El temblor de tu voz
Hay recuerdos que se deshacen lentamente, como esas viejas piedras que uno recoge y se desmenuzan entre tus dedos, como si el tiempo convocara los vientos de algún invierno siempre disponible que con delicadeza soplan hasta volverlos polvo.
Y aun así, hay algo en mí que se niega a olvidar aquel temblor de tu voz al pronunciar mi nombre, la curva de tu sonrisa en la que se intuía una promesa, la tibieza de tus manos buscando las mías en la penumbra, tus pies… helados.
Todo eso sigue ahí, suspendido entre la nostalgia y el deseo, como si el corazón no entendiera de finales definitivos.
Suelo pensar que el amor no muere, solo cambia de forma.
Se vuelve suspiro, sombra, latido intermitente.
Se refugia en los rincones más profundos de la memoria, esperando aquella melodía tan acariciada, un aroma o el repiqueteo de la lluvia en los cristales lo despierten.
Entonces todo vuelve, la emoción de aquel primer suspiro, la certeza de haber tocado lo infinito en un instante breve, el vértigo dulce de saberse mirado por alguien que te ve de verdad.
Me pregunto si tú también atesoras en tu interior fragmentos de aquellos días, una risa, un gesto, un silencio compartido.
Quizá en algún momento del día te asalte alguno de aquellos recuerdos y, sin saber por qué, sonríes.
Quizá aún sientas, como yo, que algo quedó inconcluso, aunque ya nada deba decirse.
El tiempo ha seguido su curso –implacable– y sin embargo no ha logrado hacer desaparecer esa huella invisible.
Porque hay emociones que no se desvanecen; permanecen quietas, escondidas bajo la piel, como brasas que aún saben arder.
No deseo retenerte en mi memoria, pero tampoco quiero que la abandones del todo.
Eres el eco más suave en mi silencio, la sombra que me acompaña bajo la lluvia.
Y aunque sé que todo lo vivido acaba diluyéndose, me consuela pensar que, mientras lo recuerde, tu presencia seguirá mojando mi alma con la ternura de un último adiós, ese que nunca pronunciamos.