Un temblor compartido
Algunas noches acercarse es suficiente, son noches especiales en las que los cuerpos no necesitan hablar.
El éter se nos antoja denso —casi líquido— cuando nuestras respiraciones compiten en el mismo espacio.
Urgencia no es la palabra, un movimiento lento —casi imperceptible— va acercando —inexorable— aquellas dos pieles, aquellas dos pasiones.
Un anhelo disfrazado de silencio, agazapado tras aquella mirada sostenida una fracción de segundo más de lo habitual, un roce accidental, aquella pausa inusual antes de decir algo ya dicho con sus ojos.
Son esas noches en las que se percibe un leve temblor —no se ve— pero se siente.
Surge en el pecho y avanza cual brasa tibia, de esas que no queman pero consumen.
Ese fuego paciente, ese fuego que no busca estallar, sino arder en secreto.
Son esas noches en las que el deseo se expresa con su propio lenguaje en las mínimas distancias, en la respiración contenida, en el pulso acelerado por la cercanía recordando al resto del cuerpo su deseo.
Es esa pasión —no forzada— insinuante que se desliza entre palabras, se refugia en los sencillos —casi rutinarios— gestos, ese mechón de cabello que acomodas tras su oreja, esa sonrisa que se desvía —sonrojada— hacia el suelo.
Movimientos, detalles, casi invisibles, y a su vez, cargados de promesas.
Y entonces, sin previo aviso, todo se detiene.
El tiempo se suspende, en la habitación algo que no tiene nombre, pero pesa, respira, tiembla.
En ese instante, no hay ruido ni espectáculo, solamente la certeza de que algo profundo, antiguo y suave está ocurriendo.
Algo que no necesita voz alguna, porque se entiende solo con la piel ardiente.
Algo que no exige ser proclamado, porque basta sentirlo para saber que está ahí, esperando.
P.D: Las pasiones son los viajes del corazón. (Paul Morand)
 
                        