Alquimia del alma
Escribir… es un dulce delirio, un hechizo a perpetuidad.
Una llama incansable, que me abrasa suavemente, consumiéndome con especial ternura.
No soy yo quien elige escribir esa dosis diaria, son ellas —las palabras— las que me eligen, me buscan en la penumbra del ocaso, me susurran su secreta melodía hasta que me rindo —cedo— y dejo que nazcan resbalándose entre mis dedos.
Cada letra —cada sílaba— es un suspiro que abandona mi alma, una lágrima que se derrama sobre el papel.
Cuando escribo —en ese instante— el tiempo parece disolverse, el mundo se oculta entre una bruma especialmente espesa y solamente estamos nosotros y la perfecta danza de mis pensamientos, leves, descalzos, buscando alguna manera fascinante con la que dar forma al silencio que nos rodea.
Escribir es besar lo invisible —besarte— es una manera de abrazar el dolor para transformarlo en algo hermoso.
Es una especial alquimia que transforma tu herida —la mía— en flor, la nostalgia en melodía, la ausencia en eternidad.
Muchas noches me desoriento en el tumulto de las palabras como quien se sumerge en un amor prohibido.
Me someto a su tacto, a su eterna promesa, a la cruel dulzura de su presencia.
Mis palabras me consumen, me despojan, pero también me redimen.
En cada una de esas frases habita una mínima fracción de mi piel, y en cada punto final, un suspiro que se resiste a morir.
Cuando escribo amo con el alma desnuda, dejo que mi corazón hable en ese idioma que solamente el fuego entiende.
Puedo sentir cómo cada palabra es un pequeño pétalo arrancado de mi pecho y ofrecido a la brisa nocturna en la esperanza de que alguien —tú— consiga encontrarlo.
Cuando llego al final, tiemblo.
Tiemblo —no por haber terminado— sino por el deseo de volver a comenzar, porque escribir es mi eternidad —nuestra eternidad— una manera de vivir enamorado del verbo, de esa belleza que hiere, de esa luz que nace solamente cuando te nombro.
P.D.: Serendipia, hallazgo afortunado e inesperado de algo valioso que no estabas buscando.