Casualidad o destino

La primera vez que se vieron fue a través de una pantalla, trece pulgadas que le supieron a poco.

Julia vivía en Buenos Aires, Pedro en Madrid.

Una videollamada grupal –una reunión de empresa– los cruzó por casualidad, y algo en la forma en que él sonrió cuando se despidió quedó flotando en la mente de ella.

Pedro, por su parte, aun recordaba cómo se le iluminaban los ojos a Julia cuando defendía sus proyectos e ideas.

Después de aquella “casualidad”, comenzaron a intercambiar mensajes fuera del horario laboral, muy tímidamente al principio, luego con la naturalidad de quienes comparten un idioma más íntimo que el verbal.

Durante meses, su relación fue creciendo entre pantallas, audios nocturnos y llamadas improvisadas.

La diferencia horaria jugaba a la contra, pero siempre encontraban un momento, un resquicio diario para acercarse, desde miles de kilómetros de distancia.

Cada conversación era una exploración, cada silencio una promesa no explicitada.

No sabían qué era lo que tenían, pero sabían que era algo real.

Una tarde de marzo, en una llamada especialmente larga, Julia preguntó:

— ¿Y si nos viéramos?

Pedro sonrió del otro lado, como si hubiera estado esperando la pregunta.

— ¿Dónde?

Ella dudó unos segundos. Luego, como si ya lo hubiera soñado:

— En Zanzíbar.

— ¿Zanzíbar? —rió él—. ¿Por qué ahí?

—Porque no es tu casa, ni la mía, es terreno neutral.

Porque está lejos de todo y de todos.

Y porque me gustaría que esa primera vez, ese primer lugar que nos vea juntos sea único.

Dos meses, aún habían de esperar dos meses para verse.

Y llegó el me de julio –la mejor época para ir a Zanzibar– caminando hacia el mostrador en Ezeiza, Julia esbozaba una indisimulada sonrisa, la misma que se reflejaba en la cara de Pedro cuando esperaba su turno en el mostrador de Iberia en Barajas.

En unas horas estarían cara a cara en una isla lejana, una isla acariciada por las aguas del Indico, de playas de blanca arena y donde ese guardián de nuestra vida –el tiempo– pareciera no existir.

Pedro llegó un par de horas antes, se sentó en un pequeño banco de aquel diminuto aeropuerto.

Tenía miedo a ese primer encuentro, a ese momento crucial que podría romper la magia de la distancia que los había llevado hasta allí.

Al levantar la vista –entre la multitud– apareció, destacaba con aquella rubia melena alborotada, mochila al hombro –de cuero– desgastada por mil viajes, mil momentos.

Se abrazaron –en silencio, de verdad–, el miedo había salido corriendo y aquel abrazo –de treinta segundos– borró de un plumazo aquellos últimos meses de forzada separación.

Sus cuerpos se reconocieron  al fin.

—Estás acá —dijo ella, con los ojos llenos de lágrimas.

—Siempre estuve —respondió él.

Aquellos días, aquella isla se convirtió en un refugio.

Pasearon las callejuelas de Stone Town, descubrieron los mercados multicolores de telas y especies.

Se perdieron –noche tras noche– en playas solitarias, arrullados por el rumor de las olas, con sus manos entrelazadas.

Compartían desayunos frente al mar, cenas a la luz de las velas, y silencios que ya no necesitaban traducción.

Aquella tarde alquilaron una pequeña barca y llegaron hasta un pequeño banco de arena que solamente emergía de las aguas con la marea baja.

Extendieron una pequeña manta sobre la arena y se recostaron en la oscuridad disfrutando de un cielo eternamente estrellado.

—¿Esto es real? —preguntó Julia, tomando la mano de Pedro.

—Si tu lo deseas será lo mas real que hayas vivido jamás.

—¿Y después?

Pedro la miró, con dulzura. Se refería a los días que se avecinaban, a los aviones que los devolverían a sus rutinas en la distancia.

—Después… seguimos. Como hasta ahora. O mejor. Ya nos vimos, Julia. Ahora sabemos que todo lo que sentimos tenía cuerpo.

Ella sonrió, aunque una sombra le cruzó el rostro.

—Pero yo no quiero volver a la pantalla. Ya no.

Pedro se sentó, con el mar –tibio– mojándole los pies.

—Busquemos cómo hacerlo real. Tal vez no mañana, ni el mes que viene. Pero hagamos un plan. No quiero que esto sea solo un divertimento de verano.

Julia se incorporó también y apoyó su cabeza en su hombro.

—Yo tampoco.

Ese fue su acuerdo. Básicamente sus miradas dijeron, nos queremos.

Zanzíbar no iba a ser el punto final, sino el inicio.

Durante las noches restantes, escribieron planes en la arena, encontrarían la manera de acercarse, unos meses en una ciudad, luego en la otra, quizás encontrar un lugar nuevo para ambos.

Las olas se llevaban las palabras, pero ellos las atesoraban en sus corazones.

Y llegó el último día, caminaron por la playa, de la mano, en silencio.

No querían empañar aquel momento con promesas apresuradas ni dramatismos. Solo caminar.

Respirar aquel ambiente, aquel salitre íntimo.

Guardar cada segundo.

En el aeropuerto, justo antes de separarse, Pedro la miró a los ojos.

—Te veo pronto.

—¿Dónde?

—Donde sea que estemos listos para seguir.

Se abrazaron como la primera vez, pero ahora con la certeza de lo vivido.

El amor en la distancia ya no era una fantasía.

Había tenido sabor a curry, olor a salitre y piel al sol.

Julia regresó a Buenos Aires con arena en los bolsillos y su corazón rebosante.

Pedro volvió a Madrid con pocas ganas.

No sabían cuánto tardarían en encontrarse otra vez, pero sabían que ya nada volvería a ser igual.

Habían cruzado medio mundo para encontrarse en un lugar que no pertenecía a ninguno.

Y de esa manera, lo convirtieron en parte de su historia.

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