He abierto los ojos y tú no estabas

Aquella silenciosa habitación se convirtió en una losa insoportable, como si cada brizna de aire supiera que faltabas.

El amanecer se filtraba tímidamente por nuestra ventana, coloreando de un dorado pálido las sábanas vacías a mi lado, y en ese mismo instante comprendí que algo se había roto para siempre.

No eran solamente las horas de tu ausencia, era la certeza de que nunca más podrías volver.

La mente, —cruel, generosa— comenzó a reconstruir tu risa, tu manera de fruncir el ceño cuando pensabas en algo, la calidez de tus manos buscando las mías incluso en mis más profundos sueños.

Me vi a mí mismo —allí— rodeado de recuerdos como quien se aferra a un pedazo de madera en medio de un naufragio.

Pero la corriente me arrastraba —inexorable— a un lugar donde tu voz no podía alcanzarme.

Perder a alguien insustituible no es solamente un golpe, es un eco que se repite una y otra vez en tu interior.

Se encuentra en las mínimas cosas, en tu taza de siempre, en el aroma atrapado en aquella bufanda, en nuestras más dulces melodías, las mismas que ahora hieren.

Se encuentra en esas frases que me descubro imaginando que te diría, y sabiendo que ya no hay a quien decírselas.

Al fin consigo levantarme y camino por la casa como un extraño.

Cada rincón, cada recoveco conserva tu huella, pero habitada por un vacío que no consigo nombrar.

Delante de nuestro espejo mi reflejo se diría más viejo, como si aquella noche me hubiera robado más que tus pasos, como si se hubiera llevado un fragmento de mí.

Y quizá tal vez sea eso lo que la palabra insustituible significa, que ninguna presencia, ninguna voz, ningún abrazo puede ocupar el exacto lugar que abandonaste.

Algunas veces, el dolor se torna físico.

Pesa sobre mis hombros, quema en el pecho, oprime mi garganta.

Me descubro rastreando señales de ti, una sombra avanzando por el pasillo, un aroma inesperado.

Quizá sea esperanza, quizá locura y las dos me mantienen en pie.

Ahora —pasado el tiempo— recuerdo tus palabras cuando hablábamos de la muerte —aquellas veces en que lo hacíamos como si fuera un tema ajeno—.

Me enseñaste que nadie se va del todo mientras alguien lo recuerde.

Ahora eso es a lo que me aferro como a una promesa, intentando esculpir tu presencia en mi memoria —con precisión— para que ni el tiempo pueda desgastarla.

Ignoro si algún día aprenderé a transitar por mi vida sin ti, o si simplemente tendré que sobrevivir con ese inmenso hueco, como quien convive con una herida que nunca se cierra del todo.

Lo verdadero, —lo real— es que he abierto los ojos y tú no estabas, y fue en ese preciso instante cuando el mundo —mi mundo— se diluyó de forma irrevocable.

Este amanecer es distinto, no porque el sol brille más débil, sino porque tú no estás para verlo conmigo.

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Cicatrices