Sonidos de ausencia

La casa se ha convertido en un lugar extraño, demasiado atento a sí mismo.

Antes, el silencio era apenas un mínimo espacio entre tus gestos; hoy es un huésped eterno que se queda a dormir.

Echo de menos los sonidos pequeños, esos que nunca pedí pero que daban forma a los días.

El golpe seco de aquel cajón al cerrarse con prisa, como si el mueble también supiera llegar tarde.

El zumbido tibio del secador al otro lado de la puerta, anunciando que estabas ahí aunque no pudiera verte.

Ahora ya todo ocurre sin eco.

Abro los cajones con cuidado, como si temiera despertarlos.

El vaso toca la mesa sin tintinear, obediente, dócil, y me sorprendo a mí mismo con el dolor que me produce esa falta de ruido.

Antes el cristal chocaba con otro cristal y la noche parecía celebrar algo mínimo, estar juntos, nada más.

La casa ya no respira a dos tiempos.

No hay pasos descalzos cruzándose de madrugada ni risas ahogadas para no despertar al resto del mundo.

El suelo no cruje donde solía anunciarte.

El agua de la ducha cae sin testigos, y el vapor no dibuja tu silueta en el espejo.

He aprendido que el amor también se esconde en lo doméstico, en lo casi invisible.

En ese sonido de llaves que decía “ya llegué”, en la silla arrastrándose un poco más de la cuenta, en el suspiro que precedía al descanso.

Vivir solo es habitar una versión incompleta de la casa.

Todo está en su sitio, pero falta la música accidental de tu presencia.

Y cada noche, cuando apago la luz, escucho con una esperanza absurda, como si alguno de esos sonidos pudiera volver a encontrarme y recordarme que no siempre estuve solo.

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Una lágrima eterna… por el hombre pájaro