Morirás en un parpadeo
Suave advertencia, casi un susurro que no busca asustarte, quiere que despiertes.
Ese ínfimo parpadeo ––inevitable–– nos recuerda que todo aquello que somos, todos los momentos que nos conforman ocurren entre latidos ––parpadeos–– que no podemos controlar.
Es por eso que la urgencia de vivir se vuelve tan real, tan necesaria.
Y no porque el tiempo nos persiga, sino porque se escapa, inexorablemente, sin pedirnos permiso.
En medio de esa fugacidad cotidiana, amar es un acto de extrema valentía.
Es tender a alguien tu mano mientras el mundo gira a una velocidad endiablada, es decidir que en este concreto parpadeo quiero que estés tú.
Es una elección sencilla, mirar a alguien como si ese fuese el instante más importante de tu día y poder repetirlo en cada parpadeo.
La única manera de luchar contra ese parpadeo que marca la brevedad del tiempo no es otra que amar sin límite.
Al mismo nivel encontramos el suspiro, ese mínimo temblor que nace en tu interior cuando alguien nos importa más de lo que queremos admitir.
El suspiro es una pausa, un reconocimiento, ese refugio siempre dispuesto a echarle un cable a mi alma.
Suspiramos ––delicadamente–– por alguien y sentimos la fragilidad de esa emoción apenas sostenida por el aire que la esculpe.
Vivir ––transitar–– ese momento no requiere heroísmo alguno, sino presencia.
Detenerte un momento para sentir el roce de aquella mano, aquel beso que reordena tu día.
Entenderte, aprender que la intensidad no viene del dramatismo, sino de la honestidad, si te quiero, te lo digo, si me pienso, te busco, si me importas correré a demostrártelo antes de que otro parpadeo pase de largo.
Porque sí, moriremos en un parpadeo.
Pero hasta que ese momento llegue podemos elegir que cada instante contenido en ese parpadeo tenga un sentido.
Podemos amar deteniendo el tiempo solamente para vernos.
Podemos vivir como si cada uno de esos momentos fuese, silenciosamente, eterno.