Triste jaula, su mirada

Un limbo habitado por una sola alma, allí vive ella.

Su mundo, antaño rebosante de colores y horizontes, se había reducido a la espera de una mirada que la confirme, de una palabra suya que la defina.

El es el arquitecto de su prisión —una prisión— sin muros tangibles, un guardián sin llaves solamente con la ambigüedad y la indiferencia como armas.

El no está ausente, pero su presencia es un mero eco.

Comparte con ella fragmentos de su vida, migajas que ella atesora.

La mantiene anclada en la orilla de un quizás, de un tal vez —escondida— enredada en la promesa eterna de un mañana inexistente.

Su corazón es ese territorio que él osa reclamar como propio —atenazándola— pero donde nunca ha izado su bandera.

La acapara —sin intensidad— pero evita la etiqueta del amor.

No la elige pero tampoco la suelta.

Aquellos mensajes ignorados, los planes cancelados, ese “te quiero” susurrado en la íntima penumbra pero negado a la luz del día, se convierten en un barrote más de su jaula invisible.

La mantiene prisionera con la triste dulzura envenenada de la costumbre y la comodidad.

Le robaba su paz sin ni siquiera concederle a cambio la más mínima certeza de ser —o sentirse— amada.

Su libertad se desvanecía ante aquella persistente pregunta “¿Qué soy para ti?”.

Mientras, él permanece allí, dueño de ese silencio que grita más fuerte que cualquier declaración.

Y así —su condena— sigue ahí, no es el olvido sino la perpetua incertidumbre de ser la protagonista de una historia que él se niega a escribir.

Y en ese espacio —gris— entre la posesión y el abandono, ella —poco a poco— olvida cómo era respirar sin el peso de una esperanza que la asfixia.

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La música que aún respira en el silencio