La edad
Hay una belleza serena en su edad, un resplandor que no viene del cuerpo, sino del alma.
Sus ojos atesoran los inviernos y primaveras de la vida, y en su voz, la música suave, lenta de aquellos años vividos con intensidad y verdad.
El amor en ellos no es un fuego impetuoso, sino una llama que arde con firmeza, sin prisa, sin temor al viento.
No aman por capricho, sino por decisión.
Han conocido la pérdida y el anhelo, y por eso abrazan el amor –no como un juego– sino como un perfecto milagro, un momento riguroso, sensato.
Son maestros escuchando los silencios y leyendo los gestos, cuestión importante para poder comprender lo que no se dice.
El amor, en sus manos, es refugio, no prisión, es cuidado, no exigencia, es ternura, no turbulencia.
La edad no promete eternidades vacías, solamente ofrece realidades profundas.
Te mira como quien contempla un atardecer sabiendo que no hay urgencia, que lo valioso no se apresura, que cada momento, –cada situación– es importante.
Cuando ama, lo hace desde la experiencia, desde la herida y la sanación, desde la sabiduría de haber vivido.
En su abrazo hay abrigo y en sus palabras consuelo.
La edad no busca una musa que lo salve, sino una compañera con quien compartir el vino y el silencio, los momentos compartidos, la risa y la noche.
Es un amor pausado, profundo, un amor que florece no en el vértigo, sino en la calma.
Y así, amarle en ese exacto momento de su vida es caminar de la mano con alguien que ha aprendido a valorar cada segundo, que no teme decir “te quiero” sin promesas grandilocuentes, porque ya sabe que en lo sencillo —en una mirada, un gesto, un beso al amanecer— habita la eternidad del amor verdadero.
Si lo encuentras, tu vida está a punto de ser increíble.