La música que aún respira en el silencio
Hay pérdidas que no se encuentran registradas en ningún diccionario del dolor.
Son de las que no dejan papeles por quemar ni objetos que se puedan atesorar en una caja de cartón.
Son esas que suceden en la intimidad de un par de auriculares, en ese eco repentino de un silencio que antes estaba lleno de mundo.
Es esa canción, aquella que sonaba la primera vez que te miré de verdad.
No consigo recordar el día, pero sí la melodía que envolvía ese momento —ese instante— en el que tu risa penetró mis ojos y todo cambió.
La escuchaba una y otra vez —en bucle— no con la intención de recordarte sino para revivir aquella versión de mí que era capaz de sentir aquel vértigo.
Pero un día —de repente— la letra se tornó sombría y aquella dulce melodía un simple sonido.
La magia se había desvanecido.
La canción seguía ahí, pero su alma, esa que me pertenecía, había desaparecido.
Y después está aquella otra, esa que nos acompañaba en la penumbra de tu habitación.
Aquella melodía que se hacía realidad en tu piel bajo mis manos al ritmo compartido de nuestra respiración.
Era nuestro territorio secreto, ese en el que solamente nosotros habitábamos.
Pero ahora, si la casualidad la filtra en la radio, no evoca las caricias, los besos, sino el vacío que nos sobrevino.
Esa melodía se agrietó repentinamente como un viejo monumento a un país al que ya no puedo volver.
Cuando pierdes una canción sufres un silencioso duelo por un sentimiento que ya no puedes habitar.
Escudriñas el lugar exacto de tu corazón donde se albergaba y compruebas que justo ahí solamente quedan cenizas de aquel ritmo compartido, la cáscara vacía de una melodía.
El recuerdo está ahí —permanece— pero sin su melodía, la memoria es un fantasma mudo.
La música —compartida con alguien a quien se ha amado— sobrevive a la pérdida como una promesa de eternidad.
Aquello que la muerte o la distancia arrebatan al cuerpo, la música lo guarda en el alma.