No hay marcha atrás

El crepúsculo se deslizaba en un prolongado suspiro, y en el aire se percibía un aroma a deseo antiguo, a flores de esas que solamente lucen sus encantos en las tinieblas nocturnas.

Sus andares retaban al destino a cada paso, envuelta en un breve vestido que rozaba su piel, –un recuerdo– una promesa.

Aquel viejo portón de forja antigua arropaba su espera, allí –donde la ciudad se hacía silencio– y donde todo lo importante estaba por ocurrir.

No necesitaron palabras.

Solamente con el roce de sus miradas desnudaron sus almas antes que sus cuerpos.

En sus ojos, una pasión contenida, un anhelo mudo, una historia ya escrita.

Al fin, Clara llegó a su lado, Daniel le tomó la mano –lentamente– con devoción, sus dedos se entrelazaron y con ellos sus almas, sus miedos,… una rendición.

Echaron a andar –sin rumbo– y la ciudad desapareció tras sus latidos.

Sus besos no –sin timidez alguna–, eran confesiones de amor.

El tacto, su lenguaje de fuego.

La piel bajo sus dedos era un sincero poema escrito en el aire.

Cada respiración se volvió más densa, como si el aire no bastara.

Cuando él cerró la puerta ninguna duda consiguió traspasarla, ya no existía ni el antes ni el después, solamente aquel “ahora”, ardiente, inevitable.

Aquella última defensa, aquel breve vestido, se deslizó hasta el suelo y no hubo en sus ojos lujuria, solamente pura veneración.

Como si el universo se hubiera detenido ante aquel milagro, ante aquella entrega.

Temblaba, pero no de frío, era el vértigo de saberse deseada, sin máscaras, sin reservas.

Se aproximó a ella, la tocó como se toca la música, con pasión, con reverencia.

Ella respondió dejándole disfrutar de la danza de su espalda, la curva de su cuello y con aquellos suspiros que brotaban de aquel manantial secreto.

Se amaron sin tiempo, sin medida, sin tregua.

No fue solamente piel, fue alma, verdad.

Al caer agotados –rendidos– en la penumbra supieron que habían cruzado un umbral sagrado.

No había regreso.

Aquel encuentro los había marcado, se habían tatuado uno dentro del otro.

Hay momentos que no se repiten.

Hay cuerpos que no se olvidan.

Y hay encuentros que –por su intensidad–, por su verdad, ya no tienen marcha atrás.

Siguiente
Siguiente

Me gustaría hacerte reír