De la pérdida
La pérdida duele, y lo hace de una manera muy difícil de plasmar con palabras, porque no duele solamente la ausencia de alguien, sino también ese recordatorio constante de lo que ya no está.
Es un grito silencioso, un pesado vacío, una sombra que nos acecha a cada instante.
La pérdida no es únicamente dejar de tener, es —sobre todo— una forzosa transformación de nuestra realidad, una ruptura de todo aquello que un día creímos estable, seguro,… eterno.
Cuando pierdes aquella persona que has amado —repentinamente— tu mundo pierde sentido.
Se desvanecen las rutinas, los cafés compartidos, los sofás donde se fundían las almas, aquellos lugares compartidos se vuelven fríos y ciertas palabras pierden su camino y nunca volverán a ser pronunciadas.
Cada rincón, cada recodo del camino se convierte en un eco evocador de aquello que fue, una especie de huella invisible que nos muestra lo que fue y ya nunca será.
El tiempo —antaño lineal— se quiebra y nos atrapa en recuerdos volviendo borroso un futuro incierto.
La pérdida no se encuentra solamente en la muerte, también perdemos relaciones, sueños, caminos que creíamos seguros y esa es otra manera, otra forma de duelo.
Es llorar por todo aquello que no fue, por todo aquello que no pudo ser, mirar atrás y evocar lo que podría haber sido si las circunstancias hubiesen sido otras.
Enfrentamos la realidad, y la realidad nos arrodilla y nos advierte que no todo está bajo nuestro control.
La pérdida nos muestra también otra cara más suave, más reservada, en el centro del dolor aparece la claridad, la certeza del amor profundo, la vulnerabilidad y la humanidad derrotada.
Y luego llega el tiempo que todo lo cura —mentira—, el dolor cambia pero nunca desaparece, el dolor se funde con nosotros y se vuelve una parte más de nuestra alma, una cicatriz eterna que nos recuerda en cada momento quiénes somos.
Aprendemos —forzosamente— a convivir con la ausencia, con lágrimas, con sonrisas nostálgicas, y en ese lento proceso aprendemos a reconstruirnos.
La pérdida nos rompe y nos revela. Se nos muestra lo frágil y preciosa que es la vida.
Aprendemos a valorar los pequeños momentos, a decir “te quiero” sin esperas, a abrazar mucho más fuerte,… a vivir más en el presente.
Porque una vez que ya hemos perdido es cuando realmente entendemos lo que significa tener.
No hay formas “correctas” de atravesar el desierto de la pérdida.
Cada cual ha de encontrar su propio camino transitando entre el dolor, el recuerdo y la esperanza.
La pérdida no puede ser negada, no puedes huir de ella, ha de ser sentida, nombrada y compartida.
Y en esa experiencia compartida, incluso rodeados y traspasados por el dolor, existe un tipo de amor que nunca se pierde.