Que haces mañana?

Allí estaba, rodeada, inmersa en el murmullo suave de aquel café y la suave luz de aquel neón que atravesaba los cristales.

No recordaba si fue su sonrisa, sus ojos inquietos o aquella manera en que sujetaba –acariciaba?– aquel libro entre sus  manos lo que lo llevó a acercarse.

En aquel instante, todo aquello que había sido importante hasta entonces se apartó repentinamente y quedó olvidado en un lejano rincón de su mente.

Cada paso acercándose a ella latía acompasado con su corazón.

No había plan, nada ensayado, apenas unas manos temblorosas de quien se atreve a soñar despierto.

Se detuvo a su lado, temiendo perturbar aquel momento demasiado perfecto.

Ella levantó la mirada, sorprendida primero, luego con aquella tierna sonrisa –su sonrisa– que pareció envolverlo todo.


—Hola —murmuró él, como quien pronuncia un conjuro.


Ella inclinó levemente la cabeza, invitándolo a continuar, deseando que continuara.

Fue en ese gesto donde él encontró una complicidad inesperada, un espacio seguro para el atrevimiento.

Las palabras se enredaban, se atropellaban en su garganta, y de todas las posibles, solo aquella sencilla pregunta logró escapar.


—¿Qué haces mañana?


Era una pregunta que encerraba más de lo que aparentaba.

No era curiosidad casual, sino un real anhelo disfrazado de cotidianeidad.

Era la manera –tímida– de decirle, quiero verte de nuevo, quiero saber cómo te ríes cuando no te observan los demás, quiero conocer el mundo a través de tus historias.

Ella parpadeó, –sorprendida– por aquella velada franqueza.

Sus labios –aquellos hermosos labios– dibujaron una sonrisa que iluminó el incipiente crepúsculo más que cualquier rayo de sol.

Cerró el libro delicadamente, como sellando un capítulo y preparándose para abrir otro.


—Mañana… —respondió con voz suave— creo que estaré esperando que alguien me invite a un paseo inesperado.


El aire pareció llenarse de melodías invisibles.

Los relojes perdieron el control del tiempo y aquel instante se volvió eterno.

Ya no necesitaban más palabras, con aquella breve conversación habían tejido ya un puente hacia el mañana.

Un día que ahora se vestía de promesas, de miradas compartidas, de paseos sin rumbo, de conversaciones interminables recostados en la arena, bajo el cielo estrellado y acompañados con aquella luna siempre cómplice.

El le dedicó una sonrisa, liberado al fin de su nerviosismo.

La incertidumbre del futuro se convirtió en un lienzo en blanco, y era ella el color preferido con que deseaba pintarlo.

No era solo un encuentro casual, era el inicio de una historia que podría ser eterna o efímera, pero que merecía ser vivida intensamente.

Atravesaron la puerta de aquel café juntos, los pasos en sintonía, como si desde siempre hubieran sabido que aquel día llegaría.

Y mientras el sol se despedía tras los edificios, ambos supieron, sin necesidad de decirlo, que mañana ya no sería otro día más.

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Para siempre