No tenemos tiempo
Siempre pensé que tendríamos tiempo.
Tiempo para aquellas caricias demoradas, aquellos besos que se postergaron en la ingenua certeza de que mañana serían más maduros.
Siempre pensé en el tiempo como un aliado generoso, que las horas seguirían estirándose como infinitos hilos y que el destino esperaba pacientemente.
Me decía una y otra vez que habría tiempo para decirte lo que callaba, para permitir que mi voz temblase desnuda en la tuya, e invitarte a habitar el silencio conmigo.
Aplazaba cada una de mis confesiones como quien guarda un tesoro —inútil— convencido de que aquel brillo hipnótico no se extinguiría.
Y precisamente el tiempo, ese cómplice que nos parecía eterno, resultó ser un amante celoso, caprichoso, fugaz.
Creí que tendríamos tiempo para caminar más despacio contigo, para —juntos— leer las gotas de lluvia en los cristales, para inventarnos promesas sin temor a que fuesen devoradas por el calendario.
Me confié, como si los segundos fuesen inagotables, como si el universo me debiera un crédito a perpetuidad de instantes —momentos— a tu lado.
Y ahora me descubro rememorando los instantes huidos como arena entre mis dedos.
Entendiendo que nuestro tiempo no puede guardarse , no se aplaza ni se negocia.
Simplemente se ha de vivir, se ha de arriesgar y se ha de abrazar con la urgencia de lo irreemplazable.
Cada mirada debe ser dicha, cada leve roce debía ser fuego y cada silencio compartido.
Lo único verdadero es este instante, y esperarte un poco más es perderte.
Siempre creí que habría tiempo.
Pero la verdad —la realidad— es que el tiempo nunca espera.
Y en la lucha constante contra el tiempo amarte debe ser siempre ahora.