A fuego lento

Te imagino cada tarde —al final del día— cuando llegas a casa con el cansancio asomando en tu mirada.

Una luz suave —tibia— que te envuelve y un aroma indeterminado, quizás a promesa, hogar o deseo.

Sin palabras, solamente un cruce de miradas, un instante en el que enmudece el mundo y queda únicamente la certeza de estar, de encontrarnos.

Mientras tú te descalzas y el día se queda fuera, yo sigo moviéndome lentamente, dejando que el silencio nos arrope.

Escucharías el suave chisporroteo de la chimenea, la música que flota entre los espacios, como si nos conociera desde siempre.

Cada uno de mis gestos tiene algo de ritual: cortar, servir, acercar, ofrecer.

Todo ello pensado para que el tiempo se vuelva más lento, para que cada detalle te diga sin palabras que tú eres importante, que cada pequeño acto lleva un poco de mí.

Y sentada a mi lado, no importaría el sabor exacto de lo que te espere en el plato, sino lo que ocurre entre nosotros.

La mirada sostenida en el infinito, el roce casual de nuestras manos, la conversación que comienza en lo cotidiano y termina rozando la piel del alma.

Es entonces cuando el mundo se vuelve pequeño —mínimo— reducido a aquella mesa, a la luz de nuestra respiración compartida.

Siempre sin prisa, lenta, suavemente.

Solo el íntimo deseo tranquilo de cuidarte, de ofrecerte algo simple y sincero.

De decirte —sin decirlo— que en ese instante todo —el fuego, el aroma, la calma— ha sido hecho solamente para ti.

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