El corte
Empujó la puerta —como hacía todos los meses— pero esta vez fue especial, sin saber por qué el timbre sobre la puerta le recordó —por un instante— a aquellos veranos de su infancia, ya lejanos, cuando su padre le llevaba un sábado al mes a cortarse el pelo.
Pronto aquella sensación cálida fue sustituida por un leve nerviosismo que no podía entender.
Llegó justo a tiempo, saludó con un breve gesto al peluquero y ocupó el sillón de la esquina, el de siempre.
A la pregunta de siempre, la contestación de siempre,… como siempre.
La capa negra cubrió su torso y sus brazos, suavemente.
Las tijeras comenzaron su trabajo justo cuando el pulverizador acabó el suyo.
Aquel metálico murmullo rompió el íntimo silencio.
Nunca había sido muy hablador —aunque el peluquero era un tipo genial— y entonces sin poder evitarlo su mente se desconectó del momento y comenzó un viaje inesperado.
Su niñez llegó sin proponérselo, pudo ver aquel patio repleto de chiquillos después de las clases, las carreras bajo el sol de la primavera, las tardes de bici, los pantalones cortos, aquel árbol tan especial.
¿Cuándo había dejado de reír así?
Quizá cuando se presentó la adolescencia, voluptuosa, voluble, caprichosa, insegura.
O tal vez más tarde, cuando comenzaron a llegar las primeras responsabilidades.
El peluquero, —con un breve gesto— giró suavemente su cabeza para abordar el emparejamiento de las patillas, y fue así como se activó otro aluvión de recuerdos.
Los primeros amores —Ana— a quien conoció poco antes de entrar en la universidad.
Creyó —iluso— que aquello sería eterno, aunque así lo sintió en aquel momento.
Recordó las maravillosas caminatas por el campus, las noches interminables hablando de todo y de nada.
Luego llegó la ruptura, tan inevitable como dolorosa, y se encontró de pronto solo, tratando de entender qué había pasado.
Un tiempo después llegó Clara y las cosas fueron muy distintas, mucho más serenas, pudiera ser que menos apasionadas, pero más estables.
Compartieron risas, proyectos, levantaron —entre los dos— un hogar, pero pasados algunos años llegaron las decepciones, la rutina, y lo que en el pasado había sido un lazo se convertía ahora en un peso.
Y recordó vívidamente aquella mañana cuando se dieron cuenta de que ya no se miraban como antes, compartían techo pero sus sueños se habían abandonado.
No hubo algarada, cada uno siguió su camino cargado con sus recuerdos, una mezcla agridulce que los había llevado hasta allí.
El zumbido de la máquina rasuradora en su nuca le hizo estremecerse.
Le asaltaron ahora sus fallos, muchos.
Promesas incumplidas, palabras hirientes, dichas y no pensadas.
Proyectos vencidos por el miedo, oportunidades que se escaparon a la espera de un mañana mejor.
Su mayor fallo —derrota— había sido perder la fe en sí mismo durante un largo tiempo, autoconvencerse de que ya no valía la pena luchar por nada nuevo, por el futuro, por la esperanza.
Vivió casi dos años por simple inercia hasta que un día —sin motivo aparente— despertó y decidió volver, volver a la vida, volver con la esperanza, volver a intentarlo.
El peluquero estaba concentrado en ajustar aquel flequillo —siempre rebelde—, y él se sorprendía de lo mucho que había cambiado con los años.
De aquel joven soñador quedaban mínimos retazos, pero también había ganado algo reseñable, serenidad, quizá también una brizna de sabiduría.
Ya entendía que la vida no era una línea recta ni un guion que se pudiera escribir sin tachaduras.
Era más bien un cuaderno repleto de borrones, garabatos, páginas arrancadas… y, sin embargo, seguía siendo su historia, única e irrepetible, esa que le había llevado hasta allí.
Había vuelto a las cosas más simples de la vida, los amigos, esos que permanecieron —pese a todo— a su lado, las cenas tranquilas en casa, ese café mañanero sin prisas.
Las largas caminatas —conociéndose— los libros con los que visitar otros mundos, nuevos, frescos.
Y, de pronto, se sintió menos derrotado, quizá porque consiguió comprender que cada paso, —mejor o peor— lo había traído hasta aquel sillón, de aquella peluquería, con su cabeza repleta de recuerdos que no cambiaría por nada, aun a sabiendas de que algunos iban a doler eternamente.
El peluquero retiró la capa negra y sacudió los restos de cabello que le quedaban en el cuello.
Se miró en el espejo, el mismo rostro de siempre, pero con un aire, quizás un poco más fresco, más ligero.
Tal vez no era solamente el corte.
Posiblemente aquella media hora de silencio había sido un corte también, pero en su mente, un repaso, una limpieza, un dejar atrás lo innecesario.
Pagó, dio las gracias y salió a la calle.
El sol caía con suavidad sobre los tejados, la tarde avanzaba con pereza. Inspiró hondo, sintiendo el aire entrándole limpio en los pulmones.
Se prometió que la próxima vez que su mente viajara tanto, no sería solo para hurgar en lo que perdió, sino también para imaginar lo que aún podía ganar.
Caminó despacio, sin prisa, con una ligera sonrisa que no había sentido en mucho tiempo.
A fin de cuentas, el pasado no se podía cambiar, pero el futuro seguía esperando, intacto, igual que una hoja en blanco.
Perfectamente imperfecto
Aquella noche –mientras jugueteabas con mis dedos– lo soltaste.
— ¿Sabes? A veces tengo la impresión de que lo nuestro no tiene sentido alguno.
Retiré mi mano instintivamente, y un nudo repentino en el estómago solamente me permitió balbucear.
— ¿Por qué?
— Porque somos tremendamente distintos, es como si el universo –ese que nunca se equivoca– hubiese hecho un nefasto cálculo. Tú –siempre ahí– con tu calma infinita y yo lidiando siempre con mis tormentas.
Al escucharla, sonreí acariciando su mejilla.
— O quizá el cálculo fue certero, perfecto, porque ahora mismo aquí estamos. Juntos.
Suspiró, apoyando su cabeza en mi pecho.
—Sí, juntos… perfectamente imperfectos.
—oOo—
Una tarde, con aquellos hermosos ojos brillando enfurecidos y tan tiernos a la vez bufaste.
— Te odio un poquito.
—¿Por qué ahora? —reí, aunque por dentro temía sus palabras.
— Porque siempre encuentras la manera de desarmarme. Ahí llego yo con mis argumentos bien ensayados y entonces tu mirada me dice que “todo va a estar bien” y se me olvida por qué estaba molesta.
— Ya, pero es que no puedo discutir contigo si no es para acabar abrazándonos.
Te mordiste el labio inferior, intentando reprimir esa sonrisa tuya, mortal.
— Perfectamente imperfecto –susurraste– y te lanzaste hacia mí acabando entre mis brazos.
—oOo—
— Oye, ¿tú dirías que vamos a durar? –lo preguntaste de madrugada, creyendo que yo dormía.
Abrí los ojos y encontré tu rostro pegado al mío haciéndome sentir como tu respiración se mezclaba con la mía.
— Pues no lo sé, pero lo que sí tengo claro es que ahora mismo solamente deseo estar aquí, contigo.
Temerosa, insististe.
—¿Y si mañana ya no sentimos lo mismo?
—Entonces mañana volveré a mirarte, volveré a elegirte, para volver a enamorarme otra vez.
Cerraste tus ojos y una silenciosa lágrima rodó mejilla abajo.
—Eres un maldito idiota por decirme esas cosas tan bonitas.
—Y tú eres perfectamente imperfecta por llorar cuando sonríes —te dije, secándote aquella lágrima con mi pulgar.
—oOo—
—No somos una pareja normal, ¿cierto? —dijiste mientras caminábamos por la calle, sin soltarnos la mano.
—¿Qué consideras tú una pareja normal? —pregunté, divertido.
—No sé… esos que no pelean tanto, que no tienen tantas rarezas. Que no inventan palabras secretas para decir “te amo”.
—Pero nuestras rarezas son mi parte favorita —contesté—. Me gusta que inventemos idiomas íntimos, nuestros, sin métricas. Que compartamos canciones que nadie más entiende. Que el mundo allá fuera no comprenda lo que tenemos.
Sonreíste, mirándome con esos ojos que siempre parecían descubrir un tesoro en mí.
—¿Sabes qué? Tienes razón. No somos normales. Somos… perfectamente imperfectos.
—Y no lo cambiaría por nada.
—oOo—
—¿Por qué siempre me perdonas tan rápido? —preguntaste un día, después de una discusión que terminó con lágrimas.
—Porque prefiero abrazarte a tener la razón.
Te quedaste callada, bajando la mirada. Luego me miraste, y tus ojos estaban llenos de esa mezcla tuya de valentía y miedo.
—Yo… tengo tanto miedo de arruinar esto.
—No importa si lo arruinamos un poco —te aseguré—. Siempre podemos reconstruirlo. A veces el amor es eso: ver cómo algo se rompe y tener el valor de volver a armarlo, aunque quede con cicatrices.
—¿Cicatrices bonitas? —preguntaste, esbozando una sonrisa tímida.
—Las más bonitas del mundo —te respondí, besando tu frente.
—oOo—
—¿Me prometes algo? —susurraste una noche, cuando el mundo parecía detenerse solamente para nosotros.
—Lo que quieras.
—Promete que, aunque todo cambie, recordarás esto. Lo que somos ahora. Lo perfectamente imperfecto que es lo nuestro.
—Te lo prometo. Prometo recordarlo siempre.
—Porque yo… yo sé que puede que un día ya no estemos aquí. Que la vida nos lleve por otros caminos.
—Puede ser —asentí, aunque me dolía admitirlo.
—Pero quiero que sepas que, si eso pasa, para mí siempre serás ese pedacito de caos hermoso que me hizo creer en el amor.
Te apreté contra mí, deseando que ese instante compitiese con la eternidad.
—Y tú siempre serás mi certeza en medio del desorden. Mi imperfecta perfección.
Te reíste, limpiándote una lágrima antes de besarme con esa mezcla de pasión y fragilidad tan tuya. Y entendí que, sin importar lo que el futuro trajera, lo nuestro quedaría grabado para siempre en ese rincón del alma donde habitan los amores que, aunque no sean eternos, son inolvidables.
Porque lo que teníamos era, sin duda, perfectamente imperfecto.
Aquella arruga
Imposible imaginar que aquel pliegue tan sutil en la superficie del tiempo conseguiría habitar con semejante fuerza mi corazón.
Resulta curioso la forma en que llegaste a mí, sin anuncio, silente, apenas esbozado, como si temieras importunar mi contemplación.
Cuando te descubrí comprendí que eras mucho más que una simple arruga, eras el testimonio vivo de una historia, un susurro del pasado posado suavemente sobre tu piel.
Cada momento en que mis dedos te rozan siento que acarician un antiguo secreto que al fin se declara.
Muchas risas consiguieron dibujarte y también algunas lágrimas, de esas que te susurraron promesas de consuelo, para luego dejarte ahí grabada en la comisura de tus labios.
Eres mudo testigo del paso del tiempo, es por ti que sé que la vida ha pasado y ha sido vivida, con intensidad, con su dulzura y sus dolores.
Muchos quieren borrarte, esconderte bajo promesas de eterna juventud.
Yo no, porque no quiero perderme la lectura de los capítulos más intensos de tu biografía.
Ahí donde se han escrito nuestras madrugadas de confidencias, las sinrazones de la alegría o las preocupaciones compartidas.
Eres la huella definitiva de la valentía de existir.
Cuando me sorprendo mirándote, –mientras ella duerme– me pregunto si eres consciente de tu hermosura.
Si llegas a comprender que eres como la arruga de esa carta releída una y otra vez.
Así eres tú –querida arruga– un mensaje valioso, un testimonio delicado de un alma que ha amado, ha reído y ha llorado.
Que ha sentido tanto y con tanta intensidad que ese lienzo –su piel– no pudo evitar transcribirlo.
Te escribo esta carta para que sepas que no temo tu inevitable presencia, más bien la celebro y deseo –anhelo– que sigan llegando otras como tú.
Y así, cada nueva arruga será una nueva historia que compartir, una nueva evidencia de que seguimos aquí, –entrelazados– navegando los tiempos.
Gracias, porque me recuerdas que la verdadera belleza no reside en la lisa perfección, sino en los sinceros surcos de la existencia.
Gracias por ser testigo y cómplice de todo aquello que somos y vivimos.
El verso perfecto
Resuenan en mi triste corazón, estas palabras de Garcilaso, como un eco eterno, como un destino no elegido, sino que me elige a mí.
Porque yo no vine a este mundo sino para amarte, para entregarte cada uno de mis latidos, cada uno de mis suspiros, cada instante de mi existencia.
Nací con tu nombre grabado en mi alma, como si antes de alumbrar a este mundo, ya supiera que mi camino terminaría en tus brazos.
En aquel momento, –aquella primera vez en que te vi– pude comprender por qué el amor no es una simple elección, sino un irremediable descubrimiento.
El universo había ido tejiendo –pacientemente– aquellos hilos que al fin se pudieron encontrar y se anudaron en un lazo que creímos indestructible.
No fue casualidad, fue destino.
No fue encuentro, sino reencuentro.
Mi alma reconoció, aunque nunca antes nos hubiésemos visto, que tú eras su hogar.
Amarte nunca fue un acto de voluntad sino de entrega, era totalmente imposible pues eras aire, luz, melodía que calmaba mis tormentas.
El verso perfecto en el poema de mi vida.
La razón de cada amanecer.
Y en cada atardecer rememoro cada risa, cada mirada, cada gesto, como tesoros ocultos en lo más profundo de mi alma.
A tu lado el tiempo era eterno, tus manos refugio, tu voz melodía y tu amor fuerza.
Renaciendo mil veces, mil veces contemplaremos juntos las mismas estrellas, las mismas lunas, los mismos universos.
Hay amores incansables, que no se rinden, que no tienen fin.
La nevera
En un día de intenso calor, curiosamente, abrir tu nevera tiene algo poético, incluso romántico.
Imagínatelo, un sol abrasador ahí afuera, ardiente en cada rincón de la ciudad.
El aire denso, casi sólido, esparciendo el perfume dulce y lánguido del verano.
Al otro lado, las cigarras cantan implacables, y allí mismo en la salita aquel viejo reloj parece derretirse junto con tus pensamientos.
Y en ese momento, como un anhelante suspiro, te decides y abres la nevera.
Ese simple gesto cuando te acercas y posas tu mano sobre el tirador y sientes cómo ese leve tirón magnético cede ante tu fuerza, tiene algo muy íntimo.
Al abrirse, un soplo helado acaricia tu rostro, como un beso –travieso– que despierta un escalofrío delicioso que recorre tu ardiente piel.
El contraste es tan embriagador que durante un breve instante cierras los ojos y te sumerges en esa caricia helada.
Dentro, se nos ofrece un pequeño universo que cobra vida en nuestra presencia.
Tu jarra de agua preferida suda –interminables– gotas cristalinas, protestando por aquella inesperada intromisión.
Aquellas manzanas parecen gemas frescas, esperando ansiosas el roce de tus dedos.
Al fin te decides por aquel racimo de uvas –heladas– que cuando las muerdes estallan bajo tu paladar con un jugoso matiz dulce que cierra tus ojos mientras saboreas ese momento casi sensual.
A tu lado, imaginas a aquella persona que amas observándote con una sonrisa.
Y entonces os inclinais sobre la puerta abierta, compartiendo aquel mínimo espacio de aire frío.
Vuestras miradas se encuentran, cómplices, mientras el vaho fresco os envuelve como un secreto.
Y de pronto –risas cómplices–, vuestros labios se rozan –brevemente– tímidamente, con aquella urgencia de quien anhela la misma inquietante frescura que reside en el interior de aquel mundo vestido de blanco.
Disfrutando de aquel furtivo abrazo a su espalda –sin pensarlo– sacas un vaso, lo llenas de tintineantes cubos de hielo y lo ofreces con un gesto silencioso.
Al imaginarla –bebiendo– observas cómo una mínima gota traviesa corretea por su cuello, descendiendo hasta perderse entre la ropa ligera, sientes un nuevo latido, más profundo.
El calor exterior persiste, sí, pero dentro de ti hay otro fuego, uno que no pide ser apagado.
Así, abrir tu nevera en un día de intenso calor se convierte en un ritual secreto, un instante compartido que habla de complicidad, de ternura, de deseo suave.
Es una maravillosa excusa para acercarse, para cuidarse mutuamente, para descubrir que incluso en esos momentos tan brutalmente cotidianos se pueden hallar gestos cargados de cariño.
El romance no suele estar en las grandes gestas ni en artificiosas palabras, sino en el simple y verdadero hecho de compartir la frescura de una desvencijada nevera abierta en lo más profundo del verano, sabiendo que el verdadero alivio se encuentra en no pasar el calor a solas.
Porque a veces el romance no está en grandes gestas ni en palabras rebuscadas, sino en el simple hecho de compartir el frescor de una nevera abierta en pleno verano, sabiendo que el verdadero alivio está en no pasar el calor a solas.
Puerta al pasado
Cuando recibió la noticia, el mundo pareció detenerse para ella.
Las horas perdieron cualquier sentido, los días entristecieron, se hicieron eternos y el mismísimo aire se volvió demasiado denso para conseguir respirarlo sin un dolor extremo.
Su vida compartida –hasta aquel momento– era sencilla, plagada de cómplices miradas, silencios celebrados en armonía y hermosos sueños susurrados al oído.
Y no estaba preparada –nadie lo está– para aquel adiós tan definitivo.
Los siguientes días recorría su casa como un fantasma, intentando sentir algún vestigio de su calor.
Se hizo un ovillo en su cama –ahora solitaria– y en aquellas horas de vigilia, de búsqueda de consuelo fue cuando lo encontró.
Envuelto en un pequeño trozo de tela azul, protegido contra el tiempo y las miradas indiscretas en el fondo de aquel cajón de su mesita de noche.
Sus manos –temblorosas– desenvuelven el objeto y al verlo una lágrima asoma a sus ojos.
Un diario, tenía en sus manos un pequeño cuadernillo, una cubierta de cuero envejecido y unas iniciales grabadas a fuego en la esquina inferior.
Su corazón había traspasado ya todos los límites y latía con fuerza inusitada.
Se sentó al borde de su cama y con su alma en pedazos se dispuso a abrir la puerta del pasado.
Su caligrafía –perfecta– muy cuidada, saludó como si de un viejo amigo se tratara.
Aquellos trazos eran susurros llamándola por su propio nombre, cada página un latido que aproximaba –otra vez– sus dos almas.
Comenzó su lectura –dolorosa– pero rápidamente aquel inmenso dolor dio paso a un dulce calor, una inesperada ternura que arrasó sus ojos con otro mar de lágrimas.
Allí, en aquellas páginas estaban cuidadosamente guardados breves fragmentos de su historia juntos.
Allí estaba descrito el primer día que la vio, cómo su risa le había fascinado como una perfecta melodía, cómo sus rizos pelirrojos brillaban con la luz de aquel primer atardecer compartido, y cómo aquel suéter de cuello cisne arropaba sus pecas repartidas por todo su rostro.
Allí se reflejaba aquella ansiedad que sintió antes de invitarla a salir y el irremediable nudo en su estómago al temer un no por respuesta.
Había mínimas notas, breves frases sobre sus citas, la primera vez que bailaron bajo la lluvia o aquellas charlas que ocupaban sus madrugadas.
Pero no solamente vivían en aquellas páginas recuerdos compartidos, se encontró también profundas reflexiones sobre lo que significaba amarla.
Fue en ese momento cuando ella –quizás muy tarde– se enteró de todas aquellas veces en las que él se quedaba despierto para disfrutar viéndola dormir y cómo se repetía a sí mismo la suerte que había tenido.
Allí resaltaba cómo el simple roce de su mano le devolvía la fe en la vida, incluso en los días más oscuros.
Encontró también confesiones de sus más profundos miedos, temía no conseguir darle la felicidad que se merecía, temía que el tiempo le robara las fuerzas necesarias para cuidarla.
Y en cada página se reafirmaba en su decisión de amarla hasta el último latido.
Pausadamente ella avanzaba en la lectura, riendo y llorando alternativamente.
Cada pocas páginas se encontraba con flores secas, recuerdos de paseos compartidos, momentos que él había querido conservar en su memoria con aquellos boletos de conciertos y alguna foto gastada por su mirada.
Llegó a la última página, y allí encontró unas líneas escritas con un trazo inquietantemente trémulo.
Un último mensaje, intuyendo el futuro, sabiendo que ella abriría algún día aquel diario y él no estaría ya a su lado.
“No lamentes mi partida, mi vida, compartida contigo, ha sido excepcional y haberte amado ha sido un privilegio. Cada instante compartido ha valido mil vidas. Donde quiera que me encuentre seguiré buscándote en cada atardecer, en cada melodía, en cada murmullo del viento.”
Ella cerró el diario contra su pecho, dejando que las lágrimas fluyeran libres.
Lágrimas de tristeza pero también de gratitud.
Ahora comprendía que aunque él ya no estuviera su amor persistía latiendo en cada una de aquellas páginas.
Desde entonces, cada noche antes de dormir, ella abre aquel pequeño y breve diario y lee un fragmento.
De esta forma, cada noche, conversan durante un breve momento y mantienen un invisible hilo que les une por siempre.
Multiverso
El amor es un hilo de luz atravesando el infinito tejido del multiverso.
En cada uno de tus universos, en cada realidad paralela, nuestras almas se rastrean y se entrelazan, sin importar cuántas galaxias puedan separarnos o cuántos destinos intenten desviarnos.
El amor trasciende nuestro tiempo, y las leyes que lo rigen, es la constante –secreta– que sostiene todos los mundos posibles.
Si el multiverso existe, existen también infinitas versiones de nosotros mismos, en infinitas playas de incalculables mundos amándonos bajo lunas que ni siquiera podemos imaginar.
En algún universo paralelo quizá caminamos de la mano por suaves calles flotantes.
En algún otro seríamos pura energía –danzarina– comunicándonos con pulsos que laten al ritmo acompasado de nuestro amor.
Hay universos donde nos volveremos a reencontrar tras mil vidas, reconociéndonos en nuestras miradas aunque nuestras formas se dibujen de maneras muy diversas.
Y es que el amor auténtico no conoce límites, ni el de la carne, ni el del tiempo, ni el de la lógica.
Es realmente hermoso pensar que en cada posible realidad te elijo, siempre a ti.
Que en cualquiera de las variantes de mi propio ser, subsiste un irreprimible impulso que me lleva hacia ti.
Aunque las estrellas colapsen, aunque el cosmos vuelva a nacer una y otra vez, siempre habrá un momento en que nuestras miradas se encuentren para así dar sentido a ese universo que nos ha tocado compartir.
Es un pacto silencioso, tallado en el tejido mismo del espacio-tiempo.
El amor, esa poderosa fuerza que se refleja en cada rincón del multiverso, es un susurro recorriendo dimensiones, saltando entre realidades y nos recuerda –a cada instante– que no importa cuántos mundos existan, que el único importante es este nuestro aquí y ahora, único porque en él estás tú.
Si mañana despertase en cualquier otro universo, en cualquier otro cuerpo, y con otros recuerdos, sé –tengo la certeza– de que mi corazón buscará la misma vibración que solo tú puedes provocar.
Quizá por eso nos referimos muchísimas veces al amor como algo milagroso, incomprensible.
Y es que en un infinito de posibilidades, en un grandioso océano de existencias paralelas, logramos coincidir.
Y aquí estamos, aquí seguimos, desafiando la estadística, aferrándonos, entrelazados el uno al otro sabiendo que, en cualquiera de esos universos, nuestra historia se repite una y otra vez, con distintas melodías pero siempre con la misma esencia.
Amar es declarar que, aunque existan millones de realidades alternativas, hoy elijo vivir en esta contigo.
Y si algún día me perdiese entre dimensiones, mi alma sabría cómo volver a encontrarte. Porque el amor verdadero no necesita mapas ni coordenadas: está grabado en cada átomo de quienes somos, resonando a través de todos los universos posibles, eterno, luminoso, indestructible.
Te quiero en todos los universos.
Gris vibrante
Vivimos en un mundo vibrante, lleno de color, obsesionado con lo espectacular, lo llamativo.
Redes sociales, televisión, publicidad,… saturación de estímulos.
En medio de esa efervescencia Cris paseaba aquella tarde por la playa –sola– pensando mil cosas con la mirada perdida en el horizonte disfrutando de una puesta de sol silenciosa, pausada.
- ¿Cómo será vivir en blanco y negro? –se preguntó–.
Blanco y negro no es solamente ausencia de color, es otra forma de ver, otra forma de disfrutar, otra forma de amar, otra cara de la misma realidad.
El blanco y negro nos rememora antiguas imágenes de tiempos pasados, cines de sesión continua, días nublados que nos invitan a la reflexión.
- Llegó al final de la playa, el sol se había convertido en un tímido resplandor, se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos.
El blanco y negro –en cierto modo– nos invita a un estilo de vida más sencillo, más pausado, más consciente.
Cuando vives en blanco y negro aceptas –inconscientemente– que no todo ha de brillar para tener valor.
Pareciera que la vida pierde intensidad, autenticidad, pero nada más lejos de la realidad.
Encuentras la belleza en la simplicidad, en los contrastes, en las sombras que se contraponen con la luminosidad tenue de los días aciagos.
Aprendes a disfrutar del silencio sin añorar la euforia, de un buen libro que acalla el bullicio o una caminata suave, tranquila.
La vida en blanco y negro puede ser más plena que la vida en technicolor.
Los matices de gris que unen el blanco puro con el negro azabache son infinitos.
En esas infinitas tonalidades grises habitan la duda, la complejidad, la ambigüedad.
Esa visión monocroma suele ser un símbolo de madurez, dejamos de percibir el mundo como disparatadas dicotomías, bueno - malo, correcto - incorrecto, y al aceptar esa escala de grises admitimos que la vida no es perfecta, pero sigue siendo digna de ser vivida.
También hay belleza en la nostalgia.
Encontraremos consuelo entre nuestros recuerdos, en las historias pasadas, en esas imágenes nebulosas de tiempos que nunca volverán.
- Cris había recorrido ya una buena parte de su camino de vuelta por aquella playa inmensa y percibía la melancolía que le provocaban aquellos pensamientos.
Una melancolía suave, una calma que echaba de menos en el presente caótico que le tocaba vivir.
Era como volver a lo esencial de la vida, a lo que de verdad importaba, dejando a un lado lo urgente.
Cuando aprendes a vivir en blanco y negro disfrutas de los momentos simples, sin necesidad de artificios, no renuncias a tus sueños, a la alegría, al entusiasmo y entiendes que casi siempre menos es más.
- Cristina llegó a su destino, al final de aquella playa, ahora ya inmersa en la penumbra del ocaso y súbitamente observó que el colorido crepúsculo se había convertido en un mar de sombras, en una línea infinita de grises que la entrelazaba con la luz de la luna llena.
Pensarte
Pensarte es una costumbre que no me enseñó nadie.
Nos vimos un día y desde entonces no has dejado de volver, no a mis días, no a mi puerta, a mi mente, a mi alma, a esos lugares vacíos que ahora tú has hurtado y les has dado forma.
Te presentas una y otra vez como eco que nunca se extingue, como aroma que pervive cuando ya te has ido.
Ojalá vinieras a mis brazos cada vez que arribas a mi mente.
Intento el olvido entre risas y huecas conversaciones, pero solamente consigo regresar, una y otra vez a esa imagen de verdes ojos entrecerrados en silencio.
Hay frases sin voz –suspiradas–, que no nacen del capricho, no surgen del orgullo, no brotan de la impaciencia, manan desde ese frío lugar –doloroso– donde habita la ausencia.
Y yo, intentado continuar, fingiendo olvido compartiendo risas prestadas y huecas conversaciones, regreso, una y otra vez al mismo lugar, a esa imagen, tus ojos cerrándose en silencio y tu voz, esa que mi memoria ha aprendido a proteger como el más sagrado de los secretos.
¿Cuántas veces al día vienes a mi mente?
¿Y por qué nunca a mis brazos?
Noches, en las que mi almohada es testigo de todo lo que no consigo decir.
Durante horas puedo hablarle de ti en susurros, deseando que –donde quiera que estés– puedas escuchar.
En nuestras mentes –en la mía– todo es posible, vuelves, sonríes, te quedas.
La realidad es una fría estancia donde solamente ese pensamiento y yo habitamos.
Ojalá supieras cuántas veces te he abrazado sin tocarte.
Cuántas veces he contenido el impulso de buscarte, de romper la distancia, de rendirme ante este amor que se ha vuelto invencible incluso en tu ausencia.
Hay algo cruel y bello en este constante devenir, pensarte duele, es verdad, pero me mantiene vivo.
Eres herida y alivio, sombra y luz.
Porque aunque tus pasos no se crucen con los míos, aunque mis brazos sigan vacíos, cada vez que asaltas mi mente, el mundo se detiene un breve instante para verte pasar.
Mínimo consuelo es el pensamiento cuando mi alma desea tacto.
La mente puede inventar, fantasear, pero el cuerpo extraña.
Y yo te extraño.
No como extrañaría un lugar o un momento, te extraño como esa parte de uno mismo que ya no está.
Ojalá vinieras a mis brazos con la misma frecuencia con la que te presentas en mi mente.
Y, de esta manera, dejarías de ser un sueño que regresa, para así convertirte en un abrazo que no se va.
Tu dolor
El dolor se instala en silencio, sin pedir permiso, sin hacer ruido.
En el fondo de tu alma se abre un espacio que nadie ve, un vacío que camina contigo adonde quiera que vayas –a todas partes–.
Te esfuerzas por sonreír, por seguir con la rutina, por hacer que parezca que todo está bien. Pero dentro de ti, algo ha cambiado.
Ya no eres la misma persona que eras antes.
Hay una sombra que te acompaña, suave pero constante, recordándote aquello que ya no está.
Y nadie lo nota, y no porque no quieran, sino porque es una herida –profunda– que no sangra.
No hay señales visibles, no existen suficientes palabras con las que se pueda explicar cómo puede ser que algo tan intangible puede pesar de esa manera.
Habrá quien te diga que “el tiempo todo lo cura”, otros evitarán hablarte de ello.
Y tú caminas cada día soportando esa carga fingiendo ligereza.
Te conviertes en un experto del disimulo, del “estoy bien”, cuando tu único anhelo es que alguien consiga escuchar ese amargo silencio que te habita.
Cuando ves que el mundo sigue su curso y tú –paulatinamente– te vas quedando atrás, como si te hubieras detenido en el tiempo resulta especialmente duro.
Las risas, las reuniones, los planes… todo se ve realmente lejano, como si ya no pertenecieras a esa realidad.
Aquello que para otros es cotidiano, se ha vuelto extraño para ti, porque algo fundamental se ha desmoronado en ti, ese pilar invisible que daba sentido a tu vida.
Y lo intentas, verdaderamente lo intentas.
Te levantas, te vistes, sales, charlas…
Pero es como vivir tras una ventana empañada, lo ves todo,… en la distancia.
Te sientes sola, incluso rodeada de gente porque tu dolor es difícil de compartir.
¿Cómo explicarle a alguien que te falta algo que ya no pueden ver? ¿Cómo traducir un silencio interno en palabras que otros comprendan?
A veces solamente necesitas que alguien se siente a tu lado y no diga nada, que reconozca tu lucha interior aunque no pueda notarla desde fuera.
Hay días en que la niebla parece disiparse brevemente, respiras más profundamente y parece que el recuerdo no duele tanto.
Y luego, sin previo aviso, vuelven esas inesperadas olas que te ahogan, y vuelves a sentirte sola con tu verdad, con tu dolor.
Por más que te rodeen, por más palabras de aliento, nadie sabe realmente cómo te sientes y eso es lo que más pesa.
Almas
A veces, cuando cae la noche, nos envuelve el silencio y el mundo parece caminar más lentamente, respiro profundamente –despacio– y mirando al cielo, me dejo envolver por ese lejano misterio.
Y allí están, –siempre– con ese fulgor antiguo que sugiere secretos que ni el tiempo ha conseguido disipar.
Las estrellas, misteriosas, recónditas, insondables, siguen ahí, contemplándonos.
¿Esferas de plasma ardiendo?
Yo veo en lo infinito de cada una de ellas algo íntimamente humano.
Quizá cada una no sea más que un alma, sí, un alma que alguna vez amó, soñó, sintió.
Y su luz no es otra cosa que el suspiro eterno de quien no ha dejado de brillar en su interior.
Pienso en ti e imagino que ese cielo se enciende un poco más.
Como si el solo recuerdo de tu risa pudiera encender constelaciones.
Como si el amor que nos une no tuviera raíces en la tierra, sino alas en ese cielo, eternamente nocturno.
Ellas –nuestras estrellas– son mudos testigos del discurrir de nuestras historias, de nuestras vidas, pero también son el eco de nuestras más puras emociones.
Nuestros antepasados –quizá los más románticos– defendían que la muerte era la antesala de un viaje cuyo objetivo era que nuestras almas acabaran transmutando en esas lejanas estrellas.
De esta forma cuando alguien a quien amamos parte, no lo perdemos del todo, nos contempla, nos ilumina con su luz.
Es presencia que no se toca, se siente.
Eso es amar, ver al otro como una estrella, inalcanzable a veces, pero indispensable para que nuestro propio universo siga girando.
Tú has sido mi constelación favorita.
Has dado forma a mi cielo, has orientado mis pasos, me has hecho soñar incluso cuando la noche parecía demasiado oscura.
Sí, las estrellas son almas y en cada una se guarece el calor de un abrazo, la ternura de aquel “te amo”, la esperanza de un reencuentro.
El cielo –nuestro cielo– no es solamente polvo y gas, se compone de todo lo que hemos sentido y no ha querido morir.
Cada noche, buscando respuestas allá arriba, no veo el pasado, sino lo eterno.
Lo nuestro.
Y si algún día te sientes sola, solo mira el cielo.
Busca la estrella más brillante.
Allí estaré yo, amándote como siempre.
Como un alma que no sabe apagarse.
Encontrarse en el ritmo del otro
Desde aquel día –ya lejano– imaginaba que llegaría ese momento en que bailarían juntos.
No recordaba cuándo nació aquel deseo, pero ahí estaba, presente como una suave melodía que nunca se rendía sonando en su mente.
Tal vez fue aquella primera vez en el pasillo de las galletas, te movías con naturalidad, ligera.
O quizás aquella tarde –lejos– cuando nuestros ojos se reconocieron por más tiempo del habitual.
Desde entonces, un deseo, un anhelo silencioso… bailar contigo.
Un baile íntimo, al límite del secreto, en un lugar, un tiempo donde no importa el ritmo o la técnica, solamente la conexión.
Esas yemas de tus dedos rozando las mías, acariciando sin poseer, poseyendo sin pensar, todo bajo una tenue luz, un rincón tranquilo, sin observadores, solamente tú y yo viajando a lomos de aquella melodía casi desconocida.
Esa forma de bailar que expresa más que las palabras, donde cada paso es una promesa, una confesión que se disimula en cada movimiento.
Bailar contigo, instante fugaz, poderoso, compartiéndonos, diciéndonos, sin hablar.
Tomarte de la mano, acercarnos y sentir que todo encaja, que no falta nada, que el mundo se desvanece mientras la música sigue sonando.
Ese baile sería cercanía, complicidad, confianza, una forma distinta de vernos, mostrarnos sin miedos, exponer esos silencios que solamente se entienden con el cuerpo, con esa mirada fresca, divertida, con ese leve giro en medio de una canción.
Ese momento –tantas veces imaginado– breve, volátil.
Creo saber qué canción estaría sonando, cómo sería el primer paso, si reiríamos por torpeza o por nervios, o si simplemente cerraríamos los ojos y dejaríamos que el vaivén de la música le indicase a nuestros cuerpos que hicieran lo que siempre han querido hacer, encontrarse en el ritmo del otro.
Quizás nunca suceda.
Posiblemente sigamos cruzando nuestras vidas sin atrevernos a dar ese paso.
Pero –hasta ese momento– la esperanza sigue ahí, al acecho de que el día menos pensado, en el lugar menos esperado sonará esa melodía.
Al doblar la esquina
Se revelaban los primeros rayos del amanecer de un día que prometía ser abrasador.
Con su pequeña mochila de cuero se dirigía hacia su primera reunión de una jornada que se anunciaba agotadora.
Doblando una esquina, se lo tropezó, allí estaba, silencioso, tristemente abandonado.
Su destino parecía ser el contenedor de basura más cercano, pero este se había salvado.
Era una edición lujosa, pero ni siquiera esto lo había salvado del avance tecnológico.
Se quedó mirándolo –embobado–, y agachándose lo recogió suavemente, casi con timidez.
Lo sacudió para quitarle un poco de tierra que se le había pegado y al darle la vuelta no podía creer lo que veía.
Era tanta su incredulidad que se encontró –sin pensarlo– leyendo en voz alta: “Cien años de soledad”.
Los libros son silenciosos y en ese silencio habita una voz –magnífica– que no necesita alzar el tono para ser escuchada.
Entran en tu vida sin ruido, no irrumpen, no imponen, solamente se abren –se muestran– como una flor a la espera de ser descubierta.
Cuando tus dedos temblorosos descubren su contenido y tu mirada acaricia su interior comienzan a hablar.
Sin sonidos, solamente con esas imágenes que parecen brotar dentro de tu mente; susurros del alma en tus oídos.
Esa intimidad que los libros nos regalan tiene algo profundamente romántico, ni necesitan testigos, comparten contigo su mensaje, su historia en esa soledad compartida entre cada página y tu corazón.
Cada una de las palabras que lo conforman son pequeños tramos de un puente que cada uno de nosotros transita de lo escrito a lo soñado.
Cada párrafo es una aventura prometida, un consuelo, una verdad.
En ese hablar mudo, los libros deletrean los nombres del deseo, la esperanza, la pérdida o el amor con una intensidad infinitamente mayor que cualquier voz humana.
Un libro te invita a desaparecer de tu mundo, repentinamente sin entender qué está ocurriendo te encuentras en otro lugar, en otra época, en otra piel.
Aquellos personajes –tus nuevos amigos– viven contigo, caminas a su lado, ríes y lloras compartiendo sus dichas y desdichas y, cuando lo cierras, su ausencia se vuelve insufrible como la de un amante que ha partido.
Ellos –los libros– no solamente cuentan historias, las crean contigo, por eso te necesitan tanto como tú a ellos.
Necesitan de tu imaginación para dejar de ser tinta dormida y convertirse en fuegos artificiales en la oscura noche que es a veces nuestra vida.
Ellos saben de la vida lo que nadie sabe, lo que nadie puede imaginarse, guardan secretos que solamente comparten con aquellos que tienen el atrevimiento de adentrarse en su silencio.
Nuestra convergencia con ellos siempre es una novedad, cada vez que vuelves y relees aquel mensaje, curiosamente ha cambiado sin modificar ni una sola de sus palabras y es que tú ya no eres el mismo y ellos se transforman contigo, invariables.
En este mundo de ruido, de vértigo, un libro es un verdadero y sincero acto de amor, amor lento, profundo, sin exigencia alguna.
Te esperan, te acompañan.
Y cuando al fin los abres, cruzan los abismos del tiempo y el espacio para encontrarte porque solamente en tu imaginación es donde pueden germinar sus verdades, sus sueños, sus pasiones.
Silenciosos, sí.
Pero un buen libro –como un gran amor– nunca se olvida.
Solamente espera ese momento perfecto en que volverá a ser leído.
Miró a su alrededor y estaba solo, abrió su pequeña mochila y encontró un hueco para su nuevo tesoro.
Hoy –al llegar a su casa– volvería a abrir aquel libro por enésima vez para descubrir qué secretos escondía desde la última vez que lo había disfrutado.
No hay marcha atrás
El crepúsculo se deslizaba en un prolongado suspiro, y en el aire se percibía un aroma a deseo antiguo, a flores de esas que solamente lucen sus encantos en las tinieblas nocturnas.
Sus andares retaban al destino a cada paso, envuelta en un breve vestido que rozaba su piel, –un recuerdo– una promesa.
Aquel viejo portón de forja antigua arropaba su espera, allí –donde la ciudad se hacía silencio– y donde todo lo importante estaba por ocurrir.
No necesitaron palabras.
Solamente con el roce de sus miradas desnudaron sus almas antes que sus cuerpos.
En sus ojos, una pasión contenida, un anhelo mudo, una historia ya escrita.
Al fin, Clara llegó a su lado, Daniel le tomó la mano –lentamente– con devoción, sus dedos se entrelazaron y con ellos sus almas, sus miedos,… una rendición.
Echaron a andar –sin rumbo– y la ciudad desapareció tras sus latidos.
Sus besos no –sin timidez alguna–, eran confesiones de amor.
El tacto, su lenguaje de fuego.
La piel bajo sus dedos era un sincero poema escrito en el aire.
Cada respiración se volvió más densa, como si el aire no bastara.
Cuando él cerró la puerta ninguna duda consiguió traspasarla, ya no existía ni el antes ni el después, solamente aquel “ahora”, ardiente, inevitable.
Aquella última defensa, aquel breve vestido, se deslizó hasta el suelo y no hubo en sus ojos lujuria, solamente pura veneración.
Como si el universo se hubiera detenido ante aquel milagro, ante aquella entrega.
Temblaba, pero no de frío, era el vértigo de saberse deseada, sin máscaras, sin reservas.
Se aproximó a ella, la tocó como se toca la música, con pasión, con reverencia.
Ella respondió dejándole disfrutar de la danza de su espalda, la curva de su cuello y con aquellos suspiros que brotaban de aquel manantial secreto.
Se amaron sin tiempo, sin medida, sin tregua.
No fue solamente piel, fue alma, verdad.
Al caer agotados –rendidos– en la penumbra supieron que habían cruzado un umbral sagrado.
No había regreso.
Aquel encuentro los había marcado, se habían tatuado uno dentro del otro.
Hay momentos que no se repiten.
Hay cuerpos que no se olvidan.
Y hay encuentros que –por su intensidad–, por su verdad, ya no tienen marcha atrás.
Me gustaría hacerte reír
Cada vez que te pienso, veo cómo se iluminan tus ojos cuando sonríes, y percibo esa risa que estalla como un dulce eco,… no puedo evitar desearlo.
No te busco en los grandes gestos ni en las palabras perfectas, solamente en ese momento en que olvidas el mundo, te relajas y dejas que la felicidad asome a tu rostro.
Hacerte reír es una forma de amarte, es ese acto íntimo, –casi sagrado– con el que mi alma se alimenta.
En nuestros días grises, en las rutinas que nos derrotan, entre esos pensamientos que nublan el corazón, me gustaría ser quien te robe ese instante de alegría, ese susurro, esa broma inesperada, tu mirada cómplice… cualquier excusa con la que poder arrancarte una sonrisa, tu adorable risa.
Tardes repletas de eternas risas, momentos que, bajo la oscuridad de la noche, nos encuentren abrazados, al margen del resto del mundo.
Conversaciones ligeras, tontos juegos de palabras aliviando el peso de los días.
Y el brillo de tus ojos cuando te ríes, ese que me hace sentir que todo vale la pena.
Días difíciles, silencios incómodos, cansancio y distancia.
Pero sobre todo en esos momentos, me gustaría recordarte que aún podemos reír.
Que mientras exista esa chispa de humor, siempre habrá un puente entre tú y yo, ese lenguaje subterráneo, –secreto– que solamente nosotros podemos entender.
Hay momentos en que me imagino –vislumbro– escenas, momentos.
Tú en medio de tus cosas, distraída, y yo apareciendo con alguna ocurrencia.
Deleitarme en tu sorpresa, tu ceño fruncido y súbitamente esa carcajada tuya que me derrite.
O encontrarnos en un mal día, y que sin pensarlo, con un gesto torpe o una palabra absurda, consiga cambiar tu ánimo, aunque sea por un mínimo instante.
Quizás el amor finalmente sea eso, desear ser refugio y alegría para el otro.
Y si pudiese hacerte reír, sentiré que te estoy dando algo valioso.
Porque tu risa es vida, es luz, es un extraordinario regalo.
Y me encantaría ser, quien más veces te lo inspire.