La voz del mar
El susurro del mar, una voz eterna que no demanda lenguaje propio para empapar tu alma, que por momentos paraliza el mundo.
Cada tarde —allí frente a las olas— la encontraba, sentada, los pies descalzos descansando sobre la dorada arena y su mirada perdida, —lejana—, en el horizonte.
Allí —sentada— no buscaba respuesta alguna, pero el mar —escondido tras su blanca espuma— siempre se las ofrecía, llevándole una marabunta de recuerdos a lomos de aquel viento salado.
Aquella voz —marina— le hablaba como él lo había hecho en otro tiempo, cuando sus dedos rozaban su espalda y su aliento —culpable— encendía la noche.
Cada ola era una palabra, un sentimiento no expresado, cada marea una promesa incumplida.
El mar susurraba del amor, lo que fue, lo que alguna vez pudo ser.
Descubría memorias que creía profundamente enterradas en el pasado.
Aquella tarde, cuando él prometió quedarse, y sin embargo, al día siguiente partió.
Aquel mar lo sabía todo, lo entendía todo.
Silente testigo en cada despedida, ante cada abrazo inconcluso, de cada lágrima desconsolada.
Observaba cómo el sol moría sobre el agua y percibía la voz del mar convertida en lamento.
No era una queja, más bien una suave plegaria, un blues —canción triste—que le acariciaba el pecho en un intento de consuelo desconsolado.
Aquel susurro efímero le repetía —ola tras ola— que no estaba sola, que él seguía allí en cada burbujeo, en cada retazo de aquella brisa que se enredaba en su cabello.
Que el amor —verdadero— no desaparece, se transforma, se diluye en los elementos y se queda para siempre.
Y era entonces cuando ella cerraba sus ojos y lo imaginaba allí, a su lado —una vez más—.
Lo imaginaba con aquella sonrisa dolorosa en su perfección, con sus manos calladas y elocuentes en ese juego voluptuoso de sus recuerdos.
Recreaba su voz sobre al susurro marino diciendo su nombre como si aún importara, como si en algún recodo de algún universo él también la extrañara.
La voz del mar no juzga, no exige. Solamente canta.
Un canto que atesora —con ternura— una despedida que nunca se dio del todo.
Su textura —salada— recuerda esos besos que aún arden en los labios.
Es romántica sin ser cursi, nostálgica sin ser amarga.
Porque en esa voz profunda habita el misterio del amor que no muere.
Aprendió a escuchar sin esperanza, a dejarse llevar por aquel constante rumor del oleaje como quien escucha una vieja carta mil veces leída.
Aprendió también que aquel mar no solamente nos devuelve caracolas o redes derrotadas, entremezclados nos llegan trozos de nuestra alma que creíamos perdidos.
Y así, —en su más pura intimidad— se dejaba arrullar por esa voz que no conoce dueño, pero que le hablaba con la precisión de aquel amante que lo sabe todo.
Una noche, —el mar— enfurecido por la fuerza del viento, le gritó.
Sin violencia, pero con urgencia.
Sentía que ella comenzaba a rendirse y agitó sus blancos cabellos para advertirle de su error.
La hizo llorar.
Las lágrimas —saladas— le hicieron comprender repentinamente que llorar no era una debilidad, que aquellas gotas rebosantes de sal hablaban el mismo idioma de las olas.
Llorar era declarar su amor, era decir “te quiero” sin articular una sola palabra.
Era recordar sin miedo.
Y cada ciclo —cada luna llena— cuando todo se ofrece más cercano, sentía que podía tocar lo que había perdido.
Que si extendía lo suficiente aquella mano anhelante, lo encontraría esperándola.
Que dejándose arrastrar por su espuma, podría llegar al lugar donde habitan los que amamos y ya no están.
Pero siempre decidía quedarse en la orilla, temiendo olvidar el camino de regreso.
El mar —espumoso—nunca insistía.
Solamente esperaba igual que lo hacía él.
Como intuyendo que algún día —allí sentada— ella se cansaría de mirar desde lejos y desearía hundirse en sus brazos.
Algunas veces aquella tenue voz marina se volvía un dulce susurro, como una breve caricia.
Le hablaba del futuro.
De que habría amaneceres por descubrir, nuevas manos por acariciar, canciones por descubrir.
Que no todo estaba perdido.
Y que en algún otro lugar, en alguna lejana orilla quizás otro corazón también oía la voz del mar, también lloraba frente a él, también se preguntaba si era posible volver a amar.
Lo ignoraba pero con cada visita a esa orilla, su alma se curaba un poco, el mar —su mar— iba devolviéndole, de a poco, el color a sus ojos, la ternura a sus gestos y la esperanza a su pecho.
Porque su mar no solamente le hablaba, al mismo tiempo —al retirarse— también escuchaba… los silencios, los suspiros, las plegarias mudas.
En aquellas noches estrelladas, con cada ola, con cada alga depositada a sus pies, ella recordaba que estaba viva.
Que dolía, sí, pero también sentía.
Que amar —más allá de una condena— era un privilegio y que aunque él no volviese nunca más lo vivido existió, fue real, fue suyo.
Y eso, le decía la voz del mar, bastaba.
Así iban pasando los días, entre soledad y compañía, entre vacío y plenitud, entre lo que fue y aquello que aún podía ser.
Se convirtió en parte de aquel paisaje crepuscular.
La mujer que hablaba con el mar.
Aquella que no necesitaba palabra alguna porque su alma podía descifrar el lenguaje del agua.
Y en aquella pura intimidad, tan real, tan humana, comprendió lo esencial.
La voz que más necesitamos oír no viene de otro ser humano, sino de nuestra propia tierra, del cielo o del mar.
De aquello que no se va nunca.
Comprendió —cuando su sonrisa iniciaba el regreso— que la voz del mar era la suya, era su alma hablándose a sí misma, en un eterno susurro, en un canto sin final.
Y por fin, se sintió en paz.
Porque había escuchado.
Y había sido escuchada.