Para siempre

Suele presentarse –el amor– como un suave susurro en medio del ruido, como una promesa marcada a fuego en nuestra piel, como un “para siempre” latiendo más fuerte que la razón.

Nos miramos buscando encontrar nuestra casa en aquella mirada, y creemos –con el alma entreabierta– que aquello será eterno, que el mundo se rendirá ante la fuerza de este amor.

Y sí, comenzando, todo es fuego y cielo.

Las palabras se entrecruzan y se vuelven refugio, las manos se entrelazan como raíces, y los días se saturan de un brillo que parece invencible.

Y llega el tiempo –implacable, sabio– y va desnudando verdades que no quisimos ver.

Se desnuda aquel paraíso que –ahora– descubrimos como espejismo de esperanza.

Algunos amores se confunden con destino y solamente son lecciones disfrazadas de eternidad.

Nos aferramos al “para siempre” como quien intenta atrapar el humo entre los dedos, sin darnos cuenta de que lo real ya se ha ido, las miradas ya no hablan, los abrazos ya no salvan.

Y ese amor –equivocado– no siempre duele a gritos, casi siempre es un dolor silencioso, en la renuncia lenta, en la losa de la rutina, en esos sueños que se desvanecen en lo cotidiano.

Es un adiós que no se expresa, una tristeza habitando los recovecos del alma.

Una vez más el tiempo lo cambia todo y transforma el adiós en oportunidad.

Soltar –aunque doloroso– no siempre es perder, a veces es salvarse.

Si aceptamos que aquel “para siempre” fue un error estaremos encaminando nuestros pasos hacia un amor verdadero, aquel que no encadena, que no exige perfección, que comienza por uno mismo.

Aquello que creímos eterno se manifiesta como un puente para llegar a nosotros mismos, y encontrarnos.

Y aunque duela despedirse de lo soñado, siempre es más digno irse que quedarse por miedo.

Merecemos un amor poema, no prisión, un amor vuelo, no ancla.

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