Tatuaje

Nunca es un golpe que te tumbe, tampoco una furiosa tormenta, siempre es una fina lluvia —orballo— que te cala suave, lentamente, impregna tu ropa, se infiltra en tu piel y alcanza tus huesos.

Se instala en tus silencios, en ese breve lapso de tiempo en que el mundo parece detenerse y tú te descubres respirando más lentamente.

Inunda los pliegues de tu memoria, las fotografías que ya no ves, los nombres que duelen.

No necesita gritar, su murmullo, su constante roce te recuerda que está ahí, es ese eco que nunca podrás silenciar.

Cuando la tristeza —cierta tristeza— te abraza, ya nunca llega a soltarte del todo.

Secretamente, su persistencia desprende una cierta dulzura, porque en esa constante melancolía anida una curiosa forma de compañía, un testimonio que nos recuerda que hemos amado y perdido, que hemos sido —y somos— vulnerables.

La tristeza —esa que nunca se va— se convierte en la prueba irrefutable de que somos humanos, de que la vida —a la que tanto nos aferramos— nos ha tocado con sus afiladas aristas y nos ha regalado cientos de cicatrices invisibles.

Caminas a su lado y acabas por comprender que no estorba tanto, pero que nunca deja de estar ahí, rozándote.

Hay días de tristeza ligera, como si se tratase de un mínimo velo, que tiñe de nostalgia todo aquello que te rodea.

Los recuerdos se abren y se agolpan como antiguas flores, la risa de alguien ausente, el aroma de aquel verano que no puede volver, aquella melodía olvidada.

Son momentos en los que la tristeza es un tenue rayo de luz que acaricia en lugar de herir.

Y hay días de tristeza espesa —áspera— que te obliga a bajar la mirada, callas lo que te gustaría gritar y caminas lento, muy lento.

Es en esos días cuando sientes el peso —constante— de su abrazo, ese abrazo obstinado que no atiende a tiempos ni a distancias.

Intentas apartarla y ella vuelve —una y otra vez— porque esa tristeza, tu tristeza, no es una visita pasajera, es más bien un invisible tatuaje cuya tinta se filtra y deposita en lo más hondo de tu alma.

Esa tristeza —ese espejo— te devuelve la imagen de tus pérdidas y entremezcladas también están tu ternura, tus recuerdos y tu manera de caminar.

¿Qué sería de nosotros sin ese resto de melancolía que, aún doliendo, nos define?

Esa tristeza —que nunca suelta— fina cuerda que nos une a nuestro pasado, también nos sostiene.

Nos recuerda quiénes fuimos, los caminos recorridos y nos acompaña porque el viaje continúa.

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