Al doblar la esquina
Se revelaban los primeros rayos del amanecer de un día que prometía ser abrasador.
Con su pequeña mochila de cuero se dirigía hacia su primera reunión de una jornada que se anunciaba agotadora.
Doblando una esquina, se lo tropezó, allí estaba, silencioso, tristemente abandonado.
Su destino parecía ser el contenedor de basura más cercano, pero este se había salvado.
Era una edición lujosa, pero ni siquiera esto lo había salvado del avance tecnológico.
Se quedó mirándolo –embobado–, y agachándose lo recogió suavemente, casi con timidez.
Lo sacudió para quitarle un poco de tierra que se le había pegado y al darle la vuelta no podía creer lo que veía.
Era tanta su incredulidad que se encontró –sin pensarlo– leyendo en voz alta: “Cien años de soledad”.
Los libros son silenciosos y en ese silencio habita una voz –magnífica– que no necesita alzar el tono para ser escuchada.
Entran en tu vida sin ruido, no irrumpen, no imponen, solamente se abren –se muestran– como una flor a la espera de ser descubierta.
Cuando tus dedos temblorosos descubren su contenido y tu mirada acaricia su interior comienzan a hablar.
Sin sonidos, solamente con esas imágenes que parecen brotar dentro de tu mente; susurros del alma en tus oídos.
Esa intimidad que los libros nos regalan tiene algo profundamente romántico, ni necesitan testigos, comparten contigo su mensaje, su historia en esa soledad compartida entre cada página y tu corazón.
Cada una de las palabras que lo conforman son pequeños tramos de un puente que cada uno de nosotros transita de lo escrito a lo soñado.
Cada párrafo es una aventura prometida, un consuelo, una verdad.
En ese hablar mudo, los libros deletrean los nombres del deseo, la esperanza, la pérdida o el amor con una intensidad infinitamente mayor que cualquier voz humana.
Un libro te invita a desaparecer de tu mundo, repentinamente sin entender qué está ocurriendo te encuentras en otro lugar, en otra época, en otra piel.
Aquellos personajes –tus nuevos amigos– viven contigo, caminas a su lado, ríes y lloras compartiendo sus dichas y desdichas y, cuando lo cierras, su ausencia se vuelve insufrible como la de un amante que ha partido.
Ellos –los libros– no solamente cuentan historias, las crean contigo, por eso te necesitan tanto como tú a ellos.
Necesitan de tu imaginación para dejar de ser tinta dormida y convertirse en fuegos artificiales en la oscura noche que es a veces nuestra vida.
Ellos saben de la vida lo que nadie sabe, lo que nadie puede imaginarse, guardan secretos que solamente comparten con aquellos que tienen el atrevimiento de adentrarse en su silencio.
Nuestra convergencia con ellos siempre es una novedad, cada vez que vuelves y relees aquel mensaje, curiosamente ha cambiado sin modificar ni una sola de sus palabras y es que tú ya no eres el mismo y ellos se transforman contigo, invariables.
En este mundo de ruido, de vértigo, un libro es un verdadero y sincero acto de amor, amor lento, profundo, sin exigencia alguna.
Te esperan, te acompañan.
Y cuando al fin los abres, cruzan los abismos del tiempo y el espacio para encontrarte porque solamente en tu imaginación es donde pueden germinar sus verdades, sus sueños, sus pasiones.
Silenciosos, sí.
Pero un buen libro –como un gran amor– nunca se olvida.
Solamente espera ese momento perfecto en que volverá a ser leído.
Miró a su alrededor y estaba solo, abrió su pequeña mochila y encontró un hueco para su nuevo tesoro.
Hoy –al llegar a su casa– volvería a abrir aquel libro por enésima vez para descubrir qué secretos escondía desde la última vez que lo había disfrutado.