Recuerdos
No somos nadie sin ellos, nos conectan, son parte fundamental de nuestra esencia y determinan –aún sin intención– una gran parte de nuestras vidas.
Los recuerdos, ahí encontraremos lo vivido, lo que alguna vez fuimos, a los que hemos amado.
A veces duelen, son la prueba de que hemos sentido profundamente.
Esos fragmentos del pasado son los que conforman nuestro todo del presente, son la semilla de lo que somos.
Los recuerdos nos mantienen vivos, nos ayudan a aprender, crecer y de esta forma conservamos una pequeña porción de todo aquello que creíamos perdido para siempre.
Son los momentos más dolorosos los que nos enseñan sobre la resistencia, la pérdida, el amor o el cambio.
Recuerdo o nostalgia, interesante encrucijada.
La nostalgia, tentadora, dulce, puede volverse una prisión si nos aferramos a aquello que ya no está, corremos el riesgo cierto de dejar de avanzar.
Nadie camina mirando hacia atrás porque indefectiblemente tropezará.
Permitir a la nostalgia tomar el control de nuestra vida nos aboca a dejar de vivir el presente y renunciar al futuro.
Nos arriesgamos a ser sombras de lo que algún día fuimos si solamente nos enfocamos en revivir instantes –momentos– que ya no volverán.
Vivir con los recuerdos es sano, pero vivir en los recuerdos puede ser destructivo.
En nuestro día a día hemos de encontrar el equilibrio, hemos de honrar nuestro pasado sin dejar que éste llegue a consumirnos.
Apreciemos nuestros recuerdos –sin idealizarlos– y no permitamos que se interpongan en las nuevas experiencias que están por venir.
Mirar hacia atrás con gratitud es bello pero hay más fuerza en seguir adelante con esperanza.
La vida ocurre aquí y ahora.
Nuestro pasado es el responsable de que sigamos aquí, es la prueba de todo aquello que hemos vivido, amado, perdido, herido o llorado.
Si seguimos caminando, –aún cubiertos de cicatrices– estamos vivos.
Nuestros recuerdos deben ser nuestra brújula, nunca un ancla.
El cuento de la criada de Trump
Una comparación inquietante
The Handmaid’s Tale, basada en la novela de Margaret Atwood, es una distopía inquietante donde un régimen totalitario teocrático, conocido como Gilead, ha suprimido por completo los derechos de las mujeres, justificando su opresión con una interpretación extrema de la religión. Aunque se trata de una ficción, muchos críticos han visto en esta serie una poderosa metáfora para analizar el panorama político de ciertos países, especialmente Estados Unidos bajo la presidencia de Donald Trump (2017–2021) y en la actualidad. Este texto explora los paralelismos entre el universo de Gilead y los aspectos más preocupantes del trumpismo, no para afirmar que Estados Unidos se ha convertido en una distopía teocrática, sino para subrayar los peligros de ciertas ideologías cuando se despojan de límites democráticos.
1. El control sobre el cuerpo femenino
Una de las temáticas centrales de The Handmaid’s Tale es el control absoluto del cuerpo de las mujeres. Las “criadas” son obligadas a concebir hijos para las élites estériles, reducidas a meros recipientes biológicos sin derecho a decidir sobre su sexualidad, maternidad o libertad.
Durante la era Trump, uno de los mayores focos de controversia está siendo la intensificación del ataque a los derechos reproductivos. Trump nombró jueces conservadores a la Corte Suprema, y su legado culminó en 2022 (tras su 1ª presidencia) con la revocación de Roe vs. Wade, el fallo que durante casi 50 años había protegido el derecho al aborto a nivel federal. Si bien no fue una imposición al estilo Gilead, muchos vieron este retroceso como un paso hacia un modelo político que no reconoce la autonomía femenina, y como un eco inquietante de lo que la ficción advertía: que los derechos pueden desaparecer de un momento a otro si el poder cae en manos de ideologías retrógradas.
2. La instrumentalización de la religión
Gilead se justifica mediante una lectura fundamentalista de la Biblia, reinterpretando pasajes a conveniencia para sostener un sistema brutalmente patriarcal. La religión no es espiritualidad, sino un instrumento de poder, disciplina y castigo.
Trump, aunque no especialmente religioso en su vida personal, ha abrazado el discurso de los sectores evangélicos más conservadores para consolidar su base electoral. Durante su mandato, utiliza el lenguaje religioso para justificar políticas polémicas, como la separación de familias migrantes o las restricciones al aborto. Su discurso adopta a menudo un tono de cruzada moral, y su retórica “América primero” resuena con ecos de pureza nacional y valores tradicionales, en parte inspirados en una visión idealizada de un pasado cristiano.
Este uso político de la religión, donde la fe se convierte en una herramienta para imponer una agenda regresiva, recuerda peligrosamente a la lógica de Gilead. No se trata de una imposición teocrática directa, pero sí de un coqueteo constante con la idea de que las creencias religiosas deben dictar las políticas públicas.
3. La erosión de la democracia
Gilead nace tras un golpe de Estado en el que se suspenden la Constitución y los derechos civiles. Poco a poco, la población es adoctrinada o silenciada. Lo que era una democracia se convierte en una dictadura teocrática sin casi oposición organizada.
Durante el primer mandato de Trump, especialmente tras perder las elecciones de 2020, se vivió una deriva preocupante hacia la deslegitimación de la democracia. El asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021 fue el punto culminante de esa deriva: una turba, incitada por el propio presidente, intentó detener la certificación del resultado electoral. La insistencia de Trump en que las elecciones fueron “robadas”, sin pruebas concluyentes, fue vista por muchos como un intento de socavar la legitimidad del sistema democrático.
Aunque no se concretó en un colapso institucional como en Gilead, este tipo de comportamiento sí sentó un precedente: un líder puede negarse a aceptar los resultados del sistema democrático y movilizar a las masas con narrativas falsas para perpetuarse en el poder. Es el tipo de manipulación de masas que en The Handmaid’s Tale permite a Gilead consolidarse.
4. El uso del miedo y la división
Gilead se mantiene mediante el terror: las ejecuciones públicas, la vigilancia constante, la delación entre ciudadanos. El miedo es un mecanismo de control. Además, la división social —entre Esposas, Marthas, Criadas, Tías— impide la solidaridad.
Trump, a su manera, también utiliza el miedo como herramienta de poder. El miedo al inmigrante, al musulmán, al comunista, al “otro”. Su retórica constantemente busca crear enemigos —los medios, los demócratas, los “ilegales”, los “antifas”, los chinos, Europa— para cohesionar a su base y justificar políticas autoritarias. Esta lógica binaria de “nosotros contra ellos” es un componente esencial en cualquier régimen autoritario, y uno de los pilares del sistema represivo de Gilead.
5. La propaganda y la manipulación del lenguaje
En The Handmaid’s Tale, el régimen redefine el lenguaje. Palabras como “libertad” se resignifican (“libertad para” en vez de “libertad de”), y se introducen eslóganes como “Bendita sea la fruta” que refuerzan la ideología dominante. La propaganda y la censura moldean la percepción de la realidad.
Trump, con su constante ataque a los medios como “fake news”, va creando una realidad paralela para sus seguidores. Redefine términos, banaliza el discurso político, y convierte mentiras en verdades repitiéndolas constantemente. Al igual que Gilead, su movimiento descansa en una narrativa donde solo él es portador de la verdad, y todo lo demás es manipulación.
6. La resistencia y la esperanza
No todo en The Handmaid’s Tale es opresión. También hay resistencia: personajes como June luchan por recuperar su libertad, crear redes clandestinas y recuperar sus voces. La serie es también un canto a la resistencia frente al autoritarismo.
En la vida real, tras el primer mandato de Trump, hubo una respuesta ciudadana y política significativa. Millones de mujeres marcharon en su contra, organizaciones defensoras de los derechos civiles se fortalecieron, y figuras como Alexandria Ocasio-Cortez o movimientos como Black Lives Matter tomaron protagonismo. La elección de Biden fue, para muchos, un intento de recuperar un rumbo democrático. La resistencia existe, y la serie nos recuerda que nunca es demasiado tarde para luchar.
Conclusión
The Handmaid’s Tale no es una profecía, pero sí una advertencia. No se trata de afirmar que Trump convertirá a Estados Unidos en Gilead, pero sí de señalar cómo ciertos discursos, políticas y formas de ejercer el poder pueden acercarse peligrosamente a la lógica autoritaria, patriarcal y opresiva de una distopía. La serie funciona como un espejo oscuro, que nos invita a reflexionar sobre el presente para evitar un futuro indeseable. Porque los derechos no se pierden de golpe: se erosionan poco a poco, hasta que ya es demasiado tarde para recuperarlos.
P.D.: –Bendito sea el fruto.
–El Señor NO permita que madure.
Orvallo
Aún nos encontrábamos dentro de aquel pequeño café –donde habíamos almorzado– intentando decidir si salir o no a la calle.
Como un susurro, apenas un murmullo sobre aquellas buhardillas de zinc de Montmartre, el orvallo se abrió paso calando a los viandantes que paseaban ante nuestros ojos.
Decidimos salir, queríamos disfrutar de la frescura que nos brindaba aquella inesperada lluvia.
—Parece que va a llover más fuerte —le dije, mirando el cielo gris que se cernía sobre los edificios como una manta suave.
—¿Y si nos dejamos mojar un poco? —respondió con esa media sonrisa que siempre significaba travesura.
Sin esperar mi reacción se levantó, se puso su abrigo beige, ese que siempre decía que era demasiado elegante para un día común, pero que le encantaba llevar cuando quería sentirse una mujer de película.
Bajo la lluvia París se transforma, el empedrado de sus callejuelas se torna brillante, las arboledas tiemblan levemente bajo el peso de las gotas y el vaivén que les imprime la suave brisa.
Caminamos sin rumbo, de la mano, esquivando aquellos espejos de agua que se interponían en nuestro camino y nos dejamos envolver por el ritmo amable de aquella tarde.
Pasamos por una diminuta librería, la puerta desvencijada, las estanterías torcidas –vencidas por el peso de los libros y de los años–, el escaparate abarrotado de primeras ediciones bajo una capa de polvo secular.
Nos detuvimos un solo instante, suficiente para ver como una pareja que salía intentaba compartir un pequeño paraguas como quien comparte un secreto.
Seguimos lentamente nuestro camino hacia el Sena, cuyas aguas reflejaban –serenamente– aquel cielo de plomo y en las que comenzaban a despuntar algunos trazos dorados de las primeras farolas que iniciaban sus quehaceres nocturnos.
—¿Te das cuenta de lo silenciosa que está la ciudad hoy? —me preguntó ella, mirando hacia el Puente de las Artes.
Asentí, es verdad que París parece no callarse nunca del todo, pero en días como este pareciera disminuir su tono natural, como si susurrara a aquellos que realmente querían y sabían escucharla.
Al llegar bajo el puente nos sorprendió un buen hombre aferrado a su decrépito acordeón que inundaba el ambiente con una melodía, típicamente parisina.
Sin aviso previo, se detuvo frente a mi, rodeo mi cintura con sus brazos y comenzó a girar.
—¿Bailamos? —dijo, con los ojos chispeando entre las gotas.
Claro que si, torpes, muertos de risa, empapados hasta los tobillos.
Bailamos al son de aquel acordeón desdentado que de vez en cuando había de saltarse algún acorde al no encontrar la tecla exacta, esa que hacía ya mucho tiempo parecía haberse jubilado de aquel instrumento.
En ciertos momentos no se necesita mucho más para ser feliz, la melodía que desgranaba aquel músico callejero, el ritmo de la propia lluvia sobre nuestras cabezas y nuestros torpes pasos sobre las milenarias piedras del paseo.
Nos despedimos de aquel momento, no sin antes rendir visita a la gorra de aquel músico que descansaba a sus pies y que merecía nuestro reconocimiento.
Callejeando sin rumbo cierto acabamos refugiándonos en una diminuta boulangerie cerca de Saint-Germain.
Pedimos dos cafés y un pain au chocolat que compartimos entre sonrisas, juegos y muchas migas.
Afuera, el orvallo seguía cayendo, más tranquilo, como si hubiera aceptado que también él necesitaba un pequeño descanso.
La contemplaba mientras hablaba –le encantaba hablar–, intentando explicarme lo que deseaba hacer al día siguiente, visitar el Louvre, perderse por los jardines y cenar en lo alto de la Torre Eiffel.
Yo la escuchaba lejana, solamente podía –en ese momento– pensar en lo hermoso que era compartir nuestro tiempo sin que hiciera falta hacer nada extraordinario.
Solamente caminar, reír, y sentir que en medio de aquella hermosa ciudad repleta de historia y arte, nosotros también estábamos construyendo algo, paso a paso, palabra a palabra.
Al salir del local, aquellos espejos de agua daban vida –con sus reflejos– a las luces eternas de París.
Hacía un poco más de frío y nos encontramos compartiendo aquel abrigo beige como si fuéramos dos niños que se esconden del mundo.
Nuestro ático era acogedor, diminuto, pero aquella silueta que se recortaba en su ventana –el Sacré Coeur– compensaba cualquier apretura.
La lluvia seguía con su golpeteo pertinaz sobre los cristales.
Me volví hacia ella y en un susurro casi imperceptible le confesé.
—Quiero más días así. No solo en París. En cualquier parte, pero siempre contigo a mi lado.
Ella sonrió, cerró los ojos y asintió con una paz que me hizo entender que, aunque la ciudad fuera un sueño, su mano en la mía era lo más real que tenía.
A tu espalda
Tu espalda, ese lienzo silencioso, muchas veces olvidado y casi siempre subestimado.
No necesita palabras ni miradas, dispone de su propio lenguaje profundamente sugerente y sensual.
Una curva bien definida, la piel al descubierto de una manera sutil y un suave movimiento transmite deseo, invita sin hablar, seduce sin esfuerzo.
Su poder lo lleva implícito en todo aquello que insinúa sin mostrarlo.
Caminando dos pasos delante de ti, cuando su espalda se desliza bajo una suave camisa o se vislumbra en ese vestido abierto algo se despierta.
La espalda tiene la delicadeza de lo íntimo, una suave caricia puede resultar más intensa que un beso.
Un estremecimiento silencioso, un recorrido lento, una invitación al misterio.
No necesita gritar para hacerse notar, un silencio sensual, un punto de partida que nos lleva a otros paisajes.
En la danza, en un susurro, en la cercanía, la espalda se convierte en territorio que se ofrece sin someterse.
Una espalda arqueada, la caída lenta del cabello que la enmarca, o simplemente la forma en que ella se gira y deja entrever su contorno, puede convertirse en una escena inolvidable.
Es como una promesa en pausa.
No necesita adornos para brillar.
En su desnudez hay una elegancia simple, casi poética.
La espalda, cuando se ofrece, no lo hace desde la ostentación, sino desde la complicidad.
Mirar una espalda se convierte en una forma de deleite, de deseo.
Un instante fugaz difícil de olvidar para quien puede disfrutarlo.
Del adios
Aunque a veces lo parezca, aunque ahora cueste recordar el momento exacto en que ocurrió todo, no te fuiste de golpe, sin avisar.
Fue algo más silencioso, más sutil, casi imperceptible .
Te fuiste borrando –lentamente– como se borra el aroma de aquella vieja camisa que ya nunca escoges.
Esa fragancia –antaño familiar– cálida, incluso necesaria, un día, simplemente, dejó de estar.
Aquella camisa seguía ahí, pero su olor había desaparecido.
Al principio todo parecía tener tu nombre, aquellas canciones, las calles que transitábamos, los interminables cafés, las palabras compartidas.
Cada gesto cotidiano era un eco de ti.
Y lentamente ese eco se fue apagando, igual que se apaga una canción que olvidas cantar a diario, esa canción que en un momento fue un himno y ahora mismo no es más que ruido de fondo.
Esa canción que antes te estremecía pero –ahora– cuando la escuchas no provoca más que una leve nostalgia, sin lágrimas, sin drama.
Tu presencia fue deslizándose y –suavemente– se rindió a la rutina, al silencio, al olvido.
Fuiste dejando de tener ese nombre que me ardía en la boca, que solía escaparse sin control.
Ahora ya no lo digo. Ya casi no lo pienso. Y cuando aparece, ya no duele igual. Se volvió una palabra más, sin fuerza, sin historia reciente.
Hubo un tiempo en que pensaba que nunca iba a poder dejarte ir, que tu ausencia sería más fuerte que tu presencia.
Pero descubrí que también el amor –como todo lo humano–, se desgasta si no se cuida y que el recuerdo más vívido puede volverse opaco si no se alimenta.
Y tú, sin darte cuenta —o quizás si—, comenzaste a desaparecer, dejaste de mirar igual, de hablar igual, de estar igual.
Fue la suma de pequeños olvidos, de descuidos, de palabras que no se dijeron a tiempo. De gestos que ya no buscaban encontrarse.
Y yo también, lo admito, dejé de buscarte. Dejé de luchar por un espacio que ya no me pertenecía. Dejé de insistir en sostener algo que tú ya habías comenzado a soltar.
Ahora me doy cuenta de que hay despedidas que no tienen fecha, ni abrazo final, ni lágrimas.
Hay despedidas que simplemente ocurren.
Se arrastran en el tiempo como una sombra que cada vez se vuelve más tenue, más lejana, hasta que se pierde del todo.
Y así te fuiste tú.
No como un huracán. No como un incendio. Sino como se va lo que ya no encuentra lugar.
Como se borra un aroma, como se apaga una canción, como se pierde un nombre entre tantos otros que ya no significan nada.
De la oscuridad
Desde que tengo uso de razón he sentido que ahí arriba –aún en la más oscura de las noches– la luna podía escucharme.
Esa conexión, esa comunicación siempre ha sido como un refugio, un consuelo, una presencia que nunca te abandona.
Su luz te atrapa, sin necesidad de una sola palabra te abraza cada noche entendiendo todas tus emociones.
Cuando la agitación te embarga, cuando la carga del mundo es irresistible, miro a lo alto y ahí se encuentra, constante, serena e inmóvil en una infinita danza cósmica.
Ella me ha visto llorar, ha sido mi compañera en solitarios insomnios, ha sido testigo de mis más profundos anhelos y de mis más secretos miedos.
No exige, no juzga, se limita –únicamente– a estar ahí –para mi–, en medio del caos diario.
Me recuerda que existe la belleza en la quietud, y que su trayecto –sin estridencias, calmado– no es una seña de debilidad y si una muestra de fuerza enmascarada.
Su luz, su reflejo viaja cruzando la inmensidad del universo hasta tocarme y susurrarme –acariciando mi cansado rostro–, todo va a estar bien.
Ella –mi luna– me enseña a ser suave sin romperme, a reflejar sin apagar mi propia luz.
Me hace sentir pequeño, diminuto sí, pero nunca insignificante, me hace partícipe de algo más grande, más antiguo, más sabio.
Frente a ella puedo mostrarme vulnerable, puedo ser yo, no necesito fingir.
Me conoce y a pesar de todo me acompaña cada noche de forma incondicional.
Es esa amiga que no necesita hablar para consolar, ese faro que me guía incluso cuando todo es oscuridad.
A veces cierro los ojos y puedo imaginarme sentado sobre ella, alejado del ruido, del dolor, del miedo.
Allí arriba, todo es más liviano, incluso el corazón, porque no es solamente un cuerpo celeste, es un símbolo, es alma, es hogar.
Es mi lugar seguro porque en ella me encuentro cuando me pierdo.
Cuando el mundo no deja de doler, ella me recuerda que la oscuridad puede brillar.
De la tristeza
La tristeza agudiza nuestros sentidos –nuestros sentimientos–.
El mundo que nos rodea –nuestra vidas– se torna lento y nuestros propios pensamientos adquieren una inusitada densidad.
Ese difícil estado emocional es sumamente fértil.
Pasar ese trance nos impulsa a escribir con más sinceridad, si cabe, pintar con más emoción o reflejar el alma en una melodía.
Incluso el dolor tiene valor si conseguimos moldearlo con ayuda del arte.
La creación de algo hermoso partiendo de la más absoluta tristeza requiere un esfuerzo sobrehumano, una profunda transformación, un algo que evoca el quehacer de los antiguos alquimistas.
Tomar esa emoción dolorosa, –esa tristeza– cruda e intensa y sembrarla en el terreno del arte, trascender ese dolor y convertirlo en un –agridulce– sentimiento de gozo es una de las mayores expresiones de amor que puedan concebirse.
La tristeza atesora una cualidad íntimamente introspectiva que nos obliga a detenernos, a mirarnos hacia dentro, a enfrentar partes de nosotros mismos que normalmente evitamos.
En esa serenidad, en ese silencio, nace la posibilidad de crear.
La tristeza es una de las más poderosas armas de la inspiración.
Escribimos desde la soledad, componemos tras una pérdida o pintamos desde la desesperanza.
Lo hermoso no siempre es alegre, en multitud de ocasiones lo realmente hermoso va de la mano de esa sensación de vulnerabilidad que nos embarga en los momentos de nuestras mayores tristezas, nuestras mayores desilusiones.
Transformar la tristeza en belleza nos requiere un esfuerzo de tranquilidad, sentir sin prisa, paladear esa tristeza.
Hemos de habitarla el tiempo imprescindible que nos permita entenderla.
Una vez entendida –interiorizada– intentamos convertirla en palabras, colores, melodías o movimiento.
El proceso que seguimos y que nos lleva a la creación se convierte –inadvertidamente– en una auténtica forma de sanación, una catarsis personal.
Expresamos y liberamos nuestros sentimientos.
La tristeza, al convertirse en arte, deja de ser solamente nuestra y se torna universal, compartida.
Si consigues crear algo hermoso partiendo de un momento de dura tristeza, lo conviertes en un acto de esperanza.
Transfiguras la tristeza en el origen de algo valioso, consigues crear desde el dolor, resistes, construyes y das sentido a lo que solamente nos percibíamos como extenso vacío.
Es así como de un momento gris puede nacer una obra luminosa.
Del llanto, una melodía.
Del duelo, un poema.
Crear algo hermoso desde la tristeza es –a todas luces–, una de las más puras formas de amor propio y también de amor hacia los demás.
Porque en cada creación sincera, estamos recordándonos que seguimos aquí, que seguimos sintiendo, y que aún somos capaces de belleza.
La tristeza más absoluta
Un aroma, tu aroma
Podría renunciar al oro, a la gloria, a esos días que no conocen tu nombre, por el simple privilegio de oler tu piel cada día, cada noche, por toda la vida.
Hay aromas que son mucho más, son puertas secretas a los recuerdos, refugios invisibles que te arropan infinitamente más que cualquier abrigo en un gélido invierno.
Tu piel, con ese color único, es mi hogar, es ese rincón sin paredes, sin techo, –pero sólido– más sólido que cualquier cimiento.
Podría viajar lugares insólitos, conocer cualquier idioma o gobernar imperios, y nada sería relevante, nada tendría significado si tu cercanía me fuese arrebatada, si al cerrar mis ojos no pudiese sentir el susurro envolvente de tu esencia.
El aroma de tu piel es el mismo que el que emana del amor más sincero, el mismo del deseo compartido, aquel en donde el tiempo se detiene y solamente estamos tu y yo.
Podría renunciar a todo por ese breve instante, eterno, ese ínfimo momento en que –junto a ti– solamente respiro.
Nada más que eso, respirar.
Y entonces sería innecesario el arte, el mar, las tristes melodías, pues todo palidece ante la posibilidad de oler tu piel una vez más.
Es la mezcla de tu risa, de tu historia, de la manera en que te mueves por la vida.
Es salvaje y dulce.
Es calma y es vértigo.
Dejarlo todo por algo tan etéreo ¿Que locura verdad?
Ese aroma embriagador me devuelve la fe cuando a mi alrededor todo parece desmoronarse, me susurra que todo va a estar bien en medio del caos porque tú estás, porque existes, porque tu piel roza mi piel.
No son necesarios títulos o aplausos, riquezas o reconocimientos, me basta un rincón contigo y el privilegio de soñar con mi cara perdida entre tus hombros.
Prefiero el lujo que supone despertarme y saber que tu esencia aun vive en esa almohada compartida.
Y si he de explicarlo solamente diré que renuncié a todo por un aroma, uno que huele a ti, que se respira, uno que –cada vez que me acerco– me recuerda que lo tengo todo, aunque lo haya dejado todo atrás.
Renunciaría a todo por poder oler tu piel toda la vida.
Todo de ti
Quisiera saberlo todo de ti, desde lo más evidente –eso que todo el mundo sabe, intuye o se inventa– hasta lo que apenas susurras en tus silencios.
Conozco tu nombre y aquellas historias que otros se apresuran a contarme sobre ti.
No me interesan esos cuentos de superficie.
Deseo descubrir tu ser más oculto, tus matices, tus miedos, tus manías, tus sueños mas secretos.
Quiero ir mucho más allá, quiero deshacer cada capa de tu coraza –de tu escudo– hasta encontrar lo que nadie puede ver, lo más íntimo de tu ser.
Desearía empaparme con tu infancia, descubrir que es lo que te hace reír sin reservas y que fue aquello que te rompió –por primera vez– el corazón.
Cual era el sabor de tus veranos y quien fue el depositario de tus primeras confidencias.
Que recuerdos arropan tu cuerpo cuando no consigues conciliar el sueño.
Anhelo conocer esos rituales que revives un día tras otro, como prefieres el café o –si por el contrario– una infusión es tu mayor deleite.
Me encantaría saber si cantas bajo la ducha, o hablas sola cuando te vence el nerviosismo.
Dime que canción –que melodía– te transporta a esos mundos que te hacen vivir.
Cuéntame –despacio– esa película que arrasa tu alma con tus lágrimas.
Ese libro que te subyuga, podríamos releerlo juntos mil veces.
¿Que es lo que te inspira?, ¿qué es lo que despierta tus miedos?
Necesito entender cómo piensas, cómo tomas tus decisiones, si te dirige alguna enrevesada lógica o simplemente sigues lo que te dicta tu corazón.
¿Te sientes perdida alguna vez? ¿Dudas de ti misma?
Seguramente vivirás noches en las que nada tiene sentido.
Quiero ser testigo de tu lado más fuerte, pero no quiero perderme tu reverso más frágil.
No deseo solamente tus días de luz, también quiero compartir esos momentos en los que no te reconoces, cuando te sientes diminuta frente al mundo, cuando no sepas qué hacer.
Desearía conocer si tu amor lo dirige la intensidad o la cautela, si tus heridas te obligan a esconderte o si te lo juegas todo sin pensar.
En este mundo –tan imperfecto– ¿crees en las segundas oportunidades?
Nadie necesita una versión idealizada de ti, solamente la verdad, con todas tus contradicciones, tus errores, tus cicatrices.
Muéstrate como eres, sin máscaras, sin filtros.
Solamente de esta manera construirás algo verdadero.
Quiero saberlo todo de ti porque lo que eres me importa.
Porque en un mundo lleno de conversaciones superficiales, deseo conectar con tu esencia.
Y si tú también quieres saberlo todo de mí, entonces, tal vez, podamos encontrarnos en ese lugar donde dos almas se miran sin miedo y se reconocen.
Una palabra
Hay palabras que parecen tener un brillo propio, –especial– que acarician el alma con solo pronunciarlas.
Hay una en concreto que no solamente suena con una terrible suavidad envolvente, sino que además evoca una ternura que va más allá de lo material.
Se cuela en tu corazón como una caricia, como un susurro pleno de amor.
Si alguien te llama “preciosa” no habla solamente de lo que puede ver, sino de lo que siente.
Es una alabanza con alma.
Nace del cariño, de la profunda admiración, la componen –la conforman– una pizca de poesía, algo de abrazo y el resto es todo luz.
No es una palabra que se diga –a la ligera– por costumbre, solamente se dice si realmente se siente.
Es como mirar a alguien y que tu corazón se desborde por la belleza que irradia, no solamente física, sino que emana desde lo más íntimo del ser.
Cuando un ser amado lo susurra en tu oído está apresando en esa breve palabra todo aquello que no acierta a expresar de otra manera.
Es una palabra –preciosa– que sugiere algo valioso, único, frágil, que debe cuidarse como cuidarías un recuerdo feliz, un tesoro de tu infancia o una sonrisa en medio de la confusión de tu vida.
Cuando la pronuncias proteges, envuelves y arropas a quien la recibe.
Decirle preciosa a alguien es iluminar su alma, es hacerle saber que, –al menos para ti– su existencia es absolutamente valiosa.
Hay palabras –no muchas– con un gran poder y que pronunciadas en un día aciago pueden salvarnos.
Es capaz de atravesar tu helada tristeza y convertir tu día mas gris en un lindo abanico de colores.
Es esa palabra la que te recuerda que eres amada, que tienes a tu lado a alguien que encuentra la belleza en ti.
Escucharla es un instante de verdad.
Todos merecemos sentirnos preciosos alguna vez.
Coincidir cada noche
En lo más profundo de nuestro ser escondemos –protegemos– un anhelo universal.
Nadie es inmune a este sentimiento, donde se busca ser visto, comprendido, elegido.
Ser conquistado es ser deseado, admirado, amado, es conseguir que alguien mire más allá de nuestras máscaras y decida quedarse a nuestro lado porque ha sido capaz de discernir entre lo que aparentamos y lo que verdaderamente somos.
En nuestro actual mundo vivimos rodeados de soledades, por eso la conquista no es solamente un mero acto romántico.
Todos deseamos sentir que valemos lo suficiente como para que alguien dedique su tiempo, esfuerzo y ternura en ganarse nuestro corazón.
Una mirada cómplice, una conversación inolvidable, un pequeño gesto intencionado, mínimos detalles que pueden desencadenar ese camino hacia la conquista.
Cuando esto ocurre nuestra primera sensación es de extrema vulnerabilidad.
Estamos permitiendo que alguien –a quien aún no conocemos– atraviese nuestras defensas, acaricie nuestras cicatrices y que aún así decida quedarse a nuestro lado.
Es en ese momento cuando en nuestro interior se desata una dura lucha entre el deseo y el miedo.
Miedo al rechazo, a salir heridos, pero en el fondo de nuestros corazones todos esperamos que llegue alguien que –a pesar de las dificultades– consiga atravesar nuestras barreras.
Deseamos que alguien vea en nosotros algo especial, algo que los demás no ven, que nuestro jardín secreto interior sea descubierto y amado.
Y si esto llega a suceder, si alguien logra conquistar no solamente nuestra atención, sino nuestro ser, el vinculo que se crea es realmente poderoso, auténtico y transformador.
Anhelamos ser elegidos, comprendidos y amados, porque más allá de la fuerza o la razón, lo que más nos mueve es el deseo de ser tocados por el amor.
Casi
Hay historias que nunca llegan a consolidarse aunque te marcan profundamente.
Nunca fueron oficiales, ni tuvieron aniversarios, nunca se cogieron de la mano, no llegaron a “su” canción y por supuesto nunca se asignaron una etiqueta.
Son esas conexiones que rezuman intensidad, que comenzaron con largas miradas y conversaciones infinitas.
Todo envuelto en una neblina de complicidad que los aislaba del resto del mundo, que presagiaba algo grande, algo que nunca llegó a ocurrir.
Son historias que residen en un limbo emocional.
Nunca duele lo que pasó, sino lo que nunca llegó a pasar, esas expectativas, esas posibilidades que todavía flotan en el ambiente.
Y el dolor es real –muy real– porque la conexión existió, los sentimientos están ahí.
Lo que nunca has tenido no acumula recuerdos que te desgasten pero si te perseguirá todo aquello que habías idealizado.
Con el paso del tiempo aprendemos que no todo ha de culminar en una gran historia romántica para ser importante.
Hay vínculos fugaces, intensos, breves pero al mismo tiempo tremendamente significativos.
El reto está en aceptar que no todo se queda, y de todas formas eso no le resta ni un ápice de valor.
El miedo juega un papel central en este tipo de vínculos.
Algo detiene el avance, el miedo al compromiso, a perder libertad, a salir herido o lo más simple de todo, el miedo al fracaso.
Pero hay muchos más “miedos” disfrazados de “no es el momento”, “necesito encontrarme a mi mismo” o “no quiero arruinar lo que ya tenemos”.
Excusas para evitar la confrontación con tus verdaderas emociones.
Y quizá el más importante, el miedo a sentirse vulnerable.
Los casi algo mantienen una distancia emocional segura, comparten lo suficiente manteniendo el interés pero no tanto como para exponerse del todo.
Son amores a medias, tibios, que no arriesgan y –por lo tanto– nunca llegarán a saber lo maravilloso que es amar de verdad.
Los “casi algo” muchas veces son el reflejo de personas que sienten pero no actúan, que desean pero no eligen, que se acercan pero no se entregan.
El verdadero acto de valentía no es quedarse en lo cómodo de lo indefinido, sino atreverse a amar de verdad, con todo lo que eso implica: riesgo, entrega, y posibilidad de pérdida.
Solamente así podrás conseguir dejar atrás el “casi” y darte una oportunidad de ser “algo”.
Entrelazados
Se detuvo frente al espejo sin buscarse, sin querer encontrarse.
Solamente se encontraba ahí plantado –la mirada perdida– como esperando una respuesta que sabía que nunca llegaría.
Desde hacía un tiempo –no recordaba desde cuando– al hablar con su espejo no le devolvía su rostro, sino el de ella.
No sabía en que momento había sucedido, pero –lentamente– ella había dejado de estar solo en su mente y comenzó a habitar su reflejo.
Aquella primera vez que la vio allí –frente a él– embebida en aquella lámina plateada pensó que era producto del cansancio, de esa mezcla de nostalgia y deseo que a veces se te instala en el pecho.
Evitó –inconscientemente– aquel revelador espejo durante unos días.
Aquella mañana, siguiendo su rutina y sin reparar en lo que había acontecido días atrás, se encontró repentinamente frente a él y allí estaba su reflejo, otra vez.
Con el paso de los días aquello se volvió una constante, no importaba ni la hora ni la luz.
Cuando abría su corazón frente a aquel espejo, cuando susurraba lo que no se atrevía a compartir con nadie más, allí estaba ella.
Y no, no era un fantasma, más bien la percibía como una cálida presencia que le miraba com esa complicidad que solamente ellos entendían.
Aquel reflejo no le juzgaba, le escuchaba, a veces sonreía y otras se entristecían juntos.
Acaso, –de alguna forma mágica e inexplicable– se habían entrelazado sus almas de forma que cada uno habitaba una porción del otro.
El espejo no puede mentir y refleja –realmente– lo que habita en su interior.
Y si ella está ahí, será porque ocupa un lugar en su alma.
Hay preguntas que sólo su imagen podía responder, silencios que solamente su presencia lograba calmar.
Se aferraba a esa ilusión sabiendo que no podría oírle, sabiendo que no era más que un vidrio y acaso su memoria.
Y aún así siempre volvía frente a él.
Quizás algún día el espejo vuelva a mostrarle solo a él.
Pero por ahora, en ese pequeño e íntimo ritual, sigue hablándole como si estuviera allí.
Y en cierto modo allí estaba, no carnalmente pero si en sus gestos, en aquellas palabras no dichas, en los recuerdos de cada reflejo.
Y decidió seguir buscándola en ese espejo, aunque lo que encuentre sea, simplemente, un amor no correspondido.
Me gustaría verte, cuando nadie te ve
Tu versión más auténtica, sin máscaras, sin expectativas se presenta cuando nadie te ve.
En ese silencio anónimo, sin espectadores, te permites ser contradictorio, vulnerable.
Imaginas conversaciones que nunca llegarás a mantener con nadie, te ríes –en tu soledad– por algo absurdo o simplemente lloras sin razón aparente.
Son momentos en los que no estás obligado a justificar tus emociones y mucho menos dar explicaciones sobre lo que piensas.
Te reconectas –en soledad– con tus sueños, con tus miedos y con aquellas cosas que –en tu rutina diaria– sueles dejar a un lado.
A veces, –sin darte cuenta– te encuentras inmerso en un laberinto de recuerdos y sin solución de continuidad imaginas futuros que posiblemente nunca viajarán a tu presente.
Es ahí, –en esa intimidad– donde eres totalmente libre, es ahí, donde dudas, cambias de opinión, escribes “sin sentidos”, bailas a espaldas de cualquier ritmo o sin más, te quedas mirando a ese techo techo impregnado de soledades.
Son los momentos en que eres honesto contigo mismo, admites tus errores y enfrentas contradicciones.
Solamente encuentras espacio para la verdad , y es en esa verdad, –a veces incomoda– donde descubres una maravillosa forma de paz.
Puedes ser niño –otra vez–, soñador, ingenuo, volver a jugar con locas ideas y no sentir ni una pizca de vergüenza.
Es ahí donde te reconcilias contigo mismo y donde cuidas esas partes de ti que pocos entienden y mucho menos valoran.
Surge también esa versión que trabaja para mejorarse a si mismo, que reconociendo sus propias sombras se ve capaz de superarlas.
Cuando nadie te mira, eres más humano, complejo, cambiante, real.
Y es ahí, aunque nunca veamos esa versión tuya, donde nace todo aquello que después regalas a los demás.
Me gustaría verte, cuando nadie te ve.
Ante el espejo es fácil
Allí, –de pie– frente a su viejo espejo prometió no volver a enamorarse, trazando una imaginaria frontera entre su corazón y el mundo.
No más mariposas, no más insomnios, las decepciones suelen desembocar en autoprotección.
Mirando su reflejo en el espejo, retumbaba –como un mantra– en su interior, amar es exponerse a perder.
Y poco a poco había llegado al convencimiento de que el amor era una peligrosa distracción, una emoción que nublaba la razón y –en el mejor de los casos– te desordenaba la vida.
Cuando el convencimiento era ya –o eso creía– irreversible, apareció.
Esta vez no fue la habitual tormenta, sino una dulce y suave brisa que, –con el mayor de los sigilos– lo fue removiendo todo en su interior.
En los primeros momentos no percibió el peligro.
Reían juntos, hablaban por horas y se entendían sin aparente esfuerzo.
Era cómodo, natural, parecía que se conocieran de siempre.
Ante el espejo, –aquel viejo amigo– se decía, “solamente somos amigos”, sabiendo que estaba auto engañándose.
Se negaba a admitir lo que sus propias miradas y sus gestos gritaban en silencio.
Su rebelde corazón –sin previo aviso– había comenzado a latir distinto.
Intentó frenarse por todos los medios pero ya era tarde, se descubría pensando en sus silencios, buscando entre la multitud, queriendo compartir las pequeñas cosas de cada día.
Cada vez que se sonreían se le escapaba el alma por los ojos.
Prometió –firmemente– no enamorarse, sin caer en la cuenta de que las promesas que se le hacen al miedo rara vez llegan a cumplirse.
Y un día lo aceptó.
No necesitó grandes palabras, ni dramáticas confesiones, solamente gestos simples, sencillos.
Quedarse un poco más, mirarse un poco más, dejarse sentir, rendirse a la realidad.
Entendió que vivir con miedo al amor era vivir a medias.
No se trata de evitar el dolor, sino atreverse a sentir, a pesar de todo.
No fue algo planeado, no lo buscó, pero el amor, el mismo que había prometido esquivar fue a su encuentro.
Y es que a veces, lo que más tememos es precisamente lo que más necesitamos.