Javier Ledo Javier Ledo

El lago

Se intuía la cercanía del ocaso pues el sol se apresuraba en su viaje al fondo de la línea del horizonte.

Comenzaban a teñirse las nubes de un particular matiz rojizo como jamás había tenido la ocasión de disfrutar.

La suave brisa –con su frescura– mecía levemente las ramas de la arboleda que rodeaba el lago provocando a su vez un sutil vaivén de ondas en su superficie.

Asomaba ya, la natural melodía acompasada de centenares de grillos dando la bienvenida a la atrevida luna llena, –luna– que venía dispuesta a luchar por su lugar en el firmamento haciendo claudicar al maravilloso sol que había reinado durante todo ese día de otoño.

La manta, extendida sobre la hierba –delante de aquella pequeña cabaña– servía de improvisado refugio bajo el manto de las incipientes estrellas.

A un lado una bailarina hoguera proyectando danzarinas sombras que chisporroteaban sin cesar.

El ambiente era el ideal para compartir un delicioso chocolate caliente, de esos que se desean como si de un antojo se tratase.

En aquel momento –detenido el tiempo– le susurraban sus sueños, sus recuerdos y sus deseos, como si aquel lago –extendido a sus pies– hubiese resguardado sus secretos hasta ese momento.

El silencio, el paisaje y la paz envolvían aquel instante.

Algún chapoteo ocasional de algún pez rompiendo la superficie le recordaba que estaba allí y que compartía ese momento con los seres de aquel pequeño lago perdido en medio de las montañas.

En un breve espacio de tiempo se recostó y pudo observar –desaparecido ya el sol– un infinito manto de estrellas que, –según la tradición del lugar– eran sostenidas en el firmamento por miles de manos, esas que ya no estaban aquí.

Se incorporó para paladear un nuevo sorbo de chocolate –aún humeante– y se percató de la guitarra que estaba a su lado –abandonada a su suerte– silenciosa pero dispuesta siempre a emocionarnos.

Se aferró a ella y susurró –junto a un breve rasgueo– las primeras palabras que –sin darse cuenta– ocupaban su mente, y su corazón, desde hacía ya unas horas.

Desearía que estuvieras aquí.

Ojalá quisieras estar aquí.

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Javier Ledo Javier Ledo

I want to hold your hand

Quisiéramos tener todas las respuestas, todas las soluciones, todas las certezas del futuro pero eso no es posible.

La vida es riesgo, es decidir cada día, y afrontar las consecuencias de cada una de esas decisiones.

Es aventura, es alegría, es,… todo lo queramos que sea si nos lo proponemos.

Todo lo que queramos que sea si luchamos por ello.

Todo lo que queramos que sea si estamos dispuestos a defender esas decisiones.

A veces tenemos las respuestas y solamente necesitamos –deseamos– que alguien nos haga las preguntas adecuadas, esas que implican riesgos, compromisos, pero al mismo tiempo la oportunidad de reencontrarte con la felicidad.

Quieres coger su mano, sentir su calidez, rozar suavemente su piel y que este leve encuentro estremezca tu vida.

Que te haga olvidar aquellos tristes momentos, que te acompañe hasta los maravillosos días que están por venir.

Que comparta contigo tus nuevas aventuras, la delicia de un paisaje, una laguna en lo alto de la montaña o un bullicioso rio corriendo hacía el mar.

Quisiéramos tener todas las respuestas, pero nuestra vida sería mucho mas insípida si nos desprendemos de lo inesperado, de lo fortuito aunque esto suponga darle una oportunidad a la tristeza.

Quisiera coger su mano, estrecharla contra mi pecho, sentir su fuerza, su determinación y recorrer una bonita senda.

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Javier Ledo Javier Ledo

Esa mirada

Es un instante de pura magia, una conexión tan profunda y súbita que parece estar escrita en un lenguaje que solamente entienden algunas almas.

Es ese momento en el que tu mirada se encuentra con la de una desconocida, y de pronto todo lo demás se desvanece: el bullicio, las voces, el mundo mismo, como si el tiempo conspirara para regalarte un momento eterno.

Es esa chispa de un reconocimiento inexplicable, una certeza cálida en el pecho que te dice que esa persona, desconocida y a la vez extrañamente familiar, tiene un lugar especial en tu historia.

Es como un susurro del destino que irrumpe en medio del ruido de tu anodina vida cotidiana.

No es solamente una mirada; es una revelación.

Es como si en ese segundo vieras no solo a la persona que está frente a ti, sino también las posibilidades, los sueños, los anhelos que podrían germinar entre ambos.

Es el latido acelerado que te recuerda que estás vivo, la sensación de que todo lo que alguna vez soñaste se ha materializado frente a ti.

Inesperado, si, quizás imperfecto, posiblemente, pero vívidamente real.

En ese mínimo instante, los colores parecen más vivos, el aire más ligero y tu alma –de alguna manera– más completa.

No necesitas palabras ni explicaciones; es un milagro sencillo y profundo que deja una huella imborrable en tu corazón.

La razón no juega este partido, no te importa su nombre, su historia o el sonido de su risa.

Lo único que sabes es que algo en ella te atrae con una fuerza casi magnética, como si siempre hubiera sido una parte perdida de ti mismo.

La sensación es efímera y eterna a la vez.

No va más allá de un momento, pero su intensidad te marca, como si ese cruce de miradas llevara consigo una promesa, un inicio.

Es como si el universo hubiera conspirado para que ambos estuvieran en ese lugar, en ese preciso instante, y se tornara en tu cómplice susurrándote: “Ahí está”.

El amor a primera vista es una advertencia de que –en un mundo lleno de casualidades– aún puede existir la magia, ese milagro irracional –como todos los milagros– que te hace creer, aunque sea por un mínimo instante, que las almas están destinadas a encontrarse.

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Desirée Glez Desirée Glez

El lugar de los sueños

Llévame hasta tus sueños, no me dejes atrás –esos sueños– en donde no nos importe el día o la noche, en donde convertiremos el frío en la excusa perfecta para resguardar nuestros corazones, y en donde sus latidos acompasados se compartan en un cálido susurro.

Hablemos bajito y respiremos alto, compartiéndonos, no permitamos que el maldito reloj con su inapelable tic tac nos obligue a despertar de esa maravillosa conjunción que conformamos en este momento.

No deseamos –en este trance– despertar a la vida, despertar a la rutina.

Como bien nos enseñó el poeta, “los sueños, sueños son” y por nada de este mundo queremos llevarle la contraria, porque este momento es nuestro sueño, nuestro anhelo.

Aquí nos encontramos tu y yo como piedra de toque de ese mágico destino, no conseguimos explicar como hemos podido encontrarnos.

Así que tejamos un mágico edredón que nos evite volver al pasado, emprendamos este viaje –juntos– sobre él como si de una alfombra mágica se tratase y que al igual que a Sherezade –en las Mil y una Noches– nos lleve hasta maravillosos lugares, en donde todo sea posible, en donde cada pensamiento, cada deseo pueda ser –mágicamente– alcanzado.

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Javier Ledo Javier Ledo

Un beso

Amanecemos a esta vida al compás de un grito de auto afirmación, un lloro desgarrador que se acalla con un primer beso.

Un beso de bienvenida, un beso calmado, suave, que destila amor de madre.

Recibiremos muchos mas de estos, el día de nuestra primera papilla, cuando por fin dejamos atrás los pañales, al dar nuestros primeros pasos y cuando consigamos manejar con cierta destreza un tenedor y un cuchillo.

En los siguientes años seremos el blanco preferido de todas las tías, tíos, abuelas y amistades de la familia hasta el punto de casi llegar a aborrecer el mero atisbo de un beso familiar.

Pasada la adolescencia –donde rehuimos semejante barbarismo– llega el momento de aunar los besos y los sentimientos.

Curiosamente suele ser ese momento donde afrontamos nuestro “primer” beso.

Nos referimos a ese beso iniciático, ese beso que define –al mismo tiempo– nuestra declaración de independencia y nuestra llegada a un mundo atiborrado de sentimientos, sensaciones y locuras.

Ese beso emocionado, tímido, abrumadoramente inexperto será uno de esos que nunca se olvidan, recordarás el lugar y las circunstancias precisas para toda tu vida.

Habrá –casi seguro– más primeros besos y otros que nunca llegarán.

Luego se nos presentan los besos apasionados, esos que nos arrebatan, que nos llevan en volandas a lugares inimaginables, que irremediablemente saborearemos cerrando nuestros ojos, para de esta forma asemejar cada uno de estos besos con un sueño irrealizable que se hace realidad por un instante.

Hay besos para cuando vuelves a ver a alguien querido, son besos alegres, dicharacheros y juguetones, besos que expresan felicidad, bienestar o cariño.

Hay besos para las despedidas, que navegan en medio de un mar de lágrimas cada vez que vemos alejarse a nuestros seres queridos.

Hay besos para las celebraciones, también envueltos en lágrimas pero estas solamente expresan felicidad y alegría.

También tenemos los besos de la rutina –no por eso menos importantes– son los de los buenos días, las buenas noches, los de llegar a casa y ver que todo lo que queremos, todo por lo que luchamos cada día sigue allí, en su sitio.

Nuestra vida –si lo pensamos bien– está llena de maravillosos momentos que se sustentan sobre un beso, un beso filial, un beso enamorado o quizá un beso comprometido.

Pero también hay besos que nunca quisiéramos dar.

Son los besos de despedida, esos que solamente se dan una vez y no obtienen respuesta, son esos besos gélidos arrasados por las lágrimas y que al igual que el primer beso siempre recordarás.

No podemos ni imaginar como sería nuestra vida si no existiesen los besos pero seguro que sería una existencia gris y anodina.

Lo besos –de cualquier tipo– hacen de nuestra vida un maravilloso viaje digno de realizarse.

P.D.: Siempre estamos esperando/deseando el siguiente beso.

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Desirée Glez Desirée Glez

Que no daría yo

¿Cómo medimos nuestro tiempo?

Y no, no me refiero a lo obvio ahora que comienza el nuevo año,… es un claro ejemplo de medición, nos referimos a él para cumplir y celebrar años.

Medimos –de esta manera– quienes somos, nos atrevemos a juzgar a otros, incluso a nosotros mismos, solamente por el acúmulo de este tiempo, de estos años.

Quizá un sistema de medida mas real sea el de nuestras propias heridas, nuestras lágrimas o nuestras frustraciones.

Si me dieran a elegir, yo preferiría medir el tiempo por la duración de un beso, ¿a cuanto tiempo equivale un beso, un abrazo o un hasta pronto cuando nos alejamos perdiéndonos en el horizonte?

Todos nosotros somos como un hilo que une, que cose cada “hasta mañana”.

Al principio no somos más que nueve meses de espera para convertirnos –pasado el tiempo– en una cita de sábado noche, una canción dedicada con serias intenciones de unir, de coser algo más que el propio tiempo.

Al final el tiempo –nuestro tiempo– es esa costura suave y resistente a la vez de todos nuestros momentos entrelazados con los momentos de nuestros amigos, nuestro amor,…

Esa amalgama de momentos que es nuestra vida, –ese tiempo– nos arropa y nos protege como si de un pequeño pañuelo se tratase.

El tiempo,… que efímero, que valioso y, –cuando es compartido– que eterno.

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Javier Ledo Javier Ledo

Reditus

Se acercan los Reyes Magos y su llegada nos anuncia el final de un momento mágico que se repite un año tras otro, la Navidad.

Al mismo tiempo en muchas casas comienzan los síntomas de lo que podría ser una autentica operación retorno.

Es ese momento en el que se saturan los aeropuertos y colapsan los trenes, ese momento en que se desatan sentimientos cruzados de alegría por el tiempo compartido y tristeza por el tiempo de separación que se avecina.

Abrazos, besos y más abrazos en las interminables colas antes de pasar el control de seguridad.

Lágrimas compartidas.

Volvemos a la normalidad, a la rutina. Nos sumergimos entre ríos de gente anónima que viene y va.

Las personas que queremos se quedan atrás, a veces a cientos de kilómetros y no tenemos siquiera la certeza de que podamos volver a verlas.

En algunos casos no volveremos a saber de ellas en meses aunque las tengamos presentes cada día de nuestras vidas.

La rutina desactiva –o adormece– una gran parte de nuestra comunicación y nuestros sentimientos.

Fiamos nuestras relaciones con nuestros seres queridos –en gran parte– a la celebración de las sucesivas fiestas que se celebran durante el año, Navidad, Carnaval, Semana Santa,…

Si por un azar se borraran estas fiestas del calendario, ¿volveríamos a vernos?

Aún sabiendo que es difícil, porqué no nos subimos a un tren, a un avión o cogemos nuestro coche y nos presentamos alguna vez de manera imprevista –sin festividad condicionante de por medio, sin ninguna razón aparente– y le damos una alegría a ese amigo, a ese familiar al que queremos.

Es verdad que la rutina es exigente, pero si nos lo proponemos encontraremos el momento para decirle a alguien que le queremos.

La Navidad es –en muchos hogares– una fiesta de sillas vacías, esas que nunca volverán a ver a quien antes era una presencia fundamental.

Esos son momentos difíciles, de esos que nunca se superan pero se aprende a vivir con ello.

Son los regresos imposibles, son los regresos que –ocasionalmente– retornan de la mano de algún triste sueño.

Pero así es la vida –como solemos decir–, nos vemos en Carnaval.

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Javier Ledo Javier Ledo

En Navidad se dice la verdad

Desde hace ya mucho tiempo –unos veinte años– hay dos tradiciones que intento mantener vivas.

Una de ellas es disfrutar del Concierto de Año Nuevo acurrucado en el sofá de casa y envuelto en una vieja bata.

Esa vieja bata que debería haber iniciado el camino del contenedor de basura hace mucho tiempo, pero que se mantiene en su rincón del armario porque sigue siendo indiscutiblemente, la más cómoda, suave y amorosa que has tenido nunca, por muchos rotos que acumule.

La segunda de esas tradiciones –con la que estoy cumpliendo en este mismo momento– es disfrutar de “Love Actually” esa peli que rezuma tristeza y alegría al mismo tiempo, ilusiones y decepciones, la pérdida y los nuevos comienzos.

“La Navidad es una época para la gente que comparte su vida con alguien a quien ama”

Love Actually

La Navidad es una época de comienzos, de nuevos propósitos y a veces también de finales, cerrando puertas al pasado.

Puertas que nos comunican con esa habitación que se llama recuerdos, vivencias, momentos,… todos –aunque no lo pensemos– tenemos un nombre para esa particular habitación.

Y todos –aunque no queramos admitirlo– tenemos esa particular habitación en nuestras casas.

Amores no correspondidos, amores imposibles, amistades peligrosas, distancias que parecen insalvables, relaciones sencillas, finales de cuento, traiciones de tus seres más queridos, reafirmación de amistades que se convierten en tu familia, de eso también va la Navidad.

Mejor dicho, de eso va la Navidad, de la vida real, de la vida que nos define a cada uno, aunque a veces –la mayoría– nos dejemos llevar por toda la parafernalia de luces, celebraciones y regalos.

La Navidad es un lugar íntimo, solitario, es ese lugar en el que nos celebramos a nosotros mismos en un intento –a veces infructuoso– de cambiar todo nuestro mundo de cara al nuevo año.

Es ese momento en el que –frente al espejo de la realidad– nos preguntamos que demonios hemos hecho en los últimos doce meses y cómo vamos a mejorarlo en los doce siguientes.

Es ese momento en el que nos preguntamos –con miedo?– que nos depara el futuro.

Y al mismo tiempo –aun atenazados por ese mismo miedo– no podemos por más que sentirnos esperanzados con lo que pueda ocurrir en ese futuro que se hará presente puntualmente el uno de enero con el Concierto de Navidad.

El seis de enero no se les ocurra regalar a nadie un CD de Joni Mitchell.

No hagan ridícula la vida de nadie.

(Tendrán que ver la peli para entender esto)

2025 allá vamos, seguro que será espectacular!!!

¡Que volvamos a vernos!

P.D.: La Navidad está en todas partes.

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Javier Ledo Javier Ledo

Mirarse a los ojos...

Dicen –los que lo han probado– que mirarse a los ojos durante cuatro minutos sin hablar es una experiencia trascendental.

La mirada es un puente invisible entre dos almas, es un instante en el que –con ese solo gesto– puedes comunicar, puedes explicar lo que no alcanzarías con mil palabras.

La mirada es a la vez refugio y vulnerabilidad, un lenguaje sin sonidos, un torrente de secretos inconfesables que se escapan en ese instante sin aparente control.

El amor, la tristeza, la esperanza y los anhelos encuentran en tus ojos su mas sincera expresión.

En cuatro minutos el tiempo parece detenerse, caen todas las barreras, la máscara de lo superficial se desvanece, las miradas se suavizan y la conexión –profundamente humana– es un recordatorio de que a veces, el alma habla más claro a través de los ojos que con cualquier palabra.

En esos momentos cada parpadeo, cada microexpresión nos revela un momento, nos cuenta una historia.

Una mirada puede ser un abrazo en la distancia, una súplica silenciosa o un lugar en el que refugiarse.

Los ojos –como espejos– no saben mentir, por eso en una mirada habita la verdad desnuda del corazón.

Cuando miras a esa persona que quieres profundamente durante tus cuatro minutos –además de ser un acto de valentía– es una manera de intercambiar fragmentos del alma, es una forma de decirle, te veo, y te entiendo.

La mirada de amor es un susurro que no necesita palabras, un momento en el que el tiempo parece detenerse y todo alrededor se desvanece. Es ese brillo inconfundible en los ojos, una luz que nace desde lo más profundo de tu ser y que refleja un sentimiento puro, infinito y sincero.

Es cálida, envolvente, como un hogar al que siempre deseas regresar. En ella se encuentra la promesa del apoyo incondicional, y la alegría de descubrir la belleza en los detalles más simples.

Una mirada de amor no solo observa, sino que abraza, comprende y celebra.

Es un regalo silencioso que dice: “Aquí estoy, contigo, por y para ti”.

Y en ese cruce de miradas, los corazones se hablan y se entienden de una manera que las palabras jamás podrían alcanzar.

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Javier Ledo Javier Ledo

Decir te quiero

Sentado en la escalinata del monumento a Cervantes se recreaba observando a unos chiquillos correteando en el parque mientras esperaba la llegada de Andrea.

Escasamente cinco minutos después llegaba ella luciendo aquella larga melena que tan bien le caía sobre los hombros.

Se entrelazaron en un largo abrazo, se intercambiaron unas miradas delatoras y se dieron un beso de esos, de esos que delatan todo lo que se habían echado de menos desde su última cita.

Con un rápido movimiento de prestidigitador, Juan se sacó de algún sitio una rosa roja que ofreció a Andrea y ella le dedicó una amplia e irresistible sonrisa acompañada de otro abrazo inmenso.

Era temprano y decidieron dar un paseo por los parques y jardines de los alrededores, se cogieron de la mano y se encaminaron hacia el Templo de Debod.

La luna –en cuarto menguante– pero aún bastante luminosa impregnaba la noche de una atmósfera especial.

Los dos creían estar viviendo una historia increíble, paso a paso, sin precipitarse, pero convencidos de que tenían un futuro juntos.

Paseando de la mano –sin más pretensiones– eran felices, saboreando aquellos pequeños placeres de la vida, eran felices, compartiendo un momento –su momento– eran felices, no necesitaban mucho más.

Juan le confesó las dudas que le embargaban y los sentimientos cruzados que a veces le invadían pero reconoció que estando a su lado todo se convertía en un momento de auténtica felicidad e intuía un bonito futuro a su lado.

Ella escuchaba en silencio –atentamente– y asentía sobre las palabras de él y una vez que Juan se quedó en silencio le dijo; te quiero.

Juan, que nunca había conseguido desprenderse del todo de esa sensación de no estar a la altura de su pareja, se quedó mirándola y con los ojos vidriosos no le dijo el consabido, yo también, lo primero que le salió fue un, yo te adoro.

Se fundieron en un abrazo infinito.

Se hacía tarde, eran ya las diez de la noche y apuraron el paso hacia la Plaza Mayor donde habían quedado con sus amigos para cenar algo y disfrutar de un concierto que se iba a celebrar en la mismísima plaza.

Allí les esperaban Carlos, Xavi, Carmen, Ana y Aura que había pasado la tarde con sus “tíos” y en cuanto les vio acercarse se fue corriendo a abrazarse a su padre.

Las chicas –siempre más atentas a los detalles– enseguida se dieron cuenta de que aquello marchaba viento en popa, venían los dos de la mano, sonrientes y muy dicharacheros, aprovecharon el momento para arropar a Andrea abrazándola y haciéndola sentirse como una veterana del grupo, como en su casa.

Se aislaron las tres en una esquina de la mesa e intentaron que Andrea les corroborara lo que ellas ya daban por hecho y,… si, Andrea les confirmó que su relación con Juan aunque muy incipiente iba por muy buen camino y que estaban muy ilusionados, además, de lo que vivieron en sus pasadas experiencias habían aprendido que lo que marca la diferencia no son los grandes fastos sino los pequeños detalles.

Una rosa –les dijo– una rosa con la que no contaba me emocionó como no os lo podéis imaginar.

Las tres se abrazaron y visiblemente emocionadas se volvieron hacia sus chicos dispuestas a disfrutar de la noche.

Se pidieron unos típicos bocadillos de calamares, unas cervezas y comenzaron a sonar los primeros compases de la atracción de la noche, Rosalía recordando aquel tema ya viejo pero entrañable, “Malamente”.

No necesitaba más, sus amigos, su nueva chica, su hija y una nueva vida por delante.

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Javier Ledo Javier Ledo

Plaza de España

Aquella noche con Andrea hizo que Juan recapitulara todo lo acontecido en los últimos tres o cuatro años y —a su vez— se replanteara su presente y su futuro, ese futuro que cada vez se le asemejaba más a un pasar los días luchando contra la rutina y con aquella terrible sensación de que todo estaba acabado y de que su vida —más allá de cuidar de su hija— no tenía ningún objetivo.

Aquel encontronazo con la vida le había removido muchas sensaciones adormecidas en su interior y había despertado algún atisbo de esperanza por lo que podría venir en adelante.

También le había llevado a rememorar algunos de sus momentos más felices del pasado reciente.

Sin saber muy bien porqué, le vino a la mente aquella cena en Barcelona con Carmen y Xavi al poco tiempo de su compromiso.

María y él alquilaron un pequeño loft para el fin de semana y Carmen se quedó en casa de Xavi.

Pasaron un fin de semana espectacular paseando por las Ramblas, entrando en La Boquería y quedándose extasiados al ver aquellos puestos de venta llenos de colorido y frescura, repletos de frutas, legumbres, pescados, carnes y dispuestos a cumplir con cualquier antojo que se nos pudiese apetecer.

Encontraron de todo lo que les gustaba y mas tarde en casa de Xavi prepararon una cena espectacular.

Repasando aquellos momentos en su mente se daba cuenta de la gran suerte que había tenido y de que además nunca recordaba ningún capítulo desagradable en su relación.

Aquel fin de semana en Barcelona fue el sello perfecto para aquel naciente vínculo de Carmen y Xavi. Para él supuso un paso más en la consolidación de su relación con María.

No sabía porqué le había asaltado aquel recuerdo del pasado pero —sea como fuere— la verdad es que de esos momentos tenía muchos al cabo del día y le gustaba que así fuese aunque algunas veces esos mismos recuerdos le dejaran malherido.

Y ahora –con todo lo vivido a sus espaldas– se le abría una nueva esperanza, que no tenía porque ser ni mejor, ni peor que lo vivido sino distinto, otro momento, otra oportunidad.

Su debate, –su lucha interna– era importante pues se jugaba dos formas muy distintas de afrontar su futuro y la decisión que tomara condicionaría su vida en adelante.

Había pasado una semana desde aquel encuentro con Andrea y habían vuelto a quedar para disfrutar de una tarde de sábado juntos –que les vendría muy bien– para intentar afianzar aquella incipiente relación.

Se encontró frente al espejo preparándose para la cita y se sorprendió porque después de mucho tiempo se removían en su interior –entrelazados– el temor y la esperanza.

Eran las siete de la tarde y salió hacia la Plaza de España –muy bonita después de la ultima remodelación– donde había quedado con Andrea.

La tarde se había quedado gustosa para el paseo, ni una pizca de viento, una temperatura veraniega y un cielo que dejaba entrever las primeras estrellas que posiblemente se verían opacadas mas tarde pues era noche de luna llena.

Gran Vía abajo sentía como su corazón se aceleraba pero no acertaba a discernir si era ilusión o congoja, su batalla interna seguía muy viva.

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Javier Ledo Javier Ledo

Andrea

La noche se extendió hasta casi el amanecer, después del baile –a eso de las dos de la madrugada– lo que iba a ser un regreso a casa se convirtió –sin pretenderlo– en un largo paseo durante el cual –en la tranquilidad de la noche– fueron intercambiado experiencias, vivencias y casi sin darse cuenta estaban pasando de ser dos persona que se conocían a iniciar una senda de amistad.

A los dos les parecía estar en otro universo, ella porque había encontrado a alguien que sabía escuchar y él porque hacia mucho tiempo que no se encontraba tan a gusto con alguien.

Andrea venía de una experiencia –como se solía decir ahora– tóxica, una pareja que buscaba disponer de una mujer bella, dulce, siempre correcta ante la sociedad e inteligente.

El problema era que Ernesto –que así se llamaba aquel sujeto– exigía de Andrea una sumisión extrema y una entera disponibilidad para todos sus caprichos.

Un tipo de relación totalmente fuera de lugar hacía ya muchos años y que acabó por dinamitar la relación. Las mujeres actuales más que princesas desean ser guerreras, o al menos una conjunción de todos estos valores.

Juan no entendía que existiesen aún hombres con esa escala de valores y cuando se encontraba algo así –como los casos de Pedro y Ernesto– lo achacaba siempre a un fracaso de nuestro sistema educativo.

La experiencia de Juan era totalmente contraria a lo que había tenido que sufrir Andrea, él había mantenido una relación extraordinaria que solamente se había truncado por una fatalidad y –ahora– tres años después había aprendido a vivir con ello.

Los dos parecían –desde sus distintas experiencias– comprenderse y compenetrarse bastante bien y comenzaban a confiar el uno en el otro.

Comenzaba a refrescar y Andrea no pudo reprimir un escalofrío que no pasó inadvertido para Juan.

Le ofreció su cazadora y aunque –en un primer impulso– ella la rechazó educadamente, no se opuso a un segundo intento ante la insistencia de él pues realmente tenía frío.

Juan le colocó la chaqueta sobre sus hombros y ella agradeció el gesto cogiéndole del brazo y arrimándose a él para compartir el calor de sus cuerpos.

Aquel paseo les había llevado a las puertas del Retiro y aunque era un recinto cerrado a esas horas, ellos conocían –al igual que muchos madrileños– una pequeña brecha al oeste de la valla, por la cual penetraron y así disfrutar del parque en soledad.

Ninguno de los dos parecía tener prisa por acabar aquella curiosa cita, ella porqué –después de mucho tiempo– volvía a sentirse segura al lado de un hombre y él porqué –también después de mucho tiempo– había conseguido dejar atrás una sensación de infidelidad que –evidentemente– no tenía ningún sentido.

Se sentaron en un banco con el lago a la vista, y así, acurrucados el uno contra el otro permanecieron durante un buen rato totalmente en silencio, diríase que cada uno –para sus adentros– intentaba comprender el significado de aquella situación -si es que significaba algo– y las consecuencias que podrían surgir de aquello.

Ninguno quería romper el silencio, no entendían porqué pero se sentían bien así, como si cada uno de ellos ejerciese sobre el otro un halo protector que los aislaba del resto del mundo.

Aquel momento –que les pareció hermosamente eterno– fue, al fin, interrumpido –muy a su pesar– por Andrea.

Se incorporó –separándose levemente de él– y dejándose llevar por su corazón acercó sus labios a los suyos y le besó.

Juan –todavía aturdido– se disculpó por dejarse llevar por sus emociones en respuesta a su beso, pero ella le hizo callar y volvió a besarle otra vez.

Aquellas dos almas –sin rumbo fijo– parecían haber encontrado el uno en el otro, confianza, sinceridad y lealtad.

Eran ya las cuatro y media de la madrugada y aún quedaba un buen trecho hasta el ático así que comenzaron el camino de vuelta, todavía abrazados, aunque ya no sentían tanto frío.

En el camino de vuelta Andrea le confesó que era su cumpleaños y que tenía la sensación de haber recibido un gran regalo de la mano del destino.

Era veintitrés de junio, había luna llena y Juan no se creía lo que acababa de suceder, pero estaba viviendo un momento de extrema felicidad.

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Javier Ledo Javier Ledo

Noche de chicas

Se desgranaban los primeros días del verano, y Juan amaneció visiblemente agitado. 

Parado frente al espejo, ese mismo espejo con el que tantas veces había mantenido nutridas conversaciones, intentaba decidir cuál sería el atuendo de esa tarde-noche que se avecinaba.

Días antes –apremiado por Ana y Carmen– había accedido a tener una cita casi a ciegas y dada su falta de experiencia le asaltaban, como no, dudas y miedos que habría de vencer cuanto antes.

Un nuevo amanecer

Lo primero y más acuciante ¿que me pongo? algo, no muy formal pero tampoco  demasiado casual.

Finalmente la decisión parecía clara, has de presentarte como tú eres en tu día a día, sencillo, sin pretensiones de ser o aparentar lo que no eres.

Esa fue la respuesta que recibió desde el otro lado del espejo.

Había convenido con las chicas que –si querían que aceptase aquel compromiso– alguna de las dos tendría que quedarse con su hija esa noche.

Se intercambiaron una mirada cómplice y entre carcajadas le dejaron claro que no valían excusas y que no se iba a librar.

Por supuesto que ellas tenían ya decidido que se quedaban con la niña y ya tenían preparada una “noche de chicas”.

Ana fue la primera en llegar y nada más verlo tuvo que contener la risa, la verdad es que parecía un cromo y le extrañó porque él era bastante apañado para su vestimenta.

Sin darle tiempo a decirle nada sonó el timbre, era Carmen que se retrasó un poco porque se había parado en una pastelería y venía cargada de cositas para malcriar a la niña.

Cuando Carmen vio a Juan pensó exactamente lo mismo que Ana y entre las dos se dispusieron a solucionar aquello, o de lo contrario el fracaso iba a ser monumental.

Su amigo –suponían que por los nervios del momento– se había puesto unos zapatos de piel marrones, un cinturón verde de puro invierno, un pantalón gris de pinzas y todo ello aderezado con una camisa hawaiana dos tallas por encima de la suya.

La pregunta de Carmen no dejaba lugar a dudas, ¿tu te has visto en un espejo? Así no te dejamos ir a ningún sitio.

Vamos a ver que tienes en el armario porque esto hay que solucionarlo y tenemos poco tiempo.

Subieron las dos arriba y después de mucho rebuscar dejaron todo preparado sobre la cama, bajaron al salón y le dijeron a Juan que subiera a cambiarse.

El intentó negarse, pero viendo las caras de sus dos amigas comprendió que no era momento de discutir y que seguro que iba a perder, así que agachó la cabeza y subió las escaleras.

Al rato bajó y aquello parecía otra cosa, ahora era el Juan que ellas reconocían enseguida, zapatos negros super limpios, cinturón de cuero negro, vaquero ajustado y camisa blanca. Por si refrescaba llevaba una cazadora de cuero negra.

Sencillo, discreto, como era él, sus amigas todavía no se explicaban adonde quería ir con aquella camisa hawaiana.

Quedaba media hora y ya iba un poco justo de tiempo así que se despidió de ellas, pero solamente después de darles un montón de indicaciones sobre lo que comía la niña, los dibujos que le gustaban, el pijama que tendrían que ponerle…

Ellas –sin parar de reír– no le hicieron ni caso, –suavemente– lo fueron empujando hacia la puerta y una vez en el descansillo le dijeron, “diviértete” y cerraron sin más.

Bueno, a ver si se anima un poco –dijeron– y a continuación gritaron al unísono ¡¡¡Aura!!! ¡¡¡noche de chicas!!!

Andrea no era una desconocida para Juan, compañera de Ana en la clínica, algunas veces habían coincidido juntos con el resto del grupo aunque nunca había llegado a integrarse del todo.

Sus amigas le insistieron en que debía salir un poco y forzaron la situación con Andrea, sin ningún tipo de pretensión, solamente intentaban que Juan se despejase un poco con una amiga, nada más.

Habían quedado en la Plaza Mayor –no muy lejos de casa– para cenar y charlar un rato.

Andrea era una chica alta, de curvas rotundas y una larga melena cobriza que la hacía destacar en dondequiera que se encontrase.

Diez minutos después apareció enfundada en un pantalón de cuero negro y unos tacones de infarto, su larga y rizada melena realzaba su figura, se dieron un abrazo, un par de besos en la mejilla y se dirigieron a su mesa.

Se enfrascaron en una animada charla intentando explicarse el uno al otro las peculiaridades de sus trabajos y poco a poco fueron derivando hacia cuestiones más personales como sus gustos musicales, literarios o cinéfilos.

Después de varios años de verse sin más, ahora estaban conociéndose de verdad y lo estaban disfrutando realmente.

Llegando al postre Juan le estaba contando un sinfín de anécdotas que le habían ocurrido durante los últimos años con su hija, todo por su inexperiencia  como padre y percibía como Andrea se le quedaba mirando con cierta incredulidad y admiración.

Cuando acabaron de cenar Juan llamó la atención sobre la hora que era y que sería mejor dar por finalizada la noche, pero ella no estuvo de acuerdo y le dijo de ir a tomarse unas copas a un pub cercano.

Juan llamó a las chicas para avisarlas y ver como iba todo y las dos le dijeron que todo estaba estupendamente y que ni se le ocurriera aparecer por casa, “diviértete” fue su última palabra y le colgaron.

Así las cosas se volvió hacia Andrea y le dijo, todo arreglado, aún no puedo volver a casa ¿nos vamos?

Era noche de música en vivo y se lo pasaron muy bien, un par de copas y al son de la música unos bailes, hacía mucho tiempo que ninguno de los dos disfrutaba tanto en compañía de alguien.

Andrea también había tenido unos años difíciles y comenzaba a remontar, dos almas heridas intentando surfear la vida.

Déjame que te deje, tenerme pena...

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Javier Ledo Javier Ledo

Días de luces, días de sombras

Las seis de la mañana, la puerta del día solamente está entreabierta pero ya hay alguien que se ha levantado aunque –siendo domingo– no tenga absolutamente nada que hacer.

Pero era un día ciertamente especial, tres años atrás aquel fatídico dieciséis de junio el sol se nubló inesperadamente, aún cuando no se veía ni una sola nube al levantar la vista al cielo.

Aura y su madre cumplían tres años, ciertamente eran dos celebraciones totalmente contrapuestas, vida y muerte, luces y sombras, futuro y pasado.

Juan –su padre– había preparado una pequeña fiesta, y este año además de su grupo de amigos también estarían Antonio y Luis que llegaban en un par de horas desde Santiago.

El camino estaba siendo difícil, se alternaban días luminosos con nuevos proyectos, nuevos retos y al mismo tiempo días sombríos llenos de recuerdos, remordimientos y culpabilidad autoinfligida.

A media mañana se oyó el timbre de la puerta, allí estaban Antonio y Luis, se abrazaron con cariño –hacía mucho que no se veían–, Aura al verlos saltó del sofá, se abalanzó hacia ellos y se fundieron los tres en un solo abrazo que pareció eterno.

Juan les tenía preparado un desayuno de esos que ya no se estilaban con bollería, churros, chocolate, café,.… Delante de aquel banquete Juan se interesó por el desarrollo de la carrera artística de Antonio.

Después de la exposición del Guggenheim Antonio vio como se relanzaba su carrera y obtenía repercusión –sobretodo– en el extranjero consiguiendo enlazar una serie de exposiciones alrededor del mundo en ciudades tan importantes como Londres, Nueva York o París.

Estaba realmente contento –entusiasmado más bien– de como la vida le estaba tratando, podría decirse que Antonio cabalgaba a lomos de sus mejores días de luz.

Recordaron fugazmente aquel viaje a Bilbao para ver aquella exposición que tanto marcó su carrera.

Juan envió algunas fotos de aquellos días al televisor del salón para verlas en pantalla, allí estaban todos –sonrientes– de paseo por la orilla del Nervión con unos magníficos helados en sus manos, felices en otro más de esos días de luz.

Les había impresionado la majestuosidad del museo a la orilla del río y sobretodo la multitud de matices que la luz del ocaso provocaba sobre la superficie metálica que lo conformaba, en si mismo aquel edificio era una obra de arte.

Justo en ese momento la pantalla mostró un primer plano de María, sonriente, el pelo al viento, su pequeña nariz mostraba una mancha de helado y los tres se quedaron mudos, sin saber como reaccionar.

Pasados cinco segundos –los que el sistema automático tenía programados– apareció la siguiente imagen, aunque no llegó a tiempo para evitar que rodaran algunas lágrimas por las mejillas de aquellos tres hombres.

Eran casi las doce de la mañana y debían darse algo de prisa para llegar al Cementerio de La Almudena para depositar unas flores y honrar la memoria de aquella maravillosa chica que se encontró con su último día en aquella plaza del centro de la ciudad, un día de sombras.

Cuando llegaron se reunieron allí con el resto del grupo que habían llegado un par de minutos antes.

Llevaban varios ramos de flores, lirios, azucenas y –principalmente– rosas, amarillas, rojas,…

Cuando dieron un paso atrás para rendir aquel sentido homenaje, la lápida era un precioso mar de flores, un triste consuelo.

De pie, –en silencio– alguno rezando, alguno cerrando los ojos, cada uno a su manera intentó conectar con el alma de aquella amiga que la razón les decía que ya no estaba con ellos, aunque ellos sentían que siempre estaba allí.

Pasados unos minutos –a indicación de Juan– comenzaron a retirarse y se encaminaron hacia los vehículos para dirigirse a la siguiente parada del día, un magnífico restaurante con parque infantil incluido donde disponían de un sinfín de atracciones, teatro de títeres, cuentacuentos,… Aura estaba encantada, era su día de luces.

La vida seguía adelante, vida y muerte, luces y sombras, futuro y pasado, entre estas pulsiones se desarrollan nuestras vidas.

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Javier Ledo Javier Ledo

Ella y la soledad

La fotografía siempre había sido una de sus pasiones, la posibilidad de pararse un momento y observar un paisaje, una ola rompiendo en un acantilado o el sol naciente siempre le había encandilado.

Era una manera de ver la realidad pausadamente, disfrutándola, viviéndola de verdad y plasmando para siempre los colores vivos del mediodía, las sombras sugerentes de un atardecer o las brumas de un día cualquiera intentando desperezarse.

Salir a fotografiar la vida, le relajaba y le ayudaba a reencontrarse consigo mismo, además le permitía reencontrarse con el pasado.

Esa es una de las mejores cualidades de la fotografía, una vez que disparas tu cámara has captado un momento único, un recuerdo.

Pero ahora mismo no estaba observando ninguna de esas fotografías realizadas serenamente y que captaban un memorable paisaje.

Tenía ante sus ojos una imagen captada a vuelapluma, sin grandes pretensiones, con el móvil del momento, uno de esos autorretratos que llamamos –sin mucho sentido– selfie.

Era una foto sencilla, pero encantadora, allí estaba ella, seguramente poco después después de sus ejercicios con las mancuernas a juzgar por los leggings que lucía y que tan bien se ajustaban a su figura.

Su cara –sin ningún tipo de artificio– lucía fresca pero sofisticada al mismo tiempo, sus labios –perfectamente perfilados– no necesitaban ningún color extra para resultar extremadamente apetecibles.

Su nariz estaba flanqueada por dos preciosos ojos color miel cuya expresión daba al conjunto de su cara la imagen de una chiquilla dulce, un punto triste pero con una mirada desafiante.

Todo ello rematado con su rubia media melena, que en aquella foto aun dejaba entrever algún retazo castaño.

El top de tirantes insinuaba sin exponer, perfecto.

Estos momentos eran lo que le quedaba a Juan, recuerdos y más recuerdos.

Recuerdos en soledad, con los amigos, con los compañeros del trabajo, pero solamente recuerdos, no quedaba nada más.

Juan –inmerso en sus recuerdos– se sobresaltó al escuchar el interfono del portal, había olvidado que sus amigos venían a merendar.

Recogió apresuradamente las fotos que tenía esparcidas por encima del sofá y la mesita de centro, se recompuso apresuradamente ante el espejo del baño, ensayó su mejor sonrisa, abrió la puerta del ático y allí estaban todos ellos.

Carmen y Ana se le tiraron al cuello y casi lo tumban con el ímpetu de sus abrazos.

Por su parte Xavi y Carlos le abrazaron con una ternura que pocas veces se observaba en un abrazo entre hombres.

Hacía mucho tiempo que no quedaban y se habían echado de menos, intentaban retomar viejas costumbres y arropar a Aura y a su padre.

Prepararon la mesa para la merienda, habían traído chocolate, churros, jamón serrano y no se cuantas cosas mas.

Se dispusieron alrededor de aquella mesita como pudieron y charlando, riendo y comiendo intentaban recomponerse, volver a ser aquel pequeño grupo de amigos, aquella pequeña familia que de pronto escuchó un ruido y al volver sus cabezas vieron a una preciosa niña bajando las escaleras con aquel patito de peluche entre sus brazos.

¡Hola tía Carmen! ¡Tía Ana!

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