Metálico susurro
Allí estaba, sobre aquella mesa desvencijada, —silente— como un maravilloso cuerpo que espera ser acariciado.
Una tenue luz bañaba sus bronceadas curvas —parecía latir— como si aquel silencio custodiase un corazón oculto.
Me acerqué —lentamente— con esa reverencia con la que rozas la piel de una amante dormida.
Cuando lo tuve entre mis manos el aire se volvió más denso, se convirtió en promesa.
Acerqué mis labios y aquel primer soplo se convirtió en un estremecimiento.
Aquel mínimo roce, aquel balbuceo, fue el primer suspiro de un encuentro que apenas se inicia, no era música todavía.
Aquella superficie metálica me respondió con un gemido cálido y con su primera vibración reconocí de inmediato la intensa fragilidad de mi propio deseo.
Aquella melodía comenzó a deslizarse sobre mi piel como aquella caricia que no necesita pedir permiso, como un leve murmullo —un susurro— que te enciende la sangre.
Quería habitarme, me atravesaba y no se conformaba con ser escuchado.
A medida que el aire fluía, la estancia se perdía bajo una invisible bruma, desaparecieron las paredes, el tiempo fue olvido y solamente estaba ella, aquella melodía derramándose sobre mi cuerpo como vino oscuro, lento y ardiente.
Cada uno de los recovecos melódicos se enroscaba sobre mi cuerpo —me atrapaba— cada silencio se convertía en una suerte de beso suspendido en el éter.
Parecía que aquel susurro metálico conocía de mí más que yo mismo, más de lo que me atrevía a reconocer, y en su voz encontré una desnuda intimidad, un profundo secreto compartido sin palabras.
Cerré los ojos —un instante— y entonces no era yo quien lo tocaba, era él quien me tocaba a mí, quien pareciera poseerme.
Se volvió carne, piel, respiraba, su voz se convirtió en la de aquella amante que susurra historias de deseo y melancolía, que te envuelve con su ternura y te hiere dulcemente al mismo tiempo.
El final no fue abrupto, más bien un suave y melancólico desvanecimiento como aquel abrazo que se debilita pero se resiste a soltarte.
Su último aliento permaneció flotando, tembloroso y en ese instante, en ese silencio que siguió, pude descubrir que yo también estaba desnudo, no en el cuerpo, sino en lo más hondo, en lo más profundo de mi ser.
Volvía a reposar sobre aquella mesa desvencijada, pero ahora yo sabía que algo de mí habitaba su interior, —atrapado— en sus entrañas de bronce.
Aquel ya no era el mismo saxo que encontré sobre aquella desvencijada mesa y yo ya no era el mismo.
Habíamos compartido un acto íntimo, un encuentro de pieles invisibles, nos habíamos entregado, —rendido— derramado lágrimas, tan humanas y tan imposibles como solamente él podía hacerlo.
Descubrimos lo esencial, amor y música no buscan explicarse, solamente sentirse.
Perfecto
Se hace esperar, sublime.