Fuera de servicio

El mundo ––la vida— avanza con una cadencia que no me espera.

Lo hace con pasos decididos, seguros, con voces que se cruzan, con manos que se buscan sin saber que yo existo.

A veces siento que camino por una acera paralela, a la vista de todos, ––invisible–– desde donde observo cómo la vida sucede sin pedirme permiso, sin siquiera mirarme a los ojos.

No es soledad exactamente; es, más bien, una distancia suave, casi educada, como si la realidad hubiese decidido hablar en voz baja para no despertarme.

La gente ríe, corre, ama, se equivoca.

Yo los veo pasar como se miran los trenes desde un andén equivocado ––fuera de servicio–– con una mezcla de curiosidad y resignación, sabiendo que no subiré a ninguno.

Hay días en los que esta lejanía duele, se instala en el pecho como un frío persistente, recordándome que no pertenezco del todo a ninguna escena, a ningún instante compartido.

Pero otras veces, en ese margen silencioso, descubro una belleza íntima.

Desde aquí todo se vuelve más nítido: los gestos pequeños, las palabras no dichas, el temblor secreto de las emociones ajenas.

Ser espectador me ha enseñado a amar sin tocar, a sentir sin ser visto, a construir un refugio con lo que otros dejan caer al pasar.

Quizá no avanzo al ritmo del mundo porque mi tiempo es otro.

Tal vez este espacio ajeno no sea un exilio, sino una habitación interior donde respiro con más calma.

Y aunque nadie me espere al final del camino, sigo caminando, convencido de que incluso desde fuera, incluso desde lejos, también se puede existir, también se puede amar, también se puede ser parte, aunque sea de una forma silenciosa y profundamente mía.

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Amar sin permiso