¿Donde están?

Las recuerdo vagamente, durante las cálidas noches del verano, danzando entre los árboles.

Cuando nuestro mundo giraba más lento, un día nos parecía eterno y un año parecía no terminar nunca.

Cuando tu mano rozaba la mía y todo era una promesa.

Ese mundo lento, callado, era más nuestro.

¿Dónde están?

A veces me lo pregunto, con esa dulce nostalgia –esa saudade– que nace cuando recordamos cosas que pudieran ser solamente sueños.

¿En qué lugar se escondieron esas diminutas almas de luz?

Flotaban en el cálido aire de las noches como suspiros encendidos.

Eran parte del misterio, de la magia del amor.

No se podían atrapar sin que perdieran su luz.

Como tú, como el amor verdadero.

Caminábamos por el campo –sin rumbo– sin hablar, no lo necesitábamos.

Entre nosotros, el silencio se convertía en un lenguaje, infestado de miradas cómplices, de gestos suaves.

Y al caer la noche –oscura– sin estrellas, sin luna, llegaban ellas, danzarinas, alegres, reinando en su mundo de oscuridad.

Se encendían y apagaban al ritmo de tus latidos.

Y yo –secretamente– anhelaba que una de esas luces se posara sobre tu cabello.

Como si de esta forma ese “momento” pudiera convertirse en eterno.

Eso fue hace mucho tiempo, ahora, rodeados de artificios en nuestras modernas ciudades me sigo preguntando dónde están.

¿Se fueron porque dejamos de mirar?

O quizás, porque ya no transitamos aquellos polvorientos caminos, con el corazón descarnado y las palabras aún sin usar.

Tal vez siguen ahí, solo que ya no sabemos verlas.

Tal vez son como los besos inesperados, como aquellas caricias que nacen sin razón.

Sutiles, efímeras, y tan reales que asustan.

Quizá nos piden que volvamos a lo simple, a lo esencial, a los mundos lentos, callados.

A ese lugar donde solo bastabas tú, una noche tibia, y la esperanza encendida en cada rincón de nuestros cuerpos.

Yo aún te espero en ese claro entre los árboles, donde todo era silencio y luz titilante.

Donde ellas nos hacían sentir que el mundo era un secreto compartido.

Y si alguna noche nos envuelve con su luz, no haré preguntas.

Solo tomaré tu mano y nos perderemos entre esas luces que titilan con timidez, con ternura, con la intensidad de lo que no necesita ser duradero para ser eterno.

¿Dónde están las luciérnagas?

Quizá en mi pecho, –dormidas– esperando que vengas a encenderlas.

Anterior
Anterior

El peor infierno

Siguiente
Siguiente

Ahí está