Silenciosos encuentros

Aquella ciudad nunca dormía, sus luces se entremezclaban con el bullicio y la algarabía de la gente y en ese maremágnum diario aquellas dos almas se cruzaban cada día.

Cristina y Daniel, ambos transitando aquel laberinto urbano, se habían convertido en sombras familiares.

Cristina, una menuda artista cuyos verdes ojos –con su íntimo tinte grisáceo– reflejaban una inquietante profundidad, caminaba cada mañana, siempre la misma ruta, siempre la misma calle desde su casa a su estudio.

Daniel, informático de tímida sonrisa y mirada esquiva transitaba –en el mismo horario cada día– siempre la misma ruta, siempre la misma calle desde su casa a su oficina.

La primera vez que se vieron, en aquella esquina, en aquel mínimo callejón, donde el sol apenas era conocido, fue un encuentro fugaz, fugitivo.

Ella portaba un pequeño libro repleto de poemas bajo el brazo y él, ensimismado en sus pensamientos apenas reparó su presencia.

Aquella primera vez fue seguida de muchas otras coincidencias y así –poco a poco– llegó un reconocimiento silencioso –breve– que ambos esperaban cada día.

En sus “mundos virtuales” Cristina y Daniel se seguían mutuamente.

Ella compartía sus obras de arte, repletas de colorido y emociones, por su parte Daniel reseñaba cuestiones relacionadas con su mundo informático.

Sus interacciones se limitaban a algunos likes y algún comentario ocasional, y aún así, ambos sentían una inexplicable conexión.

Un día, Cristina decidió saludarle, fue un gesto mínimo, un leve ademan de su mano derecha y un “hola” que no llegó a vocalizar, acompañado de una breve sonrisa.

Daniel –sorprendido– correspondió de igual forma y aquel silencioso intercambio se convirtió en rutina de cada día, y cada vez que sus vidas se cruzaban.

Nunca consiguieron –nunca se atrevieron– a ir más allá, existía una barrera invisible que los separaba y que se antojaba insuperable.

Cristina se preguntaba como sería hablar con él, saber de sus más profundos pensamientos, comprender cuales eran las razones de su melancólica mirada.

El imaginaba qué historias se esconderían tras sus pinturas, deseando descubrir los ocultos secretos que guarecían.

Por ambas partes, el miedo a romper la magia de aquellos mudos encuentros los mantenía en ese estado de perpetua incertidumbre.

Aquella mañana llevaba uno de sus cuadros al estudio, había creado aquella obra pensando en él, al cruzarse en la esquina –como cada día– su miradas se entrelazaron y aunque quería decirle algo sus palabras fueron atrapadas por su garganta y aquel instante se perdió.

Daniel apretaba en su bolsillo un pequeño trozo de papel donde había pergeñado unos sinceros versos repletos de romanticismo, pero no encontró el suficiente valor para entregárselo y aquel poema seguía esperando a ser leído.

De esta manera, Cristina y Daniel siguieron desgranando aquellos silenciosos encuentros, cada uno atrapado por sus deseos y sus miedos.

La ciudad seguía con su frenético ritmo, indiferente a lo que cada día ocurría en aquel mínimo espacio, en aquel pequeño rincón.

Para ellos se había convertido en su refugio, un breve espacio donde sus almas se reconocían sin necesidad de palabra alguna.

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