Lo que tenemos
En esa remezcla diaria entre el bullicio mundano y la carga de los días nos olvidamos de mirar, de mirar con calma.
Se nos olvida –que a menudo– lo esencial no suele brillar y mucho menos hacer ruido.
Lo importante suele estar ya a nuestro lado susurrando bajito.
Esa taza de café al despuntar el alba, las manos que nos rompen con cada caricia o las risas imprevistas.
Nuestra vida debería tratar de amar lo que ya tenemos.
El techo que protege nuestro existir, una comida sencilla, el abrazo que no espera recompensa.
Si miramos –con atención– a nuestro alrededor reconoceremos actitudes, gestos, momentos que valen más que el oro y se nos pasan inadvertidos.
Amar lo que ya tenemos, lo que disfrutamos en el día a día no es una rendición de nuestras aspiraciones, ni mucho menos dejar nuestros sueños atrás.
Es agradecer el camino, por muy duro que este haya sido.
Es mirar atrás sin rencores, vivir el presente con ternura y enfrentar el futuro con esperanza.
Es amarnos, con nuestras cicatrices, nuestras dudas, nuestras contradicciones.
Es entendernos suficientes, que obramos en cada momento de la mejor manera y con la mayor honestidad de la que éramos capaces en ese momento.
Si amas lo que tienes se transforma tu mirada, no buscas afuera, aprendes a cuidar lo importante, a estar más presente y casi sin darte cuenta vives con el corazón más abierto.
Porque cuando aprendes a amar lo que tienes, olvidas medir la vida por lo que falta.
Se trata de eso, de amar sin prisas, sin condiciones.
Observar la belleza en lo cotidiano, en la imperfección , en la realidad.
Solamente así tu vida será más liviana, más sincera y –sobre todo– más tuya.
Casualidad o destino
La primera vez que se vieron fue a través de una pantalla, trece pulgadas que le supieron a poco.
Julia vivía en Buenos Aires, Pedro en Madrid.
Una videollamada grupal –una reunión de empresa– los cruzó por casualidad, y algo en la forma en que él sonrió cuando se despidió quedó flotando en la mente de ella.
Pedro, por su parte, aun recordaba cómo se le iluminaban los ojos a Julia cuando defendía sus proyectos e ideas.
Después de aquella “casualidad”, comenzaron a intercambiar mensajes fuera del horario laboral, muy tímidamente al principio, luego con la naturalidad de quienes comparten un idioma más íntimo que el verbal.
Durante meses, su relación fue creciendo entre pantallas, audios nocturnos y llamadas improvisadas.
La diferencia horaria jugaba a la contra, pero siempre encontraban un momento, un resquicio diario para acercarse, desde miles de kilómetros de distancia.
Cada conversación era una exploración, cada silencio una promesa no explicitada.
No sabían qué era lo que tenían, pero sabían que era algo real.
Una tarde de marzo, en una llamada especialmente larga, Julia preguntó:
— ¿Y si nos viéramos?
Pedro sonrió del otro lado, como si hubiera estado esperando la pregunta.
— ¿Dónde?
Ella dudó unos segundos. Luego, como si ya lo hubiera soñado:
— En Zanzíbar.
— ¿Zanzíbar? —rió él—. ¿Por qué ahí?
—Porque no es tu casa, ni la mía, es terreno neutral.
Porque está lejos de todo y de todos.
Y porque me gustaría que esa primera vez, ese primer lugar que nos vea juntos sea único.
Dos meses, aún habían de esperar dos meses para verse.
Y llegó el mes de julio –la mejor época para ir a Zanzibar– caminando hacia el mostrador en Ezeiza, Julia esbozaba una indisimulada sonrisa, la misma que se reflejaba en la cara de Pedro cuando esperaba su turno en el mostrador de Iberia en Barajas.
En unas horas estarían cara a cara en una isla lejana, una isla acariciada por las aguas del Indico, de playas de blanca arena y donde ese guardián de nuestra vida –el tiempo– pareciera no existir.
Pedro llegó un par de horas antes, se sentó en un pequeño banco de aquel diminuto aeropuerto.
Tenía miedo a ese primer encuentro, a ese momento crucial que podría romper la magia de la distancia que los había llevado hasta allí.
Al levantar la vista –entre la multitud– apareció, destacaba con aquella rubia melena alborotada, mochila al hombro –de cuero– desgastada por mil viajes, mil momentos.
Se abrazaron –en silencio, de verdad–, el miedo había salido corriendo y aquel abrazo –de treinta segundos– borró de un plumazo aquellos últimos meses de forzada separación.
Sus cuerpos se reconocieron al fin.
—Estás acá —dijo ella, con los ojos llenos de lágrimas.
—Siempre estuve —respondió él.
Aquellos días, aquella isla se convirtió en un refugio.
Pasearon las callejuelas de Stone Town, descubrieron los mercados multicolores de telas y especies.
Se perdieron –noche tras noche– en playas solitarias, arrullados por el rumor de las olas, con sus manos entrelazadas.
Compartían desayunos frente al mar, cenas a la luz de las velas, y silencios que ya no necesitaban traducción.
Aquella tarde alquilaron una pequeña barca y llegaron hasta un pequeño banco de arena que solamente emergía de las aguas con la marea baja.
Extendieron una pequeña manta sobre la arena y se recostaron en la oscuridad disfrutando de un cielo eternamente estrellado.
—¿Esto es real? —preguntó Julia, tomando la mano de Pedro.
—Si tu lo deseas será lo mas real que hayas vivido jamás.
—¿Y después?
Pedro la miró, con dulzura. Se refería a los días que se avecinaban, a los aviones que los devolverían a sus rutinas en la distancia.
—Después… seguimos. Como hasta ahora. O mejor. Ya nos vimos, Julia. Ahora sabemos que todo lo que sentimos tenía cuerpo.
Ella sonrió, aunque una sombra le cruzó el rostro.
—Pero yo no quiero volver a la pantalla. Ya no.
Pedro se sentó, con el mar –tibio– mojándole los pies.
—Busquemos cómo hacerlo real. Tal vez no mañana, ni el mes que viene. Pero hagamos un plan. No quiero que esto sea solo un divertimento de verano.
Julia se incorporó también y apoyó su cabeza en su hombro.
—Yo tampoco.
Ese fue su acuerdo. Básicamente sus miradas dijeron, nos queremos.
Zanzíbar no iba a ser el punto final, sino el inicio.
Durante las noches restantes, escribieron planes en la arena, encontrarían la manera de acercarse, unos meses en una ciudad, luego en la otra, quizás encontrar un lugar nuevo para ambos.
Las olas se llevaban las palabras, pero ellos las atesoraban en sus corazones.
Y llegó el último día, caminaron por la playa, de la mano, en silencio.
No querían empañar aquel momento con promesas apresuradas ni dramatismos. Solo caminar.
Respirar aquel ambiente, aquel salitre íntimo.
Guardar cada segundo.
En el aeropuerto, justo antes de separarse, Pedro la miró a los ojos.
—Te veo pronto.
—¿Dónde?
—Donde sea que estemos listos para seguir.
Se abrazaron como la primera vez, pero ahora con la certeza de lo vivido.
El amor en la distancia ya no era una fantasía.
Había tenido sabor a curry, olor a salitre y piel al sol.
Julia regresó a Buenos Aires con arena en los bolsillos y su corazón rebosante.
Pedro volvió a Madrid con pocas ganas.
No sabían cuánto tardarían en encontrarse otra vez, pero sabían que ya nada volvería a ser igual.
Habían cruzado medio mundo para encontrarse en un lugar que no pertenecía a ninguno.
Y de esa manera, lo convirtieron en parte de su historia.
Huye conmigo
Susurro de almas que arden.
Huye conmigo.
No como quien se escapa de algo, sino como quien se libera de la nada.
Ven, deja caer los cerrojos del deber, deja a un lado ese reloj con su silenciosa dictadura. Huyamos lejos, donde el viento no quiera ser nombrado, donde no existan polvorientos caminos predeterminados, ni paredes que nos separen del cielo.
Huye conmigo, quisiera vivir sin más certezas que tu aliento rozando mi cuello en la madrugada.
Este mundo pierde todo sentido si no puedo perderme en la verde campiña de tus ojos.
El tiempo, –mi tiempo– se mide con la calidez de tus besos.
El roce de tus dedos incendia mi vida.
Vamos, tomemos el abismo como un jardín.
Huye conmigo a ese rincón sin nombre, donde el sol nos alimenta y la luna nos observa cómplice, callada, mientras tus latidos golpean sobre mi pecho desnudo.
No preguntes a qué lugar, el destino es indiferente con nuestras almas entrelazadas.
Exploraremos galaxias sobre la arena de la playa –en silencio–, encenderemos una hoguera con cada roce de nuestras manos.
Huye conmigo, dejemos atrás la ciudad adormecida, los días vertiginosos, las promesas que no nos pertenecen.
El amor también es desobediencia, vuelo.
Y yo quiero volar contigo, sin planes predeterminados, sin permisos, solamente con la certeza de que nuestras manos entrelazan nuestras almas.
Huye conmigo, crearemos un mundo –nuestro mundo– donde las noches no duelan, donde los silencios no sean distancia, sino música.
Un mundo de suspiros donde escribir eternidad en cada recoveco de tu espalda.
Huye conmigo, no será una historia perfecta, sino una verdad ardiente.
Y si el mundo se acaba mientras corremos, que nos encuentre riendo, besándonos a toda prisa, sabiendo que fuimos valientes.
Valientes por amar así: sin medida, sin juicio, sin vuelta atrás.
¿Tendrías miedo por mi?
Querida:
Hay algo que ronda mi mente desde hace días.
Es una pregunta que no sé si alguna vez te atreviste a hacerme, pero que siento, que se esconde entre tus silencios, entre tus largas miradas, entre los momentos en los que te ausentas… aunque sigas ahí.
¿Tendrías miedo por mí?
No por lo que pueda hacerte, ni por algo que haya hecho.
No es ese tipo de miedo.
Es el que nace cuando te importa tanto alguien, que imaginarlo sufriendo te hace doler hasta los huesos.
Y sí… tendría miedo por ti.
Tendría miedo si un día decidieras guardar para tus adentros lo que te rompe por fuera.
Si comienzas a disfrazar el dolor con sonrisas.
Si te alejaras porque creyeras que avanzar sola es más fácil.
Me daría miedo que llegaras a pensar que no eres importante, o que el mundo estaría mejor sin ti.
Porque nada de eso es cierto. Nada.
Tendría miedo si un día dejaras de soñar, si la vida dejara de emocionarte, si te resignas.
Me asustaría ver que apagas esa luz que tanto amo en ti.
La forma en la que ves el mundo, en la que te enfrentas al caos con valentía, incluso cuando no lo sabes.
Y no, no es un miedo que me paraliza.
Es uno que me despierta, me alerta.
Es un miedo que me empuja a buscarte cuando estás demasiado callada, a abrazarte cuando no sabes pedirlo, a recordarte que no estás sola. Nunca.
Si algún día sientes que todo se cae, quiero que sepas que puedes caer también… pero caer en mí.
Que si alguna vez te tiemblan las piernas, yo estaré ahí, firme.
Que si no puedes con tus pensamientos, caminaré contigo hasta que se vuelvan más livianos.
A veces no hace falta entender todo lo que pasa en tu mente.
A veces basta con estar.
Porque sí, tendría miedo por ti.
Porque tu existencia me importa.
Porque tu tristeza me toca.
Porque tu alegría también es mía.
Así que si alguna vez te preguntas si a alguien le dolería ver cómo te pierdes… si a alguien se le rompería el alma por no saber cómo ayudarte… ya tienes la respuesta.
Sí. Yo tendría miedo por ti.
El mar
Ese inmenso espejo donde el cielo se disuelve en el oleaje –el mar– es mucho más que una mezcla de agua y sal.
Es el susurro eterno del mundo, emoción líquida.
A sus pies las almas se desnudan sin temores y sus íntimos pensamientos se tornan espuma.
Hay algo enigmático en ese vaivén que nos evoca el ritmo acompasado del corazón, como si esa lengua de nostalgias y profundos silencios fuese un idioma compartido.
Deleitarse en su contemplación es un maravilloso acto de rendición.
Te sientas frente a él y tu interior se desmorona como si el oleaje te despojase con cada golpe de todos aquellos lastres que no se ven.
En su abismo –en su memoria- atesora los secretos de los hombres y las lágrimas de los siglos.
Cada ola, cada suave onda parece arrastrar un mensaje, un pergamino olvidado por los tiempos, escrito con tinta de sal y deseos.
Por momentos sereno, por momentos furioso, espejo del alma.
Susurros, bramidos, murmullos, el mar habla en un lenguaje que no se entiende con la mente, sino con el cuerpo, con el corazón.
En la oscuridad de la noche, cuando recibe las caricias de la luna, el mar se convierte en un inmenso amante que abraza con melancólica dulzura.
Brilla, pues acoge en su vientre miríadas de estrellas, como si la inmensidad del universo buscara refugio en sus aguas donde poder soñar.
Podría llorar sin tristeza bajo ese bordado de luces, tan grande, tan antiguo, tan sabio.
El mar no pregunta, no juzga, solamente te recibe y abraza.
Puedes hablarle sin palabra alguna, contarle todo aquello que no puede decirse en alta voz.
El mar nos enseña, a soltar, a fluir, a regresar.
El mar nos enseña, a no aferrarnos, porque al igual que las mareas –con su cadencia infinita– todo va y todo vuelve.
Nuestras heridas invisibles se curan al roce de su sal y su brisa lava esos pensamientos que tanto nos duelen.
El mar, es el alma abierta de la tierra.
Es la poesía de nuestro mundo en movimiento.
Es abrazo, espejo, abismo y consuelo.
Un lugar donde perderse y encontrarse al mismo tiempo.
Un lugar donde nuestro corazón, por fin, respira en libertad.
Mirar al vacío
¿Recuerdas aquella primera noche mirando al vacío?
No ese vacío cotidiano que se esconde tras una ventana o entre la pausa de una conversación, sino ese otro vacío, mucho más profundo, mucho más íntimo.
Ese instante eternamente paralizado en el tiempo en el que, de pronto, todo deja de tener sentido y el silencio pesa más que cualquier palabra.
Muchos no se atreven a recordarlo.
Algunos lo evitan, otros lo transforman en poesía, y algunos pocos lo abrazan como si de una revelación se tratara.
Era de noche, siempre es de noche cuando uno mira por primera vez al vacío.
Porque ese es el momento en el que el alma se encuentra sin faro.
El mundo sigue girando, la ciudad duerme o finge dormir, y tú estás ahí, inmóvil, inerte, con tus ojos abiertos –sin objetivo alguno– en la oscuridad.
Tal vez estabas en tu cama, con el pecho ardiendo, consumido en preguntas, o en una azotea solitaria, contemplando aquel cielo huérfano de estrellas, o en aquella habitación extraña, lejos de casa, lejos de ti mismo.
Nunca sabes cuando va a ocurrir, ni siquiera el porqué.
Algunas veces es el dolor por una pérdida inesperada, a veces la fatiga por el mero hecho de existir, otras, simplemente, el peso de la conciencia despertando por primera vez.
Lo que sí es seguro es que esa noche, esa primera noche no la olvidarás.
Esa es la primera vez en la que uno se encuentra cara a cara con su abismo interior.
Y en ese abismo no encontrarás un monstruo, tampoco un castigo, solamente una nada silenciosa, un eco sin forma alguna. Y en esa nada, te descubres a ti mismo, mínimo, frágil, mortal.
En un principio –por inesperado– duele.
No sabrás si llorar, gritar o simplemente rendirte.
Pero no puedes dejar de mirar, como si aquel vacío tuviera algo que decirte, algo que revelarte, que pudiese adormecer aquel dolor.
Y lo tiene, pero no con palabras, sino con ausencia.
Ese vacío te lo arrebata absolutamente todo, certezas, máscaras, consuelos artificiales.
Y en ese despiadado despojo, algo en tu interior comienza a respirar distinto.
Y te asustaste. Tal vez llegaste a pensar que nunca conseguirías salir de ahí, pero lo conseguiste.
De una u otra forma, todos lo hacemos.
Llegó la mañana, o simplemente te dormiste plácidamente sin advertirlo.
Pero algo cambió aquella noche.
Ya no eres el mismo después de esa noche, atesoras una nueva grieta en ti, sí, y también una verdad que antes no conocías.
Atisbar ese vacío no es el final, si no el inicio de una búsqueda.
Ese vacío que has enfrentado no es enemigo, sino espejo, refleja lo que escondes, lo que temes, lo que anhelas. Y en su silencio, aprendes a escucharte.
Esa noche no fue solo oscuridad. Fue semilla.
Solamente quien ha mirado al vacío, aprende a mirar de verdad.
Nunca
Una vez dije “nunca”.
Con rabia, con tristeza, con el corazón roto.
Dije “nunca más”, y sentí que algo en mi interior se cerraba para siempre.
En aquel momento me pareció una muy firme –definitiva– decisión, como si aquella palabra pronunciada de forma tan rotunda –y osada– pudiera protegerme ante el dolor, la decepción o de volver a tropiezos del pasado.
El tiempo –ese gran maestro– nos enseña sin solicitar permiso.
Es así como aprendemos que “nunca” es una palabra ciertamente mentirosa.
Entre ese “nunca” y el “ahora” ocurren a menudo muchísimas cosas, tantas y tan rápido que dejamos de reconocernos en aquella persona que algún día exclamó “nunca” con tanta seguridad.
He vivido demasiadas veces los “nunca” rotos y esa es la mejor manera de llegar a entender la futilidad de pronunciar semejante palabra.
Dije que nunca volvería a hablar con aquella persona, y una noche cualquiera me la encontré al otro lado de la línea.
Dije que nunca volvería a confiar, y un día me descubrí dejando que alguien viera partes de mí que ni yo mismo entendía.
Dije que nunca me iría, y me fui.
Dije que nunca regresaría, y allí estaba otra vez.
La vida, tiene una extraña manera de acomodarlo todo.
Y en su enseñanza comprendes que entre el dolor y la calma, entre la rabia y el perdón, entre la huida y el regreso, hay un inmenso espacio.
Y en ese espacio es donde todo puede pasar.
Y ahí fue, entre el “nunca” y “ahora” donde todo pasó.
Apagué mis infiernos internos con mis lágrimas.
Conseguí enojarme con el mundo, con los demás, incluso conmigo mismo.
Sentí el estancamiento de la vida.
Pero, lentamente –muy lentamente– comenzaron a ocurrir pequeñas cosas que fueron abriendo grietas en mis certezas.
Aquella canción que hacía años había proscrito de mis escuchas y que me obligo a sonreír otra vez.
Aquel aroma que consiguió transportarme a los más bellos recuerdos.
Esa conversación inesperada.
Esa noche en la que muy a mi pesar conseguí dormir en paz.
No es el tiempo quien todo lo cura, es lo que hacemos con ese tiempo que tenemos a nuestra disposición.
Es cada pequeño acto que nos mueve un milímetro hacia otro lugar.
Algunas veces es alguien que nos tiende la mano.
A veces es el simple hecho de estar vivos un día más y atrevernos a mirar a la vida de frente.
Hoy ya no uso la palabra “nunca” con tanta facilidad y me alegro cada día por ello.
Entendí que decir “nunca” es negar la posibilidad de lo imprevisible, de lo que todavía no se ha dicho, no se ha sentido o no se ha vivido.
Una parte de mí sigue creyendo en aquellos finales definitivos, en las despedidas sin retorno.
Pero está esa otra parte que ha aprendido que todo está en constante movimiento.
Que la vida es cambio.
Que lo que hoy duele, mañana puede sanar.
Que lo que hoy parece lejano, mañana puede estar ahí, frente a nosotros.
Que el amor, la paz, la comprensión, la valentía… todas esas cosas pueden volver a brotar incluso en los terrenos que creíamos secos –yermos–.
Así que ahora, cada vez que me sorprendo pensando en decir “nunca”, respiro hondo.
Pienso en todo lo que ya cambió sin que mi intervención significase absolutamente nada.
Pienso en las veces que la vida me contradijo, para bien.
Y me digo: “espera”.
Porque sí… entre ahora y nunca pueden pasar muchas cosas.
Y si algo he aprendido, es que la vida “nunca” deja de sorprender.
Silenciosos encuentros
Aquella ciudad nunca dormía, sus luces se entremezclaban con el bullicio y la algarabía de la gente y en ese maremágnum diario aquellas dos almas se cruzaban cada día.
Cristina y Daniel, ambos transitando aquel laberinto urbano, se habían convertido en sombras familiares.
Cristina, una menuda artista cuyos verdes ojos –con su íntimo tinte grisáceo– reflejaban una inquietante profundidad, caminaba cada mañana, siempre la misma ruta, siempre la misma calle desde su casa a su estudio.
Daniel, informático de tímida sonrisa y mirada esquiva transitaba –en el mismo horario cada día– siempre la misma ruta, siempre la misma calle desde su casa a su oficina.
La primera vez que se vieron, en aquella esquina, en aquel mínimo callejón, donde el sol apenas era conocido, fue un encuentro fugaz, fugitivo.
Ella portaba un pequeño libro repleto de poemas bajo el brazo y él, ensimismado en sus pensamientos apenas reparó su presencia.
Aquella primera vez fue seguida de muchas otras coincidencias y así –poco a poco– llegó un reconocimiento silencioso –breve– que ambos esperaban cada día.
En sus “mundos virtuales” Cristina y Daniel se seguían mutuamente.
Ella compartía sus obras de arte, repletas de colorido y emociones, por su parte Daniel reseñaba cuestiones relacionadas con su mundo informático.
Sus interacciones se limitaban a algunos likes y algún comentario ocasional, y aún así, ambos sentían una inexplicable conexión.
Un día, Cristina decidió saludarle, fue un gesto mínimo, un leve ademan de su mano derecha y un “hola” que no llegó a vocalizar, acompañado de una breve sonrisa.
Daniel –sorprendido– correspondió de igual forma y aquel silencioso intercambio se convirtió en rutina de cada día, y cada vez que sus vidas se cruzaban.
Nunca consiguieron –nunca se atrevieron– a ir más allá, existía una barrera invisible que los separaba y que se antojaba insuperable.
Cristina se preguntaba como sería hablar con él, saber de sus más profundos pensamientos, comprender cuales eran las razones de su melancólica mirada.
El imaginaba qué historias se esconderían tras sus pinturas, deseando descubrir los ocultos secretos que guarecían.
Por ambas partes, el miedo a romper la magia de aquellos mudos encuentros los mantenía en ese estado de perpetua incertidumbre.
Aquella mañana llevaba uno de sus cuadros al estudio, había creado aquella obra pensando en él, al cruzarse en la esquina –como cada día– sus miradas se entrelazaron y aunque quería decirle algo sus palabras fueron atrapadas por su garganta y aquel instante se perdió.
Daniel apretaba en su bolsillo un pequeño trozo de papel donde había pergeñado unos sinceros versos repletos de romanticismo, pero no encontró el suficiente valor para entregárselo y aquel poema seguía esperando a ser leído.
De esta manera, Cristina y Daniel siguieron desgranando aquellos silenciosos encuentros, cada uno atrapado por sus deseos y sus miedos.
La ciudad seguía con su frenético ritmo, indiferente a lo que cada día ocurría en aquel mínimo espacio, en aquel pequeño rincón.
Para ellos se había convertido en su refugio, un breve espacio donde sus almas se reconocían sin necesidad de palabra alguna.
Has estado allí
Nuestra vida, cargada de incertidumbres, dolores y frustraciones consigue en algunos momentos empujar –incluso a aquellos que se creen más fuertes– a rozar sus límites emocionales.
¿Quién no se ha encontrado en ese trance alguna vez?
Todos podemos llegar a cuestionarnos el sentido de nuestra propia existencia al sentirnos desbordados.
Ese “estar al borde” no siempre se traduce en una acción concreta, casi siempre no es más que un pensamiento fugaz, un anhelo de hacerse invisible, un deseo de descanso, de desconexión ante una losa imposible de soportar.
Y para este trance no hay distingos, da igual la clase social, la edad, la educación, todos podemos encontrarnos en algún momento determinado en ese umbral oscuro.
El sufrimiento no suele dejarse ver en sociedad, sonríe quien está roto por dentro, no duermes en días y soportas tu puesto de trabajo, ayudas a otros sin saber muy bien como ayudarte a ti mismo.
Nunca sabemos que batallas está librando esa persona con la que te cruzas a diario, o esporádicamente, por eso cobra relevancia un saludo amable, una sonrisa,… empatía.
Hablar los momentos, reconocerlos y compartirlos es un paso, un primer paso.
Muchas personas han estado –hemos estado– allí, justo al borde, a centímetros de una realidad irreparable y siempre –casi siempre– ha aparecido una nueva puerta que nos ha conducido a la salida.
Nuestra vida puede cambiar de formas impredecibles y lo que hoy se nos antoja insoportable, mañana se convierte apenas en un lejano recuerdo.
Seamos conscientes que detrás de cada historia hay una lucha que merece ser reconocida y que incluso en esos momentos más oscuros siempre se vislumbra a lo lejos una mínima luz.
Una luz quizás tenue, pero siempre presente.
Tal vez la voz de alguien sea esa luz que en un susurro nos asegura, “yo también estuve allí y sobreviví”.
Su sonrisa, sus ojos
Hay sonrisas que simplemente existen, están ahí, te las encuentras paseando por la calle, a tu lado en la cola del supermercado o en la terminal de cualquier aeropuerto.
Y hay sonrisas que habitan su íntimo espacio como si pertenecieran a una dimensión más suave del tiempo.
La suya es de estas últimas, no solamente se dibuja en sus labios, sino que se enciende desde sus ojos y pareciera que su alma ha tomado la decisión de asomarse para decirnos, “estoy bien”.
Son como un rincón tranquilo –sus ojos– de un verde claro cuasi líquido.
No miran, observan, sostienen, acarician.
Tienen la hermosa virtud de reflejar lo que ocurre en su interior sin perder nunca la calma, el equilibrio que se balancea entre la transparencia y el misterio.
A veces, cuando no habla, lo hacen sus ojos en su lugar y en un hermoso susurro verde nos dice “aquí estoy”, “te veo” sin que palabra alguna deba ser articulada.
Hay una historia tras esa mirada.
No estamos ante una mirada ingenua, esa mirada ha visto, ha vivido, ha aprendido a proteger y a protegerse.
Como la bruma que se enciende con el roce de la mañana en las montañas, así sigue brillando.
Después de tanto sufrimiento, sigue brillando.
Es una sonrisa cálida, verdadera, –tímida cuando me la cruzo– pero siempre abierta como una gran ventana al sol.
Cada sonrisa suya puede alinear el mundo, disolver el ruido y opacar al mismísimo sol.
Esa conjugación, esos ojos, esa sonrisa desembocan en una armonía imposible de ignorar.
Sin realmente conocerla puedes sentir su cercanía, basta un cruce de miradas con esa suave sonrisa y uno ya no es el mismo.
Hay algo en esa manera, en como te mira, en como te sonríe, que cura, que parece decirte –aún sin conocerte– “te entiendo”.
Sin saberlo, ella tiene el don de transformar los días ajenos.
Camina por la vida consciente de que con solo mirar y sonreír puede reconstruir lo que hay roto en aquellos con los que se cruza.
Y lo hace sin el más mínimo esfuerzo , como quien respira, como quien ama sin darse cuenta.
Esos ojos verde claro –casi líquidos– en los que asoma la dulzura de la miel.
Sin sueños
Cuatro años desde la última vez que apareciste en mis sueños.
Cuatro años sin que tu voz resonara en los laberintos de mi inconsciente, sin que tus ojos inventados me miraran desde aquel rincón oculto que creía eterno.
Al principio fue una ausencia silenciosa, como una brisa que se desvanece.
No podía notar tu partida.
Con el paso del tiempo, suavemente, tu ausencia comenzó a pesar más que tu recuerdo.
Soñar contigo era mi forma de mantenerte viva, de sostenerte en esa íntima dimensión en la que aún podía hablarte sin ese maldito dolor que implica saber que ya no estás.
Eras mucho más que un recuerdo, una presencia.
Esa sombra amable que visitaba mis noches y que intentaba calmar mis días.
Aquellas apariciones eran tan vívidas que despertaba creyendo que aún podías volver, que la distancia entre la muerte y la vida era solo cuestión de cerrar los ojos.
Y luego, aquel día, nada.
El silencio se instaló también en mis sueños.
Y entendí que tu ausencia se había profundizado, que incluso mi subconsciente –ese que se aferraba– había comenzado a dejarte ir.
No hay fecha exacta para esa última vez que te soñé.
Solamente sé que un día desperté y fui consciente de que llevábamos mucho tiempo sin encontrarnos.
En estos cuatro años, he aprendido a vivir con esa otra forma de pérdida.
No solo la de tu presencia física, sino la de tu imagen onírica.
Es una muerte dentro de la muerte, dejar de soñar contigo es como perderte de nuevo, pero esta vez en un plano más íntimo, más mío.
¿Soñar con alguien es una manera de que el alma diga “todavía no”?, ¿un modo de resistirse al olvido?
Y si es así entonces, ¿qué significa dejar de soñar? ¿Resignación? ¿Sanación? ¿O es simplemente el paso natural del tiempo que va limando las aristas del duelo?
He intentado provocarte, invocarte antes de dormir, mirando tus fotos, recordando tu voz, repasando historias.
Pero nada produce un resultado positivo. Como si incluso los sueños hubieran decidido descansar.
Cuatro años sin soñarte me han enseñado que el amor no desaparece, solo se transforma.
Ahora mismo ya no necesito verte en sueños para sentir que sigues siendo parte de mí.
Estás en mis gestos, en mis silencios, en la forma en que abrazo lo que me queda.
Tal vez, sin saberlo, tú también has aprendido a descansar de mí.
Quizás un día vuelvas. No lo espero, pero tampoco lo descarto.
Por ahora, acepto este vacío.
Cuatro años sin soñarte, pero con el corazón lleno de todo lo que fuiste.
Y aunque el sueño se haya adormecido, el recuerdo sigue hablando.
Y en él, todavía vives.
El tiempo y sus momentos
El reloj nos engaña, la vida no se mide en horas, minutos o segundos.
La vida se mide en momentos, no son los años los que nos definen.
El acelerado latido de una mirada, ese silencio compartido que reúne en su interior más de mil palabras, o ese instante –suspendido en el aire– cuando dos almas se encuentran.
Nuestra vida no se cuenta en los calendarios, se celebra en las emociones que nos estremecen.
Hay días eternos y años fugaces.
Cualquier tarde –bajo la lluvia– con sus manos entrelazadas es más valioso que un año entero sin amor.
Un beso robado al caer la tarde, una sonrisa cómplice o simplemente esa sensación de que todo está bien cuando esa persona especial esta ahí, a tu lado.
Esos momentos, fugaces o eternos, son los que suman valor a nuestra existencia.
Cuando amamos, nuestro tiempo se transforma, se llena de sentido.
Esos minutos junto a quien amamos siempre se vuelven breves, pero dejan huellas eternas.
Nos sumergimos en los detalles, en como alguien dice nuestro nombre, en esos ojos que brillan al reír, en la calidez de un abrazo de esos que paralizan el mundo.
Esos son los momentos verdaderos, sin prisas, solamente hay presencia y conexión.
No necesitamos más tiempo, realmente lo que necesitamos son más momentos que nos hagan sentir vivos.
Una cena improvisada a la luz de las velas, esas cartas –que ya no llegan– escritas con el corazón.
Esa llamada a medianoche para escuchar su voz…
Cuando miremos atrás no recordaremos los horarios cumplidos, solo los segundos que nos hicieron temblar.
Hay amores de verano que se recuerdan toda una vida, y miradas que se cruzan una sola vez y jamás se olvidan.
Porque lo que se graba en el alma no conoce el tiempo.
Vivir es aprender a coleccionar momentos, permitir que tu corazón lleve la cuenta.
Cuando amas con todo, cada instante es infinito.
No se trata de llegar a un destino, sino de saborear el camino, y qué mejor camino que el que se recorre de la mano.
Aquel callejón
Era un callejón como cualquier otro, olvidado en el tiempo y la rutina de la ciudad.
Estrecho, paredes descascarilladas y cubiertas de mugre que flanqueaban un pavimento carcomido por el paso de varios decenios de abandono.
Allí te vi por primera vez, en ese rincón gris, polvoriento, fue allí donde se cruzaron nuestros destinos.
Llovía ligeramente y yo buscaba un momentáneo refugio ajeno a que algo importante iba a suceder.
Y allí estabas tú, con aquella mirada temblorosa, empapada.
Cruzamos nuestras miradas durante un breve instante eterno.
Aquella mirada casual se transformo en una silenciosa conexión, un reconocimiento imposible de explicar, como si nos conociéramos de una vida anterior.
El murmullo de mis pasos rompió el hielo entre nosotros, luego llegaron las palabras, tímidas, inseguras pero totalmente sinceras.
Me hablaste de tú historia, o al menos de aquella parte más intima que pocos habían escuchado.
Y aquella lluvia seguía cayendo, –lentamente– sin prisa.
Hablamos de música, de literatura, de heridas –de las de verdad– invisibles, de esas que solamente encuentran cura en el correr del tiempo o compartidas con las adecuadas compañías.
Aquel callejón, –pasaje entre dos calles, pasaje entre dos realidades– se convirtió en refugio insospechado de nuestras almas.
Un espacio ajeno, atemporal, donde solamente existíamos tú y yo.
La ciudad siguió latiendo –impasible– pero en aquel rincón apartado del espacio-tiempo nació algo que desvió el rumbo de nuestras vidas.
Pasaron varias horas que –en aquel callejón– parecieron días enteros.
La lluvia cesó, el sol se adueñó del cielo y nosotros ya no éramos los mismos.
No sabíamos que había ocurrido, no sabíamos si aquella lluvia era la causa, no sabíamos si aquello sería amor, amistad o simplemente un imborrable recuerdo.
Lo que si sabíamos, –ambos– lo que si sentíamos era que lo ocurrido no era un simple accidente, era un comienzo.
Pasaron los años y ese callejón sigue siendo parte de nuestra historia.
A veces, cuando pasamos por allí nos detenemos un momento, no para repetir lo que fue, sino para agradecerlo.
Porque allí, entre muros desgastados y adoquines viejos, nos conocimos.
Porque en ese rincón oscuro, encontramos luz.
Y porque ese día, sin saberlo, comenzamos a escribir una historia que aún continúa.
Bajo la lluvia
Allí estabas, bajo la lluvia.
El cielo –todo el cielo– parecía haberse abierto solamente para ti.
Sin paraguas, sin miedo, únicamente tu sonrisa rodeada de relámpagos y aquellos pasos que cosían el alma del viento al empedrado de las calles.
Y te vi bailar bajo la lluvia.
Fue un breve instante, estático, detenido, una grieta en el tiempo, y en ella, lo cotidiano se volvió milagro.
Aquellas gotas acariciaban tu cuerpo como notas de una secreta melodía y tú, tú danzando sin aparente coreografía.
A cada giro de tus pies desnudos hallabas tu propio ritmo, infernal, poético.
El agua de lluvia te abrazaba y tú la invitabas, quizá porque comprendías que algunas lluvias limpian, algunas lluvias lavan antiguas heridas y desnudan la tristeza.
Yo no era más que el invisible testigo de tu libertad, pequeño, eterno.
Había algo sagrado en tu entrega a ese instante, una suerte de plegaria sin palabra alguna, una comunión perfecta entre tu cuerpo y el cielo, porque tu ya habías decidido –sabiamente– ser parte de aquel diluvio y de ninguna manera su víctima.
Tus cabellos ceñidos a tu bello rostro, tus ojos cerrados conversando los secretos del agua y esa sonrisa que cual dulce rayo rompía la tormenta.
Aún intento comprender si bailabas por alegría o por dolor, si tu danza era grito o era risa.
Aquella calle brillaba como si miles de espejos rotos hubiesen caído del cielo y tú –solamente tú– la cruzabas como quien no teme los afilados cristales.
Cada paso, cada giro era una promesa al corazón, ¿a mi corazón?
Sin público, sin aplausos, solamente el inquietante murmullo del agua y el susurro de mi alma contemplándote –empapada también– pero de admiración.
Nunca fuiste consciente de mi mirada, nunca percibiste como se grababa en mi ese instante, indeleble, inmortal.
Y te vi bailar bajo la lluvia, y comprendí que hay belleza que no pide permiso, que existen almas que nacen y florecen aún bajo la más terrible de las tormentas.
Cada vez que llueve, me apresuro a cerrar los ojos y te veo otra vez, girando, riendo, viva.
Bastarían algunos de tus pasos bajo la lluvia, para devolver la luz a este mundo que se siente –por momentos– demasiado gris.
Hay danzas que no se olvidan, así como hay amores que comienzan con un inesperado milagro bajo el agua.
Y yo te vi.
Te vi bailar bajo la lluvia.
Y todo cambió.
Me tiembla el alma
Hay algo en tu mirada que me desarma –me deja indefenso– destroza esas barreras que con tanto esfuerzo había levantado.
Cuando me miras, soy memoria, soy herida, soy deseo.
Intento apartar la mirada, evitar el vértigo, pero es imposible.
Hay algo invisible que me sostiene en ese breve instante, algo que parece condenar al mundo a quedarse en silencio y de esa manera dejar que solamente tu mirada y mi temblor existan.
Tiemblo, no de miedo, tiemblo porque me reconozco, me veo en tu mirada, incluso en los rincones mas ocultos de mí.
Me despojas de mis ropas sin tocarme, como si pudieras leer las grietas que intento esconder bajo mi piel.
Algunos días imagino que este temblor quizá no sea otra cosa que amor disfrazado de nervio.
O nostalgia.
O esa absurda necesidad de aferrarme a algo que no llego a entender pero que me llama.
Y tiembla mi alma.
No sabes lo que provocas, no sabes que tus ojos encierran una tormenta contra la cual no encuentro refugio.
No encuentro suficiente poesía para expresar –para explicar– lo que siento cuando tu me miras.
No encuentro metáfora –imagen– que abarque esta íntima revolución, este temblor invisible, que me transforma.
Cuando tus ojos encuentran los míos, nace un nuevo silencio, uno que no pesa –liviano– que te rodea, que abraza.
Y en ese silencio me descubro y te descubro.
Posiblemente nunca me atreva a decírtelo, o quizá algún día –en un desliz– pueda dejarlo caer frágilmente.
Si todo sigue en su lugar, si tus ojos siguen buscándome de vez en cuando, yo seguiré temblando en secreto.
Es una verdad que me atraviesa el pecho como un suspiro contenido.
Me tiembla el alma cuando me miras.