Un tango
No se baila: se siente, se respira, se habita.
Es un diálogo sin palabras donde su piel habla y el silencio arde.
Son dos cuerpos que se buscan, se miden, se reconocen en un breve y mínimo roce.
En el abrazo, el tiempo se detiene, el mundo desaparece y solo queda el pulso del bandoneón latiendo entre los pechos.
Ella cierra sus ojos y se entrega al infinito compás que no suena fuera, sino dentro, en lo más profundo.
Él guía sin imponer, con la firmeza de quien conoce el vértigo del deseo.
Cada paso es una confesión, una caricia contenida que el movimiento convierte en fuego. Los pies se deslizan como si flotaran sobre la memoria de todos los amores perdidos, y la música —esa dulce herida— los envuelve en su melancolía.
El tango es un misterio hecho cuerpo: sensual sin ser obsceno, apasionado sin gritar.
En él se entremezclan el perfume del vino, la sombra de una despedida y la tibieza de una promesa.
Hay algo antiguo y eterno en ese roce de mejillas, en la respiración compartida, en el leve temblor de sus manos que se encuentran sin buscarse.
Y cuando la última nota se disuelve, cuando los cuerpos se separan con la lentitud de un adiós, queda en el aire una nostalgia que duele y consuela.
Porque el tango no termina: se queda dentro, como un recuerdo que arde bajo su piel, como un secreto que solo el corazón comprende.
El tango es amor y pérdida, es deseo que anhela convertirse en música.
Es la manera más humana —y más divina— de decir “te siento” sin pronunciar una sola palabra.
El tango es… deseo.