El frío no olvida, sólo espera
Cada invierno ––puntualmente–– llegaban los carámbanos a nuestro pueblo.
Colgaban de los aleros de las casas como campanas transparentes ––límpidas–– afinadas por el viento, y cuando el sol del mediodía los tocaba, podíamos observar cómo el tiempo se derretía con ellos.
A veces, me quedaba mirándolos más de lo que debía, como si cada gota que caía marcara un instante que no volvería a ser nunca más.
Fue una de esas mañanas, con el aire hecho de cristales y el cielo limpio como un espejo, cuando la vi por primera vez.
Yo bajaba del autobús, intentando desentumecer mis piernas después de varias horas de viaje, la bufanda mal anudada y los dedos todavía inservibles ––gélidos–– por el viaje.
Llegaba de la ciudad, escapando durante unos días, del ruido y de mí mismo.
Siempre regresaba al pueblo de mis abuelos cuando el invierno apretaba, buscando algo que no sabía cómo explicar.
Quizá silencio. O quizá el calor que sólo se siente en lugares fríos, inhóspitos.
Ella se encontraba en la plaza, recogiendo ramas en una cesta.
Llevaba un gorro de lana azul que contribuía a realzar una rubia melena que asomaba juguetona, y en sus manos unos poderosos guantes de lana gruesa.
No parecía ser del pueblo, aunque sus movimientos eran tan espontáneos que uno podía pensar que la nieve la conocía.
Cuando pasé a su lado, tropecé con una piedra disimulada bajo un pequeño montículo de hielo y casi me fui al suelo.
Ella soltó una risa breve ––como un cristal al quebrarse–– y me ofreció su mano.
–– Cuidado, forastero –– dijo.
Aquellas palabras ––en su voz– me rozaron con la dulzura de una broma.
Le agradecí ––algo torpe–– y ella siguió su camino hacia la ladera, dejando pequeñas huellas que parecían notas escritas sobre el blanco sendero.
El refugio
Aquella tarde bajé al café del pueblo y allí estaba ella ––otra vez––.
Era un lugar pequeño, acogedor, como de otra época, con vigas de madera oscura y un aroma inconfundible a canela, como toda la vida.
El dueño, Jacinto, me conocía desde niño y me sirvió un chocolate espeso con un par de churros.
Ella estaba sentada junto a una de las ventanas, dibujando algo en una pequeña libreta.
No pude evitar mirar.
Me descubrió enseguida y sonrió, con esa sonrisa franca de quien no teme ser vista.
––¿Te gusta dibujar el frío? –– le pregunté, acercándome lentamente.
––No el frío ––respondió––. Lo que el frío deja a su paso.
Amablemente me invitó a sentarme.
Se llamaba Ekaterina ––Katya para sus amigos–– y fue así como me pidió que la llamase.
Había llegado dos semanas antes y estaba viviendo en una pequeña cabaña alquilada cerca del bosque, pintando paisajes para su próxima exposición.
Conversamos sobre su ciudad, el ajetreo diario, los trenes que circulaban inexorablemente y de su íntimo deseo de encontrar “el color de la quietud”.
Yo le conté curiosidades del pueblo, de los lejanos inviernos de mi infancia, de las noches en que los lobos bajaban aullando ––hambrientos–– desde las cumbres.
Cuando mencioné los carámbanos, ella me pidió que los describiera.
–– Yo creo que esconden el alma del agua –– le dije.
–– Entonces me los tienes que enseñar –– respondió, con una decisión tan ligera que casi parecía una promesa.
Los días blancos
Durante las siguientes semanas, nos encontramos cada día.
Algunas veces en el café, otras en el bosque o junto al río helado.
Caminábamos sin prisa, compartiendo pasados, anécdotas y en ocasiones el silencio y el vapor de nuestras respiraciones.
Katya tenía una manera de mirar el mundo con una sensibilidad que me desarmaba, donde yo solamente podía ver un copo de nieve, ella descubría una flor irrepetible.
Yo, que siempre había pasado aquellos inviernos en el pueblo esperando que terminaran, empecé a desear ––por primera vez–– que la primavera llegase con retraso.
Una tarde subimos al mirador.
Desde allí podíamos ver todo el valle cubierto por un blanco manto, con los tejados brillando como espejos rotos.
Ella sacó su pequeño cuaderno y comenzó a dibujar.
—¿Sabes? —me dijo sin levantar la vista—. Hay lugares que no existen hasta que los compartes.
—¿Y si uno se va? —pregunté.
—Entonces el lugar duerme. Hasta que vuelves a soñarlo.
Su voz era tan tranquila que no supe si hablaba del paisaje o de nosotros.
Cuando bajamos, la nieve empezó a caer en grandes copos, suaves, como si el cielo quisiera envolverse en sus silencios.
Caminamos tomados de la mano, y el pueblo parecía otro, recién estrenado.
Esa noche, en la puerta de su cabaña, cruzamos nuestras miradas durante unos segundos eternos.
El mundo ––nuestro mundo–– olía a leña y a promesa.
Nos besamos con ese temblor de quienes saben que su tiempo es breve pero no tienen miedo de sentir.
El deshielo
El invierno se fue retirando despacio, como un huésped educado.
El río empezó a deslizarse otra vez, y los carámbanos, finalmente, se rindieron al sol.
Katya terminó sus cuadros.
Me los mostró una tarde ––orgullosa— antes de marcharse.
Había pintado el bosque con sus mil tonos de verde, la plaza del pueblo, las montañas… y un retrato de mí, mirando a través de la ventana de “nuestro” café.
—No me gusta pintar personas —dijo—, pero tú eras parte del paisaje.
No supe qué decir, me quedé sin palabras.
Me limité a observarla, intentando guardar en mi memoria cada detalle: el color de su gorro, la curva de su sonrisa, y sobre todo aquel modo en que la luz del atardecer se enredaba y realzaba su hermoso tono dorado.
—Volveré —prometió antes de irse—. Cuando el pueblo se vista de nieve otra vez.
Y se fue.
Los meses siguientes fueron largos, discurrían con una lentitud que no recordaba.
El verano llegó con su habitual bullicio, pero en mi mente seguía sentado en aquel pequeño café ––con su olor a canela–– viendo caer los copos de nieve a través de la ventana.
A veces, al pasar por la plaza, imaginaba su silueta junto a la fuente de piedra.
El tiempo, sin embargo, siguió su curso implacable: hojas, lluvia, viento… y, por fin, el invierno.
Segunda nieve
El primer día de diciembre, el pueblo ––una vez más–– amaneció cubierto de escarcha.
Salí temprano, con el corazón latiendo de una manera distinta, como si supiera algo que yo ignoraba.
Y allí estaba ella.
De pie frente al café, el mismo gorro azul, el mismo pequeño cuaderno en su mano.
—Sabía que volverías —le dije.
—Y yo sabía que estarías aquí —contestó.
Nos abrazamos largo rato, uno de esos abrazos inmensos, que no necesitan palabras.
La nieve comenzó a caer otra vez, obsequiándonos con su propio abrazo mudo desde el cielo.
A partir de entonces, cada invierno fue nuestro.
Ella llegaba cuando el frío se instalaba, y el pueblo recuperaba su música de pasos sobre la nieve.
Durante el día pintaba, y por las noches nos refugiábamos junto al fuego, leyendo, cocinando, riendo.
Hablábamos del resto del año como si fuera un sueño que ambos soportábamos sólo para volver a encontrarnos.
Nunca hicimos planes más allá del deshielo; era como si el amor mismo perteneciera al invierno, frágil y hermoso como los carámbanos del tejado.
Los inviernos compartidos
Y así fueron pasando los años.
Cada regreso suyo era un renacer: ella traía consigo nuevas historias, colores distintos en su pintura, y alguna arruga más adornaba su maravillosa sonrisa.
Establecí mi residencia en el pueblo, allí me ocupaba restaurando muebles viejos, cuidando las casas vacías que sólo despertaban con el turismo estacional.
El pueblo se iba transformando poco a poco: llegaron nuevos vecinos, desaparecieron algunas tiendas, pero cada invierno, cuando Katya volvía, todo recobraba su sentido.
En su tercer regreso, me propuso algo.
—Quiero pintar un mural aquí, en el pueblo. Algo que se quede, incluso cuando yo me vaya.
La ayudé con las tablas, los andamios, las mezclas de pintura que no se congelaban.
Durante semanas trabajó en aquella pared del antiguo almacén junto al río.
Cuando lo terminó, el pueblo entero se reunió a mirarlo: era una escena de invierno ––nuestro invierno–– con montañas, tejados, carámbanos y dos figuras pequeñas caminando entre la nieve, tomadas de la mano.
—Así no se derrite —dijo ella en voz baja.
Yo asentí, sin poder hablar.
El invierno del silencio
Al año siguiente, Katya no llegó.
Ni en diciembre, ni en enero.
Le escribí, infinitas cartas sin respuesta.
En el pueblo no había señal, y las líneas telefónicas eran caprichosas.
Aquel invierno fue más largo de lo normal, más gris, volvieron a bajar los lobos.
Caminaba por el bosque, buscando sus huellas en la nieve vieja.
Al pasar frente al mural, las figuras parecían más pequeñas, como si la distancia se hubiera agrandado.
Cuando la primavera asomó, me llegó aquella scarta tan deseada.
Decía que su madre había enfermado, que no podía viajar, pero que pensaba en mí cada noche cuando miraba la escarcha en su ventana.
“Espérame”, escribió, “el invierno siempre vuelve.”
Y volvió.
Un año después, ––con las primeras nieves–– cuando el primer hielo cubrió los charcos, la vi aparecer entre los pinos, caminando despacio, sonriéndome.
No corrí hacia ella; caminé. Quería que aquel momento durara lo más posible.
—¿Sabes? —me dijo al abrazarme—. Creí que el frío se había olvidado de mí.
—El frío no olvida —le respondí—. Sólo espera.
Los inviernos del alma
A veces me da por pensar que nuestra historia era como el propio invierno: algo que llegaba para limpiar, para hacer espacio, para recordar la belleza de lo esencial en nuestras vidas.
Nunca hablamos de vivir juntos ni de promesas eternas.
Eramos una cita con el tiempo, una migración de almas hacia el calor compartido.
En su sexto regreso, me trajo una pintura diferente: no era uno de sus celebrados paisajes, sino un increíble amanecer sobre la nieve.
—Por si un día no puedo venir —me dijo—. Quiero que recuerdes cómo se ve el invierno desde mis ojos.
La colgué sobre la chimenea.
Cada vez que la miro, escucho su risa, siento el crujido de la nieve bajo nuestros pasos y percibo el tacto de su piel cuando nuestras manos se entrelazan.
El último invierno
El año que no volvió, el pueblo tuvo la nevada más grande de las últimas décadas.
Todo quedó cubierto, inmóvil, hermoso y cruel.
Subí al mirador, al mismo lugar donde ella había dicho que los lugares sólo existen cuando se comparten.
El valle dormía bajo una infinita sábana blanca.
Saqué su pequeño cuaderno, el que me había dejado, y lo abrí al azar.
En una de las páginas, había un dibujo del pueblo y, al pie, una frase escrita con su letra delicada:
“Había carámbanos en nuestro pueblo en invierno, y en cada uno de ellos vivía un reflejo de lo que fuimos.”
Lloré, pero no con tristeza. Era una mezcla de gratitud y ternura.
En aquel momento entendí que el amor no se mide por los días que dura, sino por la huella que deja.
El sol comenzó su recorrido diario, y los carámbanos del mirador comenzaron a gotear, uno a uno, como si el cielo también llorara.
El regreso del color
Pasaron tres inviernos más.
El mural seguía allí, aunque el viento y la escarcha habían borrado algunos colores.
Una mañana de enero, una desvencijada furgoneta se detuvo frente a la vieja casa del antiguo molino.
De ella bajó una joven con una bufanda azul.
—Busco el taller de Katya —dijo.
Era su sobrina. Traía varias de sus obras para donar al pueblo.
Entre ellas, una pintura que no había visto nunca: era nuestro mirador, con dos figuras diminutas, y sobre ellas, un cielo lleno de luces rosadas.
—Lo pintó el último invierno que estuvo enferma —me explicó la joven—. Dijo que era “el invierno de la esperanza”.
La colgamos en el café, justo donde ella solía sentarse con su pequeño cuaderno.
Desde entonces, cada visitante que llega en invierno se detiene a mirarla, sin saber que detrás de esa escena late una historia que aún respira entre la nieve.
Silencio
Hoy, muchos años después, sigo en el pueblo.
Los inviernos ya no son tan intensos como antes, pero cuando el hielo cuelga de los tejados, siento que el tiempo vuelve a detenerse otra vez.
A veces le hablo en silencio, como quien conversa con el eco.
Le cuento que los niños del pueblo patinan sobre el río, que Jacinto ––aunque achacoso–– sigue haciendo el mejor chocolate con churros, que el mural se mantiene gracias a los vecinos.
Y cuando cae la primera nevada cada año, salgo al mirador, cierro los ojos y la imagino a mi lado, con su gorro azul, sonriéndome.
Porque ella tenía razón: los lugares sólo existen cuando los compartes.
Y cada invierno, cuando la nieve vuelve a cubrir el mundo, ella vuelve y lo comparte conmigo.
Cuando vas a dejarme entrar?