El callejón de las brujas

En aquel lugar se respiraba melancolía, como aquella herida que nunca termina de cerrarse del todo.

Un lugar que no se nombra en voz alta por temor a invocar a los fantasmas que allí viven atrapados.

Entre aquellos muros cubiertos de musgo y silencio —húmedos— el tiempo se enroscaba en infinitas espirales devolviendo reflejos —destellos— de lo que se había perdido.

Cuando transitas ese lugar no avanzas, retrocedes, como si nuestros pasos fuesen arrastrados por memorias que no nos pertenecen.

Allí el viento es distinto, no te acaricia, te roza con frialdad, como si unos dedos invisibles buscasen aferrarse a aquello que alguna vez fue.

En los alrededores se rumorea que las brujas eligieron aquel pequeño callejón no para esconderse del mundo, sino para llorarlo.

Se reunían a medianoche —en la penumbra— para conjurar despedidas.

Caminarlo solo es como hundirse en un espejo que te devuelve todas tus ausencias.

Los viejos balcones, inclinados y oxidados por el tiempo, parecen vigilar con recelo, y sus marchitas enredaderas nos recuerdan un esplendor que ya nunca volverá.

En el pueblo hay quienes aseguran que en el recodo más angosto de aquel callejón, aquel donde la oscuridad parece tragarse cualquier rayo de luz, el aire se espesa y puede percibirse la presencia de alguien que nunca se fue.

Cuando hablas con ellos te explican —fascinados— que aquella presencia no es otra cosa que el espíritu de una bruja enamorada, condenada a esperar eternamente a quien la traicionó.

Aquella primera vez que lo cruzamos juntos, apenas se adivinaba entre las nubes una magnífica luna llena.

Tu mirada reflejaba la penumbra y fui consciente de que había algo irremediable en nuestra historia.

Cuando penetramos en aquel callejón un absoluto silencio nos envolvió como si todo el mundo hubiese desaparecido excepto nosotros.

Nos atenazó un miedo suave, íntimo como un certero presagio de una futura pérdida.

Aún resonaba en mis recuerdos su voz —quebrada— diciéndome, “aquí los besos pesan más”.

Y tenía razón, en aquel lugar un gesto de cariño se vuelve promesa eterna y como toda promesa eterna se convierte en un juramento imposible de sostener.

Posiblemente por eso, quienes aman en ese callejón siempre acaban dejándose algo, un mínimo fragmento de piel, una sombra, una herida que arde incluso en la lejanía de los años.

El callejón de las brujas no es cruel, pero tampoco compasivo.

Retiene y conserva —como un relicario roto— todo lo que el amor suele dejar atrás, lágrimas, silencios, juramentos incumplidos.

Salí de allí contigo y, sin embargo, al mirar atrás, tuve la certeza de que una parte de nosotros se había quedado enredada entre aquellas piedras, atrapada en aquella penumbra, aguardando a la intemperie.

Y desde entonces comprendí que el verdadero hechizo de ese callejón no es la magia, sino la condena dulce de recordar siempre lo que se pierde.

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Un murmullo invisible