Y la vida se volvió oscura

Y la vida se volvió oscura.

No de un instante a otro, sino con esa lentitud casi imperceptible con la que cae la tarde sobre una habitación.

Primero se apagaron las risas, después aquellos pequeños gestos de ternura, y finalmente quedó sólo un denso —espeso— silencio que lo envolvía todo.

No era un silencio en paz, sino uno lleno de ausencias, de preguntas sin respuesta, de gritos callados, de miradas perdidas hacia rincones donde antes habitaba la esperanza.

El corazón, acostumbrado a latir con entusiasmo, comenzó a arrastrarse con un nuevo ritmo, como si cada golpe pesara toneladas.

Y los días se hicieron largos, sinuosos, como corredores interminables en los que cada paso llevaba a lugares hasta entonces inexistentes, un pasillo sin ventanas, un cuarto cerrado.

La luz, esa cómplice fiel de la vida, se retiró —con disimulo—, y en su lugar se instaló una penumbra que no solo conquistó sus ojos, sino también su alma.

En esa oscuridad, los recuerdos comenzaron a brillar con más fuerza que el propio presente. Como frágiles velas, se encendían escenas del pasado, una caricia en medio del frío, una palabra que sonaba como refugio, una sonrisa que bastaba para devolver el aire.

Esas llamas —fugaces— se consumían rápidamente, dejando tras de sí más sombra, más vacío.

Y la vida, que alguna vez fue un río claro y fresco, se transformó en un rígido estanque, quieto, cubierto por una neblina que nadie parecía capaz de disipar.

La oscuridad no solo era ausencia de luz, era también un peso.

Se sentía en el pecho, en la garganta, en los pensamientos que giraban en círculos como pájaros atrapados en su triste jaula.

No había brújula ni mapa.

Solamente un caminar lento, cansino, torpe, casi a ciegas.

Y sin embargo, en medio de ese paisaje desolado, algo permanecía, una chispa mínima, diminuta, obstinada, que se negaba a extinguirse.

Porque incluso cuando inesperadamente la vida se vuelve oscura, el alma busca instintivamente un resquicio, un filo de claridad por donde pueda traspasarnos la esperanza.

Y aunque nuestros ojos no lo vean, aunque tus manos no lo alcancen todavía, esa posibilidad existe, como existe la certeza de que después de la noche, tarde o temprano, siempre amanece.

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Una noche sin luz