Intenso silencio
Hay una dulce ilusión que está ahí desde siempre, nos acompaña incansable, en ella, el tiempo es un cuenco rebosante, inagotable y con eterna paciencia.
Caminamos en la creencia de que los días se estiran a nuestro gusto, como si fueran eternos, como si las oportunidades supieran esperarnos ––ahí–– sentadas, sonriéndonos indulgentemente.
Y entretanto nuestro corazón aprende a callar, a custodiar esas palabras que laten, a postergar esas caricias que ya conocen los caminos de la piel.
Pero hay miradas imposibles de aplazarse.
Hay silencios pesados, intensos.
Porque en su interior se arremolinan gestos que no llegaron a existir, nombres solamente pronunciados en tu interior y deseos que murieron en la orilla.
Nuestro cuerpo ––mucho más sabio que la mente–– lo sabe, y reconoce esa urgencia en aquel leve temblor, en esa respiración lenta, densa cuando te acercas y ese nerviosismo que reluce sin permiso.
Proclamar lo que sentimos no es un acto ruidoso, casi siempre se traduce apenas en un susurro que puede cambiar el rumbo de una vida.
Proclamar ese sentimiento es acercar una mano y descubrir que ese breve espacio entre dos pieles acaba de convertirse en un nuevo lenguaje íntimo, secreto.
Es permitir a tu voz temblar levemente y permitir al otro traspasar el umbral de ese temblor, penetrarlo.
Y todo porque amar nunca es una promesa futura, es una presencia en ese instante único e inaplazable.
Hay besos que nacen tarde, abrazos etéreos, cartas nunca escritas y cuerpos acostumbrados a la distancia por ese miedo irracional a romper la calma.
Esa calma que sin verdad se transforma solamente en una larga pausa que en algún momento encontrará la fuerza necesaria para expresar lo esencial reclamando su lugar.
Es en ese momento cuando el pecho se abre y el aire adquiere otro color, otra textura.
Ahora la palabra justa asoma a tus labios y solicita permiso para salir. No para ofrecer seguridades, ni para exigir eternidad, solamente para encender nuestra realidad con lo que es cierto.