La última orilla

Ver que ya no te atreves a soñar duele mucho más que la distancia o el silencio.

Antaño, tu mirada era un profundo océano donde todo parecía posible.

La vida, el amor, aquellos pequeños milagros que inventábamos al mirarnos.

Ahora, tu mirada mínima teme que el mundo vuelva a fallar, y soñar se torna un lujo que ya no te permites.

Todavía tengo muy presente el recuerdo de cuando tus palabras eran auténticas promesas al viento, promesas de futuro, promesas inocentes de quien se aferra a la creencia de que era suficiente el deseo para hacerlo real.

Después llegó el tiempo, ese discreto ladrón, y te robó la fe, olvidó tus caricias transformándolas en desilusión.

Fue así como dejaste de disfrutar del intenso azul del cielo, de aquel paisaje de medianías, del frescor del suave invierno y de la sutil calidez de cada verano.

Yo sigo, cada día, soñando por los dos, desde el dolor.

Fantaseo con tus manos bailando el aire, trazando líneas que te ayuden a creer una vez más.

Amar a alguien que no se atreve a soñar es dar un eterno abrazo a un invierno inhóspito.

Los sueños, aun que lo parezcan, nunca son una promesa rota, sino más bien el refugio último donde ha de renacer la esperanza.

El miedo no debe regir tus pasos del futuro.

Escribir tu destino no debería estar en manos de tus más tristes heridas.

Hay momentos en que un solo suspiro, una sola mirada son suficientes para volver a transitar una vida que aguarda agazapada entre la ternura extraviada.

Sueña, aunque retiemble tu alma.

Sueña, y verás que aún no es tarde.

Un solo latido basta para atreverse una vez más.

Y un latido compartido es…

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El temblor de tu voz