto del mundo.

Lo observas todo con una dolorosa calma, pues tras tus ojos anida la nostalgia, esa bruma gris que te rodea y que al mismo tiempo te pesa y te sostiene.

Has aprendido a amar —adorar— tu soledad, aunque en ocasiones llegue a doler profundamente en tu interior.

Tu caparazón es testigo de tus silenciosas lágrimas.

Acaricias su interior, buscando un frío consuelo en su superficie.

Es tu necesaria armadura contra esos golpes inesperados, contra las palabras de doble filo, responsables de múltiples cicatrices invisibles.

En ese mundo vasto, cruel o excesivamente brillante para tus cansados ojos, te retraes, te conformas en un ovillo y te escondes sobre ti mismo, allí donde nadie puede lastimarte.

Eres como esa tortuga, retraída frágil, protegida —escondida— bajo ese impenetrable caparazón que protege tu vida.

En esa fortaleza, que te acompaña siempre, te sientes a salvo, esa fortaleza construida de silencios, recuerdos y miedos.

Es tu refugio y al mismo tiempo tu prisión, es donde te envuelves cuando el estruendo exterior se torna insoportable, cuando la luz daña más que la oscuridad.

Sueñas con asomar la cabeza, sueñas con vislumbrar el horizonte —abrirte— y en ese momento recuerdas, recuerdas tu fragilidad si prescindes de ese escudo,… y vuelves a tu interior, a encerrarte en la silenciosa cueva de tu pecho.

Afuera el viento sopla con fuerza y temes su arrastre.

Eres como esa tortuga de corazón lento, temeroso, pero rebosante de anhelos.

Bajo ese duro manto —ese caparazón— velas viejas cartas, promesas rotas y breves retazos de luz que conseguiste recoger en tus días más valientes.

Quizá algún día decidas salir por completo y dejar que el sol bese tu piel sin el filtro frío de tu coraza.

Pero mientras tanto, sigues ahí, escuchando el melancólico rumor de tus propios silencios, atesorando una triste paz con la certeza de que nadie puede alcanzarte, nadie puede herirte.

Estás tristemente a salvo.

Así sigues, lento, casi inmóvil, con ese dulce y amargo peso sobre tu espalda que aunque parezca un rugido escudo, su interior resguarda un universo de suaves latidos, dolorosos recuerdos y ese íntimo deseo de salir a respirar sin miedo.

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