Flamenco

Un latido antiguo que te atraviesa el alma y se convierte en fuego.

Surgió del encuentro insospechado del dolor con la esperanza, del encuentro entre culturas que –aun heridas– supieron hallar en el cante una forma de consuelo y de redención.

Cada quejío se trasluce, se adivina desde lo más profundo del ser, como si en él se condensaran siglos de amores imposibles, pérdidas irremediables y una tenaz resistencia. Escuchar flamenco es permitir que el corazón hable en un idioma que no precisa traducción.

En ese toque íntimo de guitarra hay una ternura infinita, una caricia que se desliza entre acordes como un suspiro desgarrador.

Las manos del guitarrista no solo tocan las cuerdas, consiguen acariciar el alma del aire, despertando memorias dormidas, sentimientos ocultos y pintan emociones que no pueden traducirse en palabras.

Y cuando suena el taconeo, el cuerpo es devorado por la tierra, el fuego y el compás.

Cada golpe sobre el suelo es un latido que nos recuerda que estamos vivos, y que podemos transformar el dolor en belleza, en extrema belleza.

El flamenco es el amor llevado a su extremo, es una confesión desnuda, una entrega total, sin reservas.

En el cante hay una verdad que desarma, porque quien canta se desangra con una ternura extrema, ofreciendo su pena al mundo para –de esa manera– convertirla en un arte íntimo, irrepetible pero compartido.

Es una de las maneras más auténticas de amar con todo el ser, de llorar bailando y de decir “te quiero” con un gesto, un movimiento, una mirada y sin palabra alguna.

Quizá por eso el flamenco nunca muere.

Porque en él habita la esencia de lo humano: el deseo, la pasión, la nostalgia, la esperanza. Es un eco eterno que viaja de corazón en corazón, encendiendo una llama que no puede apagarse.

Y si lo sientes, aunque sea una sola vez, quedarás marcado eternamente por esa verdad ardiente y ese misterio insondable que nos subyuga.

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