La poesía

Nadie, absolutamente nadie, está a salvo de la poesía.

No necesita permiso para entrar.

Llega suave, como esa brisa que se cuela por tu ventana en la madrugada, o intensa, como el escalofrío que deja una caricia inesperada.

La poesía es ese susurro que sedimenta en tu alma cuando menos lo esperas, ese estremecimiento que te atraviesa al ver una mirada, al oír un nombre, al recordar un olor.

Y entonces uno comprende: la poesía no vive sólo en los libros, vive en nuestro interior.

La poesía es íntima, como un secreto que no se puede decir en voz alta.

Es ese lenguaje al que nos abrazamos cuando ya no nos alcanzan las palabras.

Está en el amor que nos desborda, sí, pero también en aquel amor que se fue, en el que no pudo ser, y en el que aún no ha llegado.

Está en esa soledad compartida, en ese silencio que se entiende sin hablar.

Es ese tremor en tu pecho cuando la ves y sientes que el mundo se detiene un instante.

Hay momentos en que no la reconocemos –al menos inmediatamente– creemos que es nostalgia, deseo o tristeza… Sigue siendo poesía, aunque disfrazada de emoción.

Es esa manera en que nuestro corazón tiembla por dentro, sin molestar, sin hacer ruido.

Es la forma en la que el tiempo parece suspenderse cuando algo nos toca de verdad.

La poesía no se aprende, se recuerda.

Está en esa voz que te arrulló siendo niño, en aquellas palabras torpes del primer amor, en la despedida que nunca supimos afrontar.

Es la piel que aún guarda memorias, es el alma que sigue buscando su propio eco.

No, nadie está a salvo de la poesía.

Porque no busca ser entendida, no intentes entenderla, debes sentirla.

Todos nosotros llevamos una grieta –en algún rincón de nuestro pecho– por donde entra la luz y por donde –sin remedio posible– se desliza ese verso loco.

Y en ese breve instante, aunque no sea más que un suspiro, el mundo entero parece tener sentido.

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