Una noche sin luz

Anoche se fue la luz, no sabemos adónde pero tampoco nos molestamos en ir a buscarla, sabíamos que tarde o temprano volvería a casa, ¿adónde iba a ir a aquellas horas?

Nuestro mundo pareció detenerse en un suspiro y —repentinamente— la casa se vistió de penumbra.

Sin pantallas, sin relojes corriendo deprisa.

Solamente nos quedó un suave silencio, casi cómplice, obligándonos a acercarnos.

Y de pronto —asomando por la puerta del pasillo, apareció ella— una vela, un universo entero en medio de la oscuridad.

Aquella minúscula vela se convirtió —en ese instante— en nuestro sol.

Un pequeño —mínimo sol— que no conseguía con su breve resplandor iluminar aquella pequeña estancia.

Pero era más que suficiente para iluminarte a ti, suficiente para que tus ojos brillasen diferentes, para traer aquellas sombras que dibujaban tu perfil con ternura y así poder yo descubrir —otra vez— que el amor no precisa de artificios, le alcanza con una breve chispa, una minúscula llama.

Minúscula, sí, pero titilaba con fuerza en un intento mágico de acompasar nuestra respiración.

Bailaba en un íntimo vaivén consiguiendo proyectar —con inusitada calidez— inverosímiles historias en aquellas vetustas paredes.

En aquel momento —hipnotizado— descubrí que la hermosura no se encuentra a plena luz, sino en la penumbra compartida.

El mundo —nuestro mundo— reducido a un pequeño círculo dorado donde nos encontramos tú, yo y esa diminuta llama.

Qué bonito cuando se va la luz, porque en el menudo destello de una vela puedes entender toda la poesía.

Tu voz es profundo murmullo, tu risa se enciende y el roce de tu mano —tibia— en la mía, se propone como seguro refugio.

No necesitamos más, la oscuridad es un abrazo.

Aquella vela se erigió en testigo mudo, danzante mientras nos mirábamos sin palabras, en silencio.

En cada gota de cera podíamos intuir cómo se derretía nuestro tiempo y que lo único eterno era ese instante, perdidos el uno en el otro.

Envueltos en aquella suave penumbra vivimos con menos, pero sentimos más.

Más ternura, más verdad, más cercanía, bajo aquella pequeña llama lo cotidiano se torna sagrado, una charla trivial es una confesión, un silencio es una caricia y un beso en aquella penumbra arde más que cualquier sol.

Aquella vela nos estaba regalando intimidad, nos obligaba a mirarnos lento, a escucharnos, a recordarnos que el amor es presencia.

Qué bonito cuando se va la luz… porque, bajo aquel resplandor danzarín descubrimos que la oscuridad también puede ser luz.

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Metálico susurro