Amar sin permiso
Amar sin permiso, en un silencio casi invisible, es como caminar descalzo sobre las sombras de la madrugada.
No grita exigiendo aplausos ni promesas, nunca reclama territorio.
Es un amor que nace y permanece en la sombra, aprende a respirar sin hacer ruido, muy consciente de que nada le pertenece, ni siquiera aquel nombre que solamente puede pronunciar en secreto, en su soledad.
Amar de esta manera ––secretamente–– es aceptar que el deseo no otorga derecho alguno, que ese sentimiento no firma contratos y que tu corazón no es llave maestra de ninguna estancia.
Aún más delicado es cuidar sin derecho, vigilar el sueño ajeno sin llegar nunca a sentarse al borde de la cama.
Preparas abrigo para ese frío que quizá nunca llegue.
Te sostienes en la distancia como si fuera una extraña forma de ternura.
Cuando cuidas sin derecho ansías el bien del otro aún cuando ese bien no te incluye.
Aprendes a amar sin invadir, a proteger sin poseer, a estar sabiendo que nunca te podrás quedar.
Es un amor amargamente bello, profundamente digno.
Cuando amas sin permiso renuncias a tu ego, eliminas esa necesidad innata de ser elegido y aceptas que ese sentimiento no siempre encuentra refugio.
Ese amor no grita “mío”, no exige reciprocidad, no cobra intereses emocionales.
Ese amor se ofrece completo sabiendo que puede no ser recibido.
En ese tu espacio íntimo, el amor se vuelve más puro y más vulnerable.
No se apoya en expectativas, solamente en la honestidad de tu sentir.
Se parece a esa carta que nunca se ha enviado, pero que se escribe en lo más profundo del alma.
A esa mano que se retira justo a tiempo para no herir.
Amar sin permiso y cuidar sin derecho es un acto de profunda libertad.