Un reflejo

Daniel, ese era su nombre, ella se llamaba Clara.

Se conocieron —casualmente— en el lugar menos romántico posible: un foro en internet sobre fotografía analógica.

Allí, entre hilos de discusión sobre carretes caducados, lentes y reveladores, sus nombres comenzaron a repetirse uno junto al otro como si el misterioso algoritmo del destino los hubiera emparejado antes de que lo hiciera la casualidad.

Al principio no eran más que algunos comentarios cruzados, respuestas técnicas, que si el ISO, la profundidad de campo, bromas sobre la obstinación de los puristas, palabras sin misterio.

Algunas semanas más tarde llegaron los primeros mensajes privados, esos que esquivaban la exposición pública y los situaban en un espacio más íntimo, aunque sus preguntas seguían siendo sobre una cámara, una recomendación de película, una foto compartida.

A la sexta semana, ya se saludaban por su nombre de pila, y poco después ya se escribían cada noche.

Nunca habían hablado por teléfono.

Nunca habían hecho una videollamada.

Nunca se habían visto más allá de aquellas palabras y aquellas imágenes que ––al principio–– se intercambiaban y ahora compartían.

—No me gusta cómo suena mi voz grabada cuando la escucho ––le confesó ella una noche––.

—A mí tampoco la mía ––respondió él––. Entonces será mejor que nos quedemos con nuestras letras. En ellas me parece que sueno más valiente.

En esa distancia se agazapaba la comodidad, esa burbuja sin riesgo aparente donde las emociones podían existir sin llegar a exponerse del todo.

Se sabían cerca, y eso les bastaba… al menos durante un tiempo.

Vivían a 600 kilómetros de distancia.

Ella en una gran ciudad costera donde el mar rugía golpeando con furia contra el paseo marítimo; él en un piso pequeño, de un pequeño pueblo, rodeado de montañas, donde el eco de su voz era su única compañía.

Los dos tejían sus vidas alrededor de sus rutinas, trabajos, responsabilidades.

Pero cada día, sin excepción, buscaban ––y siempre encontraban–– ese mínimo, breve espacio entre sus diarias rutinas donde el otro existía, donde los dos importaban.

Clara escribía desde una cafetería sentada ante unos amplios ventanales, desde donde podía divisar el gran paseo marítimo.

Le gustaba observar a la gente que paseaba, imaginarles historias, incluso vidas completas.

Daniel, lo hacía desde su escritorio repleto de carretes y libretas, esperando el sonido del mensaje entrante con una curiosa mezcla de ansiedad y calma.

A veces la conversación fluía con naturalidad, como si se conocieran de toda la vida. Otras, caía el silencio, ese incómodo espacio donde ambos sentían demasiado y decían muy poco ––casi nada––.

Ella lo notaba:

“Ojalá estuvieras aquí”, parafraseaba a Gilmour mientras miraba el mar.

Él lo intuía:

“Si me acerco demasiado, se romperá este equilibrio”, se decía, engañándose a sí mismo.

No era miedo al otro, sino miedo a la pérdida. Los dos sabían que, si daban el paso y algo salía mal, perderían ese rincón secreto, ese espacio íntimo, que les había atrapado los últimos seis meses.

Una tarde de otoño, Clara ––en un arrebato–– le envió una fotografía.

Era una instantánea de su reflejo ante el escaparate de una librería. Llevaba un abrigo gris y una bufanda roja. El cristal empañado deformaba su rostro, y sin embargo, Daniel sintió que esa imagen lo atravesaba.

—No suelo salir en las fotos —le escribió ella.

—Pues deberías hacerlo más. Atesoras una luz curiosa —respondió él.

—¿Curiosa?

—Sí, una luz de esas que uno no sabe si vienen de dentro o de fuera.

A Clara se le escapó una sonrisa frente a la pantalla. Lo imaginó a él con esa sonrisa ladeada que había deducido de sus mensajes.

Daniel, por su parte, volvió a mirar la foto. Ampliaba y reducía el encuadre, como si buscara un detalle oculto que explicara lo que sentía, escudriñando cada matiz de aquel reflejo vaporoso, etéreo.

Esa noche, no pudo evitarlo, soñó con ella. No la había visto nunca en movimiento, pero su mente le prestó un cuerpo, una voz, y una maravillosa manera de caminar. Al despertar, sintió una punzada de nostalgia, como si la hubiera perdido.

Los meses siguieron su curso.

El invierno se presentó ––inexorable–– con su rutina de infusiones calientes y esponjosas bufandas.

Cada uno pasó las fiestas rodeado de sus más allegados, pero en medio del bullicio, de los ruidos, ambos seguían encontrando ese momento especial en el que se refugiaban en el teléfono, en esa ventana donde el otro siempre estaba disponible.

Daniel comenzó a escribirle cartas. No se las enviaba, solamente las guardaba en una carpeta de su ordenador con su nombre.

Eran textos sin dirección postal, confesiones veladas.

“Hoy he imaginado cómo sería caminar a tu lado por un mercado, discutir sobre qué fruta comprar y terminar riéndonos porque al final compraríamos las dos. Me asusta lo fácil que es presumirte.”

Clara también guardaba algo. Un pequeño cuaderno azul donde escribía fragmentos de sus conversaciones, frases que la habían hecho sentirse viva otra vez.

A veces, al releerlas, le embargaba la sensación de que ya se amaban, pero en un idioma propio ––inventado––, uno que aún ni siquiera ellos mismos sabían cómo traducir al mundo real.

Un viernes cualquiera, él le escribió:

—He pensado en llamarte.

Ella ––nerviosa–– tardó casi diez minutos en responder.

—¿Y qué te lo impide?

Daniel miró el móvil. El miedo, quizás. O ese presentimiento fatídico de que al oír su voz todo cambiaría.

—Nada, en realidad. Solamente que me gusta cómo suenas en tus letras.

Clara sonrió con ternura, pero también con una punzada de decepción. Quería oírlo. Necesitaba oírlo. Quería comprobar si la vibración de su voz tenía el mismo ritmo que las palabras que tanto la habían acompañado estos últimos meses.

—Yo también —escribió simplemente—. Pero algún día tendrás que hacerlo, ¿no?

—Algún día —contestó él.

Aquel “algún día” se quedó en el aire entre ambos, como una promesa o una excusa. Ninguno se atrevió a tocarlo.

En marzo, Daniel se desplazó –por trabajo– a una feria en la capital.

Una mañana, mientras desayunaba en la terraza de su hotel, vio a una mujer con una bufanda roja cruzando la calle.

El corazón le dio un salto absurdo.

Demasiada casualidad, era imposible… ¿verdad?

Su gesto, el modo de sujetar el libro que llevaba en la mano, le resultaban familiares.

Pensó en escribirle en ese mismo instante: “¿Dónde estás ahora?”

Pero no lo hizo, miedo. Le asustó la posibilidad de una respuesta afirmativa tanto como la de una negativa.

Aquella tarde le envió un mensaje casual:

—Hoy he visto a alguien que me recordó a ti.

—¿Por qué? —preguntó ella.

—Por la bufanda.

—Entonces sí era yo —respondió con un emoji sonriente—. Estuve en Madrid por trabajo.

El mundo pareció detenerse un segundo eterno.

Él sintió que el universo jugaba con ellos, alineando coincidencias para obligarlos a cruzar aquella línea invisible que siempre habían evitado.

—Podrías haberme avisado —tecleó finalmente.

—Tú podrías haberme llamado —replicó ella.

Hubo silencio después. Un silencio inmenso, repleto de todo aquello que no se atrevieron a decir en el pasado.

En las semanas siguientes, algo cambió.

No hubo discusión, ni despedida. Solamente un suave y lento distanciamiento.

Los mensajes se hicieron cada vez más breves, las respuestas se tomaron su tiempo. Clara notaba que él se replegaba claramente y por su parte Daniel sentía que ella ya no esperaba.

Ambos se vigilaban aún, discretamente, veían las historias del otro, dejaban un “me gusta”, compartían alguna canción velada.

Pero mantenían un contacto superficial ––de compromiso––, como si el océano que los separaba se hubiera congelado.

Una noche, Clara escribió sin pensar:

“¿Por qué nos da tanto miedo lo que podríamos ser?”

Daniel leyó el mensaje varias veces antes de responder.

No lo hizo esa noche, ni al día siguiente.

Y cuando finalmente encontró las palabras, era demasiado tarde.

Ella había borrado su cuenta del foro.

El tiempo se convirtió en una cuerda floja.

Daniel intentó llenarlo con trabajo, amigos, viajes, todo aquello que le ayudara a no pensar en lo que había sucedido el último año. Pero en cada ciudad visitada, en cada rostro amable, buscaba algo de ella. Comprendió que el miedo ––la cautela–– no lo había protegido de la pérdida; solo la había adelantado.

Clara, por su parte, intentaba distraerse, comenzó a salir con alguien de su entorno. Un intento más de pasar página que no cuajó. Había aprendido demasiado bien a reconocer las ausencias disfrazadas de compañía.

Sin embargo, algo en ella había cambiado, ya no esperaba milagros. Se prometió que, si alguna vez volvía a sentir una conexión como aquella, no se escondería detrás de la prudencia.

Había transcurrido casi un año cuando Clara asistió a una exposición de fotografía en Barcelona. Era una muestra colectiva en la que varios artistas reflexionaban sobre la memoria y la distancia.

Al recorrer las salas, se encontró frente a una serie de imágenes en blanco y negro titulada “Correspondencias”.

Se componía de diversos retratos urbanos, detalles de objetos abandonados a su suerte, reflejos en cristales entumecidos.

Y en el pie de foto, un nombre: Daniel R.

El corazón le dio un vuelco.

Se fijó en una imagen que le resultaba familiar, un escaparate con un reflejo femenino apenas perceptible, envuelto en una bufanda roja.

Sí, era su foto. Aquella que le había enviado un año atrás, aquella que pretendió ser sin conseguirlo.

Se apoderó de ella una mezcla de vértigo y ternura.

De pronto, el pasado cobró sentido: él también la había estado esperando, reinterpretando su ausencia en imágenes.

Cuando terminó el recorrido, buscó al comisario de la exposición. Le preguntó si el autor estaba presente.

—Sí, claro. Ahora mismo acabo de dejarle en la primera planta, en la cafetería del museo, firmando catálogos.

Clara respiró hondo. Aquel miedo volvía con la intención de paralizarla, una vez más, pero esta vez no lo dejó decidir por ella.

Daniel la vio antes de que ella pudiese hablar.

Reconoció la bufanda ––la misma, o quizá otra parecida–– y un leve temblor en sus manos.

El tiempo se comprimió en un segundo, el bullicio del lugar desapareció repentinamente y entonces allí estaba.

—Hola —dijo ella, con una sonrisa nerviosa.

—Hola —respondió él, incapaz de contener la suya.

Ambos rieron, torpemente, como si hubieran ensayado aquel momento una y mil veces y aun así les faltaran las palabras adecuadas.

—Así que… ¿“Correspondencias”? —preguntó Clara, señalando el catálogo.

—Fue la mejor forma que pude encontrar para no olvidarte —dijo él, sin rodeos.

Ella bajó la mirada, visiblemente emocionada.

—Yo tampoco te olvidé, realmente nunca quise olvidarte. Sólo… necesitaba un poco de silencio.

—Yo necesitaba valor —admitió él—. Y me costó entender que el valor no era dejarte ir, sino atreverme a buscarte.

Se quedaron mirándose, en una pausa donde el ruido del café se disolvía.

Finalmente, Daniel habló:

—¿Quieres que te invite a un café?

—Depende… —bromeó ella—. ¿Habrá conversación o solamente exposición?

—Prometo conversación. Y esta vez, sin las malditas pantallas por medio.

Perdieron la noción del tiempo, hablaron durante horas. Sobre el año perdido, aquellas cartas no enviadas, las fotografías compartidas, y los temores, sobre todo de los temores.

Se descubrieron y se dieron cuenta de que no eran tan distintos de cómo se habían imaginado:

Ella seguía riéndose al pronunciar su propio nombre, él seguía entrecerrando los ojos al pensar.

Hubo silencios, claro, pero ya no eran incómodos.

Eran silencios que respiraban, que sabían a descanso.

A mitad de la tarde, Daniel sacó una pequeña libreta del bolsillo.

—Escribí esto el día que desapareciste —dijo—. Siempre lo llevo conmigo porque no tenía adónde enviarlo.

Clara tomó el papel con suavidad, con ternura.

Era una carta breve, escrita ––como antaño–– a mano:


“Te pienso, en cada reflejo, te habito. No sé si algún día nos volveremos a encontrar, pero si en algún momento llegas a leer esto, quiero que sepas que aún guardo un sitio donde podríamos empezar de nuevo.”

Ella levantó la vista, sus ojos se esforzaban para contener el mar de lágrimas que asomaba.

—Pues aquí estoy —susurró—. Y aún tengo ganas de empezar.

Daniel sonrió.

—Entonces hagámoslo bien. Sin miedos, sin prisas.

Ella asintió.

—Pero con fotos, eso sí.

—Y con voz —añadió él, y ambos rieron.

Durante los meses siguientes, el tiempo dejó atrás la medida de los mensajes y comenzó a medirse en gestos compartidos.

Se visitaban con frecuencia: él viajaba a la costa, compartían largos paseos por la playa disfrutando de la puesta de sol, sus pies acariciando la arena mojada, sus cuerpos indiferentes al salitre acumulado en su piel.

Luego era ella la que recorría la distancia a la inversa para encontrarse con las montañas nevadas y los senderos misteriosos que recorrían juntos.

Siempre de la mano.

Había madrugadas en que despertaban juntos, mirándose como si aún no creyeran que el otro estuviera realmente ahí. Como si dudaran de ser acreedores de la suerte que habían tenido.

Un día, Clara le dijo mientras caminaban junto al mar:

—¿Te das cuenta de que, si hubiéramos dado el paso antes, quizá no habría funcionado?

—Sí —contestó él—. A veces el amor también necesita distancia para aprender a reconocerse.

Ella asintió.

—Supongo que nos estuvimos esperando hasta que fuimos capaces de encontrarnos.

Daniel apretó su mano.

—Y ahora que lo hemos hecho, prometo no volver a esconderme detrás de las palabras.

—Ni yo —dijo ella—. Pero déjalas cerca, por si algún día las necesitamos.

Se detuvieron frente al horizonte. El cielo comenzaba a teñirse de rosa, el crepúsculo se adivinaba cercano.

El viento jugaba con la bufanda roja de Clara, la misma con la que había cruzado una calle un año atrás, la misma que había desencadenado los acontecimientos que los habían llevado hasta allí.

Él sacó su cámara y apuntó hacia ella.

—¿Una última foto?

—Solo si prometes que no será la última.

—Lo prometo.

Click.

El obturador selló el instante, pero ya no como un recuerdo lejano, sino como un presente vivo.

El amor, por fin, había encontrado su foco.

Después de varios meses de trabajo compartido, inauguraron juntos una exposición que titularon “Distancias que acercan”.

Las fotos eran de ambos: cartas, reflejos, playas, trenes, cafés, ventanas abiertas.

En la entrada, una dedicatoria común:

“A quienes se buscan sin saberlo. A los que temen dar el paso y, aun así, lo dan.

Porque a veces el amor no llega con estruendo, sino con la calma de quien, al fin, se reconoce en la mirada del otro.”

Durante la inauguración, Clara se acercó a Daniel y le susurró:

—¿Te das cuenta de que todo empezó gracias a una bufanda roja?

—Sí, y por una foto borrosa —corrigió él—. Y por dos personas que se vigilaban sin saber que estaban esperándose.

Clara sonrió, y entre los aplausos y la música suave, él tomó su mano.

La distancia había dejado de existir.

Solo quedaba el tiempo, su tiempo, ese que por fin habían decidido compartir.

Y mientras el reflejo de ambos se fundía en el cristal de una de las fotografías expuestas, Clara pensó que, a veces, el destino no grita: susurra.

Y solamente hay que atreverse a escucharlo.

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