El vértigo

Un amor nunca ha de rendirse ante el altar de la cautela.

Si es verdadero no ha de conocer de mapas o fronteras.

Se lanza al abismo (del otro) sin razones, convencido de que en el fondo de ese abismo hallará el reflejo de su propio fuego.

La cautela, erigida a base de cálculos y miedos, intenta la doma de lo indomito.

Es imposible amar midiendo tus pasos, anticipando las posibles heridas o negociando vértigo y prudencia.

Amar con reservas no es amar, una playa no se disfruta solamente desde la orilla, has de sumergirte.

Amar exige riesgo, exige la entrega temblorosa de quien intuye que puede perderlo todo, e incluso ahí, ha de elegir avanzar.

Amar no conlleva una promesa de seguridad.

Amar promete intensidad, profundidad, verdad.

Si tu premisa es la cautela levantas muros temerosos.

Los amantes, aun con sus manos heridas, construyen puentes.

El amor no debe –no puede– postrarse ante la prudencia.

El amor es rebeldía, es esa fuerza que alimenta la esperanza en el más árido de los terrenos, la chispa que enciende un alma dormida.

Amar es decirle al miedo: “aun así, me quedo”.

Y si acaso el amor duele, que duela; si se rompe, que lo haga con el mayor de los estrépitos y con gloria.

Un corazón que ha ardido en su totalidad ha vivido mucho más que uno que nunca se atrevió a encenderse.

El amor –ese milagro insensato– no ha de inclinarse ante el altar de la cautela.

Prefiere morir en el intento antes que vivir en silencio.

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