Javier Ledo Javier Ledo

Sus ojos, tu mirada

Sus ojos, tu mirada, un encuentro furtivo, una intimidad deseada pero casual, ¿preludio de algo mas íntimo?

Sus miradas habían iniciado un profundo diálogo sin permiso, en silencio, pero diciéndoselo todo.

La mirada es el espejo del alma y aquellas almas –sin siquiera acercarse– se prometieron un beso que los atravesaría cual saeta.

Su mirada, tus ojos, se estudian, se retan, se acercan y se separan pero nunca se invaden.

Expresan sin una sola palabra todo aquello que pugna por salir de sus corazones y que no saben como expresar.

Sus ojos, tu mirada, se encuentran, se entrelazan y dan rienda suelta al deseo, la curiosidad, es una conexión que va mas allá de lo meramente físico.

Ese formidable entrelazamiento, ese primer contacto visual, es un beso invisible, fortuito, un roce que augura algo más.

Su mirada, tus ojos, rompen barreras, crean un instante cómplice, desnudan emociones y besan con intensidad.

Cuando esas miradas se besan se entregan sin reservas, se dejan descubrir, se vuelven vulnerables.

En ese instante, en ese momento no hay espacio para la mentira, la sinceridad brota a borbotones en un intercambio de sincera admiración mutua.

Sus ojos, tu mirada, se apropian de lo que las palabras no alcanzan a describir, la ansiedad del primer encuentro, la ternura de cada momento compartido o la pasión que aún no ha encontrado su cauce.

Incluso cuando un amor no es correspondido, los ojos besan.

Se despiden con una larga mirada y sostienen en el aire un “te amo” que nunca será pronunciado.

Son besos reales que no precisan del contacto físico, viven en el terreno de las emociones.

Su mirada, tus ojos, preparan el terreno, exploran, las posibilidades, se encuentran, sellan pactos en silencio, pactos del alma.

Son los primeros amantes, son los que inician los verdaderos amores y son los que dan rienda suelta a ese primer beso de los labios.

Leer más
Javier Ledo Javier Ledo

El lago

Se intuía la cercanía del ocaso pues el sol se apresuraba en su viaje al fondo de la línea del horizonte.

Comenzaban a teñirse las nubes de un particular matiz rojizo como jamás había tenido la ocasión de disfrutar.

La suave brisa –con su frescura– mecía levemente las ramas de la arboleda que rodeaba el lago provocando a su vez un sutil vaivén de ondas en su superficie.

Asomaba ya, la natural melodía acompasada de centenares de grillos dando la bienvenida a la atrevida luna llena, –luna– que venía dispuesta a luchar por su lugar en el firmamento haciendo claudicar al maravilloso sol que había reinado durante todo ese día de otoño.

La manta, extendida sobre la hierba –delante de aquella pequeña cabaña– servía de improvisado refugio bajo el manto de las incipientes estrellas.

A un lado una bailarina hoguera proyectando danzarinas sombras que chisporroteaban sin cesar.

El ambiente era el ideal para compartir un delicioso chocolate caliente, de esos que se desean como si de un antojo se tratase.

En aquel momento –detenido el tiempo– le susurraban sus sueños, sus recuerdos y sus deseos, como si aquel lago –extendido a sus pies– hubiese resguardado sus secretos hasta ese momento.

El silencio, el paisaje y la paz envolvían aquel instante.

Algún chapoteo ocasional de algún pez rompiendo la superficie le recordaba que estaba allí y que compartía ese momento con los seres de aquel pequeño lago perdido en medio de las montañas.

En un breve espacio de tiempo se recostó y pudo observar –desaparecido ya el sol– un infinito manto de estrellas que, –según la tradición del lugar– eran sostenidas en el firmamento por miles de manos, esas que ya no estaban aquí.

Se incorporó para paladear un nuevo sorbo de chocolate –aún humeante– y se percató de la guitarra que estaba a su lado –abandonada a su suerte– silenciosa pero dispuesta siempre a emocionarnos.

Se aferró a ella y susurró –junto a un breve rasgueo– las primeras palabras que –sin darse cuenta– ocupaban su mente, y su corazón, desde hacía ya unas horas.

Desearía que estuvieras aquí.

Ojalá quisieras estar aquí.

Leer más
Javier Ledo Javier Ledo

I want to hold your hand

Quisiéramos tener todas las respuestas, todas las soluciones, todas las certezas del futuro pero eso no es posible.

La vida es riesgo, es decidir cada día, y afrontar las consecuencias de cada una de esas decisiones.

Es aventura, es alegría, es,… todo lo queramos que sea si nos lo proponemos.

Todo lo que queramos que sea si luchamos por ello.

Todo lo que queramos que sea si estamos dispuestos a defender esas decisiones.

A veces tenemos las respuestas y solamente necesitamos –deseamos– que alguien nos haga las preguntas adecuadas, esas que implican riesgos, compromisos, pero al mismo tiempo la oportunidad de reencontrarte con la felicidad.

Quieres coger su mano, sentir su calidez, rozar suavemente su piel y que este leve encuentro estremezca tu vida.

Que te haga olvidar aquellos tristes momentos, que te acompañe hasta los maravillosos días que están por venir.

Que comparta contigo tus nuevas aventuras, la delicia de un paisaje, una laguna en lo alto de la montaña o un bullicioso rio corriendo hacía el mar.

Quisiéramos tener todas las respuestas, pero nuestra vida sería mucho mas insípida si nos desprendemos de lo inesperado, de lo fortuito aunque esto suponga darle una oportunidad a la tristeza.

Quisiera coger su mano, estrecharla contra mi pecho, sentir su fuerza, su determinación y recorrer una bonita senda.

Leer más
Javier Ledo Javier Ledo

Esa mirada

Es un instante de pura magia, una conexión tan profunda y súbita que parece estar escrita en un lenguaje que solamente entienden algunas almas.

Es ese momento en el que tu mirada se encuentra con la de una desconocida, y de pronto todo lo demás se desvanece: el bullicio, las voces, el mundo mismo, como si el tiempo conspirara para regalarte un momento eterno.

Es esa chispa de un reconocimiento inexplicable, una certeza cálida en el pecho que te dice que esa persona, desconocida y a la vez extrañamente familiar, tiene un lugar especial en tu historia.

Es como un susurro del destino que irrumpe en medio del ruido de tu anodina vida cotidiana.

No es solamente una mirada; es una revelación.

Es como si en ese segundo vieras no solo a la persona que está frente a ti, sino también las posibilidades, los sueños, los anhelos que podrían germinar entre ambos.

Es el latido acelerado que te recuerda que estás vivo, la sensación de que todo lo que alguna vez soñaste se ha materializado frente a ti.

Inesperado, si, quizás imperfecto, posiblemente, pero vívidamente real.

En ese mínimo instante, los colores parecen más vivos, el aire más ligero y tu alma –de alguna manera– más completa.

No necesitas palabras ni explicaciones; es un milagro sencillo y profundo que deja una huella imborrable en tu corazón.

La razón no juega este partido, no te importa su nombre, su historia o el sonido de su risa.

Lo único que sabes es que algo en ella te atrae con una fuerza casi magnética, como si siempre hubiera sido una parte perdida de ti mismo.

La sensación es efímera y eterna a la vez.

No va más allá de un momento, pero su intensidad te marca, como si ese cruce de miradas llevara consigo una promesa, un inicio.

Es como si el universo hubiera conspirado para que ambos estuvieran en ese lugar, en ese preciso instante, y se tornara en tu cómplice susurrándote: “Ahí está”.

El amor a primera vista es una advertencia de que –en un mundo lleno de casualidades– aún puede existir la magia, ese milagro irracional –como todos los milagros– que te hace creer, aunque sea por un mínimo instante, que las almas están destinadas a encontrarse.

Leer más
Desirée Glez Desirée Glez

El lugar de los sueños

Llévame hasta tus sueños, no me dejes atrás –esos sueños– en donde no nos importe el día o la noche, en donde convertiremos el frío en la excusa perfecta para resguardar nuestros corazones, y en donde sus latidos acompasados se compartan en un cálido susurro.

Hablemos bajito y respiremos alto, compartiéndonos, no permitamos que el maldito reloj con su inapelable tic tac nos obligue a despertar de esa maravillosa conjunción que conformamos en este momento.

No deseamos –en este trance– despertar a la vida, despertar a la rutina.

Como bien nos enseñó el poeta, “los sueños, sueños son” y por nada de este mundo queremos llevarle la contraria, porque este momento es nuestro sueño, nuestro anhelo.

Aquí nos encontramos tu y yo como piedra de toque de ese mágico destino, no conseguimos explicar como hemos podido encontrarnos.

Así que tejamos un mágico edredón que nos evite volver al pasado, emprendamos este viaje –juntos– sobre él como si de una alfombra mágica se tratase y que al igual que a Sherezade –en las Mil y una Noches– nos lleve hasta maravillosos lugares, en donde todo sea posible, en donde cada pensamiento, cada deseo pueda ser –mágicamente– alcanzado.

Leer más
Javier Ledo Javier Ledo

Un beso

Amanecemos a esta vida al compás de un grito de auto afirmación, un lloro desgarrador que se acalla con un primer beso.

Un beso de bienvenida, un beso calmado, suave, que destila amor de madre.

Recibiremos muchos mas de estos, el día de nuestra primera papilla, cuando por fin dejamos atrás los pañales, al dar nuestros primeros pasos y cuando consigamos manejar con cierta destreza un tenedor y un cuchillo.

En los siguientes años seremos el blanco preferido de todas las tías, tíos, abuelas y amistades de la familia hasta el punto de casi llegar a aborrecer el mero atisbo de un beso familiar.

Pasada la adolescencia –donde rehuimos semejante barbarismo– llega el momento de aunar los besos y los sentimientos.

Curiosamente suele ser ese momento donde afrontamos nuestro “primer” beso.

Nos referimos a ese beso iniciático, ese beso que define –al mismo tiempo– nuestra declaración de independencia y nuestra llegada a un mundo atiborrado de sentimientos, sensaciones y locuras.

Ese beso emocionado, tímido, abrumadoramente inexperto será uno de esos que nunca se olvidan, recordarás el lugar y las circunstancias precisas para toda tu vida.

Habrá –casi seguro– más primeros besos y otros que nunca llegarán.

Luego se nos presentan los besos apasionados, esos que nos arrebatan, que nos llevan en volandas a lugares inimaginables, que irremediablemente saborearemos cerrando nuestros ojos, para de esta forma asemejar cada uno de estos besos con un sueño irrealizable que se hace realidad por un instante.

Hay besos para cuando vuelves a ver a alguien querido, son besos alegres, dicharacheros y juguetones, besos que expresan felicidad, bienestar o cariño.

Hay besos para las despedidas, que navegan en medio de un mar de lágrimas cada vez que vemos alejarse a nuestros seres queridos.

Hay besos para las celebraciones, también envueltos en lágrimas pero estas solamente expresan felicidad y alegría.

También tenemos los besos de la rutina –no por eso menos importantes– son los de los buenos días, las buenas noches, los de llegar a casa y ver que todo lo que queremos, todo por lo que luchamos cada día sigue allí, en su sitio.

Nuestra vida –si lo pensamos bien– está llena de maravillosos momentos que se sustentan sobre un beso, un beso filial, un beso enamorado o quizá un beso comprometido.

Pero también hay besos que nunca quisiéramos dar.

Son los besos de despedida, esos que solamente se dan una vez y no obtienen respuesta, son esos besos gélidos arrasados por las lágrimas y que al igual que el primer beso siempre recordarás.

No podemos ni imaginar como sería nuestra vida si no existiesen los besos pero seguro que sería una existencia gris y anodina.

Lo besos –de cualquier tipo– hacen de nuestra vida un maravilloso viaje digno de realizarse.

P.D.: Siempre estamos esperando/deseando el siguiente beso.

Leer más
Javier Ledo Javier Ledo

Una sonrisa

La magia de una sonrisa sincera es imposible de igualar.

Sonreír no cuesta nada, pero puede iluminar las veinticuatro horas de un día.

Paseando por el parque –cabeza gacha– después de un difícil día en el trabajo, perdida en tristes pensamientos descubrió una sonrisa que la hizo detenerse.

Aquella niña con su perro –ajena a todo lo que la rodeaba– no dejaba de jugar y reír despreocupadamente.

Se sorprendió a si misma observando aquella expresión de pura alegría de la que parecía estar contagiándose por momentos hasta el punto de descubrir como sus propios labios se curvaban en una bonita sonrisa.

De pronto –sin razón aparente– levantó la cabeza, enderezó su cuerpo y el peso de aquel funesto día pareció desvanecerse.

Continuó con su paseo e inconscientemente sonrió al vendedor de los helados y él –sin dudarlo– le devolvió la sonrisa amablemente.

Más adelante se cruzó con una pareja de desconocidos que paseaban de la mano y probó con otra sonrisa a la que ellos asintieron –sorprendidos– pero a su vez mostrando un especial brillo en sus miradas.

De regreso a su casa se percató de que algo había cambiado en su interior.

Algo tan sencillo y cotidiano como una sonrisa se había revelado como algo poderoso.

Ella había sentido como aquella sonrisa recibida había transformado su propia energía y de alguna forma ella misma parecía haber mejorado el día de otros.

Desde aquel momento, entendió –sorprendentemente– que una sonrisa es un lenguaje universal, un puente entre almas.

La sonrisa nos recuerda que la belleza de la vida está en los pequeños gestos, en esas conexiones fugaces que nos hacen sentir menos solos.

Sonreír, pensó, es el regalo más simple y más maravilloso que podemos compartir.

Leer más
Javier Ledo Javier Ledo

Mirarse a los ojos...

Dicen –los que lo han probado– que mirarse a los ojos durante cuatro minutos sin hablar es una experiencia trascendental.

La mirada es un puente invisible entre dos almas, es un instante en el que –con ese solo gesto– puedes comunicar, puedes explicar lo que no alcanzarías con mil palabras.

La mirada es a la vez refugio y vulnerabilidad, un lenguaje sin sonidos, un torrente de secretos inconfesables que se escapan en ese instante sin aparente control.

El amor, la tristeza, la esperanza y los anhelos encuentran en tus ojos su mas sincera expresión.

En cuatro minutos el tiempo parece detenerse, caen todas las barreras, la máscara de lo superficial se desvanece, las miradas se suavizan y la conexión –profundamente humana– es un recordatorio de que a veces, el alma habla más claro a través de los ojos que con cualquier palabra.

En esos momentos cada parpadeo, cada microexpresión nos revela un momento, nos cuenta una historia.

Una mirada puede ser un abrazo en la distancia, una súplica silenciosa o un lugar en el que refugiarse.

Los ojos –como espejos– no saben mentir, por eso en una mirada habita la verdad desnuda del corazón.

Cuando miras a esa persona que quieres profundamente durante tus cuatro minutos –además de ser un acto de valentía– es una manera de intercambiar fragmentos del alma, es una forma de decirle, te veo, y te entiendo.

La mirada de amor es un susurro que no necesita palabras, un momento en el que el tiempo parece detenerse y todo alrededor se desvanece. Es ese brillo inconfundible en los ojos, una luz que nace desde lo más profundo de tu ser y que refleja un sentimiento puro, infinito y sincero.

Es cálida, envolvente, como un hogar al que siempre deseas regresar. En ella se encuentra la promesa del apoyo incondicional, y la alegría de descubrir la belleza en los detalles más simples.

Una mirada de amor no solo observa, sino que abraza, comprende y celebra.

Es un regalo silencioso que dice: “Aquí estoy, contigo, por y para ti”.

Y en ese cruce de miradas, los corazones se hablan y se entienden de una manera que las palabras jamás podrían alcanzar.

Leer más
Javier Ledo Javier Ledo

Decir te quiero

Sentado en la escalinata del monumento a Cervantes se recreaba observando a unos chiquillos correteando en el parque mientras esperaba la llegada de Andrea.

Escasamente cinco minutos después llegaba ella luciendo aquella larga melena que tan bien le caía sobre los hombros.

Se entrelazaron en un largo abrazo, se intercambiaron unas miradas delatoras y se dieron un beso de esos, de esos que delatan todo lo que se habían echado de menos desde su última cita.

Con un rápido movimiento de prestidigitador, Juan se sacó de algún sitio una rosa roja que ofreció a Andrea y ella le dedicó una amplia e irresistible sonrisa acompañada de otro abrazo inmenso.

Era temprano y decidieron dar un paseo por los parques y jardines de los alrededores, se cogieron de la mano y se encaminaron hacia el Templo de Debod.

La luna –en cuarto menguante– pero aún bastante luminosa impregnaba la noche de una atmósfera especial.

Los dos creían estar viviendo una historia increíble, paso a paso, sin precipitarse, pero convencidos de que tenían un futuro juntos.

Paseando de la mano –sin más pretensiones– eran felices, saboreando aquellos pequeños placeres de la vida, eran felices, compartiendo un momento –su momento– eran felices, no necesitaban mucho más.

Juan le confesó las dudas que le embargaban y los sentimientos cruzados que a veces le invadían pero reconoció que estando a su lado todo se convertía en un momento de auténtica felicidad e intuía un bonito futuro a su lado.

Ella escuchaba en silencio –atentamente– y asentía sobre las palabras de él y una vez que Juan se quedó en silencio le dijo; te quiero.

Juan, que nunca había conseguido desprenderse del todo de esa sensación de no estar a la altura de su pareja, se quedó mirándola y con los ojos vidriosos no le dijo el consabido, yo también, lo primero que le salió fue un, yo te adoro.

Se fundieron en un abrazo infinito.

Se hacía tarde, eran ya las diez de la noche y apuraron el paso hacia la Plaza Mayor donde habían quedado con sus amigos para cenar algo y disfrutar de un concierto que se iba a celebrar en la mismísima plaza.

Allí les esperaban Carlos, Xavi, Carmen, Ana y Aura que había pasado la tarde con sus “tíos” y en cuanto les vio acercarse se fue corriendo a abrazarse a su padre.

Las chicas –siempre más atentas a los detalles– enseguida se dieron cuenta de que aquello marchaba viento en popa, venían los dos de la mano, sonrientes y muy dicharacheros, aprovecharon el momento para arropar a Andrea abrazándola y haciéndola sentirse como una veterana del grupo, como en su casa.

Se aislaron las tres en una esquina de la mesa e intentaron que Andrea les corroborara lo que ellas ya daban por hecho y,… si, Andrea les confirmó que su relación con Juan aunque muy incipiente iba por muy buen camino y que estaban muy ilusionados, además, de lo que vivieron en sus pasadas experiencias habían aprendido que lo que marca la diferencia no son los grandes fastos sino los pequeños detalles.

Una rosa –les dijo– una rosa con la que no contaba me emocionó como no os lo podéis imaginar.

Las tres se abrazaron y visiblemente emocionadas se volvieron hacia sus chicos dispuestas a disfrutar de la noche.

Se pidieron unos típicos bocadillos de calamares, unas cervezas y comenzaron a sonar los primeros compases de la atracción de la noche, Rosalía recordando aquel tema ya viejo pero entrañable, “Malamente”.

No necesitaba más, sus amigos, su nueva chica, su hija y una nueva vida por delante.

Leer más
Javier Ledo Javier Ledo

Plaza de España

Aquella noche con Andrea hizo que Juan recapitulara todo lo acontecido en los últimos tres o cuatro años y —a su vez— se replanteara su presente y su futuro, ese futuro que cada vez se le asemejaba más a un pasar los días luchando contra la rutina y con aquella terrible sensación de que todo estaba acabado y de que su vida —más allá de cuidar de su hija— no tenía ningún objetivo.

Aquel encontronazo con la vida le había removido muchas sensaciones adormecidas en su interior y había despertado algún atisbo de esperanza por lo que podría venir en adelante.

También le había llevado a rememorar algunos de sus momentos más felices del pasado reciente.

Sin saber muy bien porqué, le vino a la mente aquella cena en Barcelona con Carmen y Xavi al poco tiempo de su compromiso.

María y él alquilaron un pequeño loft para el fin de semana y Carmen se quedó en casa de Xavi.

Pasaron un fin de semana espectacular paseando por las Ramblas, entrando en La Boquería y quedándose extasiados al ver aquellos puestos de venta llenos de colorido y frescura, repletos de frutas, legumbres, pescados, carnes y dispuestos a cumplir con cualquier antojo que se nos pudiese apetecer.

Encontraron de todo lo que les gustaba y mas tarde en casa de Xavi prepararon una cena espectacular.

Repasando aquellos momentos en su mente se daba cuenta de la gran suerte que había tenido y de que además nunca recordaba ningún capítulo desagradable en su relación.

Aquel fin de semana en Barcelona fue el sello perfecto para aquel naciente vínculo de Carmen y Xavi. Para él supuso un paso más en la consolidación de su relación con María.

No sabía porqué le había asaltado aquel recuerdo del pasado pero —sea como fuere— la verdad es que de esos momentos tenía muchos al cabo del día y le gustaba que así fuese aunque algunas veces esos mismos recuerdos le dejaran malherido.

Y ahora –con todo lo vivido a sus espaldas– se le abría una nueva esperanza, que no tenía porque ser ni mejor, ni peor que lo vivido sino distinto, otro momento, otra oportunidad.

Su debate, –su lucha interna– era importante pues se jugaba dos formas muy distintas de afrontar su futuro y la decisión que tomara condicionaría su vida en adelante.

Había pasado una semana desde aquel encuentro con Andrea y habían vuelto a quedar para disfrutar de una tarde de sábado juntos –que les vendría muy bien– para intentar afianzar aquella incipiente relación.

Se encontró frente al espejo preparándose para la cita y se sorprendió porque después de mucho tiempo se removían en su interior –entrelazados– el temor y la esperanza.

Eran las siete de la tarde y salió hacia la Plaza de España –muy bonita después de la ultima remodelación– donde había quedado con Andrea.

La tarde se había quedado gustosa para el paseo, ni una pizca de viento, una temperatura veraniega y un cielo que dejaba entrever las primeras estrellas que posiblemente se verían opacadas mas tarde pues era noche de luna llena.

Gran Vía abajo sentía como su corazón se aceleraba pero no acertaba a discernir si era ilusión o congoja, su batalla interna seguía muy viva.

Leer más
Javier Ledo Javier Ledo

Andrea

La noche se extendió hasta casi el amanecer, después del baile –a eso de las dos de la madrugada– lo que iba a ser un regreso a casa se convirtió –sin pretenderlo– en un largo paseo durante el cual –en la tranquilidad de la noche– fueron intercambiado experiencias, vivencias y casi sin darse cuenta estaban pasando de ser dos persona que se conocían a iniciar una senda de amistad.

A los dos les parecía estar en otro universo, ella porque había encontrado a alguien que sabía escuchar y él porque hacia mucho tiempo que no se encontraba tan a gusto con alguien.

Andrea venía de una experiencia –como se solía decir ahora– tóxica, una pareja que buscaba disponer de una mujer bella, dulce, siempre correcta ante la sociedad e inteligente.

El problema era que Ernesto –que así se llamaba aquel sujeto– exigía de Andrea una sumisión extrema y una entera disponibilidad para todos sus caprichos.

Un tipo de relación totalmente fuera de lugar hacía ya muchos años y que acabó por dinamitar la relación. Las mujeres actuales más que princesas desean ser guerreras, o al menos una conjunción de todos estos valores.

Juan no entendía que existiesen aún hombres con esa escala de valores y cuando se encontraba algo así –como los casos de Pedro y Ernesto– lo achacaba siempre a un fracaso de nuestro sistema educativo.

La experiencia de Juan era totalmente contraria a lo que había tenido que sufrir Andrea, él había mantenido una relación extraordinaria que solamente se había truncado por una fatalidad y –ahora– tres años después había aprendido a vivir con ello.

Los dos parecían –desde sus distintas experiencias– comprenderse y compenetrarse bastante bien y comenzaban a confiar el uno en el otro.

Comenzaba a refrescar y Andrea no pudo reprimir un escalofrío que no pasó inadvertido para Juan.

Le ofreció su cazadora y aunque –en un primer impulso– ella la rechazó educadamente, no se opuso a un segundo intento ante la insistencia de él pues realmente tenía frío.

Juan le colocó la chaqueta sobre sus hombros y ella agradeció el gesto cogiéndole del brazo y arrimándose a él para compartir el calor de sus cuerpos.

Aquel paseo les había llevado a las puertas del Retiro y aunque era un recinto cerrado a esas horas, ellos conocían –al igual que muchos madrileños– una pequeña brecha al oeste de la valla, por la cual penetraron y así disfrutar del parque en soledad.

Ninguno de los dos parecía tener prisa por acabar aquella curiosa cita, ella porqué –después de mucho tiempo– volvía a sentirse segura al lado de un hombre y él porqué –también después de mucho tiempo– había conseguido dejar atrás una sensación de infidelidad que –evidentemente– no tenía ningún sentido.

Se sentaron en un banco con el lago a la vista, y así, acurrucados el uno contra el otro permanecieron durante un buen rato totalmente en silencio, diríase que cada uno –para sus adentros– intentaba comprender el significado de aquella situación -si es que significaba algo– y las consecuencias que podrían surgir de aquello.

Ninguno quería romper el silencio, no entendían porqué pero se sentían bien así, como si cada uno de ellos ejerciese sobre el otro un halo protector que los aislaba del resto del mundo.

Aquel momento –que les pareció hermosamente eterno– fue, al fin, interrumpido –muy a su pesar– por Andrea.

Se incorporó –separándose levemente de él– y dejándose llevar por su corazón acercó sus labios a los suyos y le besó.

Juan –todavía aturdido– se disculpó por dejarse llevar por sus emociones en respuesta a su beso, pero ella le hizo callar y volvió a besarle otra vez.

Aquellas dos almas –sin rumbo fijo– parecían haber encontrado el uno en el otro, confianza, sinceridad y lealtad.

Eran ya las cuatro y media de la madrugada y aún quedaba un buen trecho hasta el ático así que comenzaron el camino de vuelta, todavía abrazados, aunque ya no sentían tanto frío.

En el camino de vuelta Andrea le confesó que era su cumpleaños y que tenía la sensación de haber recibido un gran regalo de la mano del destino.

Era veintitrés de junio, había luna llena y Juan no se creía lo que acababa de suceder, pero estaba viviendo un momento de extrema felicidad.

Leer más
Javier Ledo Javier Ledo

Ella y la soledad

La fotografía siempre había sido una de sus pasiones, la posibilidad de pararse un momento y observar un paisaje, una ola rompiendo en un acantilado o el sol naciente siempre le había encandilado.

Era una manera de ver la realidad pausadamente, disfrutándola, viviéndola de verdad y plasmando para siempre los colores vivos del mediodía, las sombras sugerentes de un atardecer o las brumas de un día cualquiera intentando desperezarse.

Salir a fotografiar la vida, le relajaba y le ayudaba a reencontrarse consigo mismo, además le permitía reencontrarse con el pasado.

Esa es una de las mejores cualidades de la fotografía, una vez que disparas tu cámara has captado un momento único, un recuerdo.

Pero ahora mismo no estaba observando ninguna de esas fotografías realizadas serenamente y que captaban un memorable paisaje.

Tenía ante sus ojos una imagen captada a vuelapluma, sin grandes pretensiones, con el móvil del momento, uno de esos autorretratos que llamamos –sin mucho sentido– selfie.

Era una foto sencilla, pero encantadora, allí estaba ella, seguramente poco después después de sus ejercicios con las mancuernas a juzgar por los leggings que lucía y que tan bien se ajustaban a su figura.

Su cara –sin ningún tipo de artificio– lucía fresca pero sofisticada al mismo tiempo, sus labios –perfectamente perfilados– no necesitaban ningún color extra para resultar extremadamente apetecibles.

Su nariz estaba flanqueada por dos preciosos ojos color miel cuya expresión daba al conjunto de su cara la imagen de una chiquilla dulce, un punto triste pero con una mirada desafiante.

Todo ello rematado con su rubia media melena, que en aquella foto aun dejaba entrever algún retazo castaño.

El top de tirantes insinuaba sin exponer, perfecto.

Estos momentos eran lo que le quedaba a Juan, recuerdos y más recuerdos.

Recuerdos en soledad, con los amigos, con los compañeros del trabajo, pero solamente recuerdos, no quedaba nada más.

Juan –inmerso en sus recuerdos– se sobresaltó al escuchar el interfono del portal, había olvidado que sus amigos venían a merendar.

Recogió apresuradamente las fotos que tenía esparcidas por encima del sofá y la mesita de centro, se recompuso apresuradamente ante el espejo del baño, ensayó su mejor sonrisa, abrió la puerta del ático y allí estaban todos ellos.

Carmen y Ana se le tiraron al cuello y casi lo tumban con el ímpetu de sus abrazos.

Por su parte Xavi y Carlos le abrazaron con una ternura que pocas veces se observaba en un abrazo entre hombres.

Hacía mucho tiempo que no quedaban y se habían echado de menos, intentaban retomar viejas costumbres y arropar a Aura y a su padre.

Prepararon la mesa para la merienda, habían traído chocolate, churros, jamón serrano y no se cuantas cosas mas.

Se dispusieron alrededor de aquella mesita como pudieron y charlando, riendo y comiendo intentaban recomponerse, volver a ser aquel pequeño grupo de amigos, aquella pequeña familia que de pronto escuchó un ruido y al volver sus cabezas vieron a una preciosa niña bajando las escaleras con aquel patito de peluche entre sus brazos.

¡Hola tía Carmen! ¡Tía Ana!

Leer más
Javier Ledo Javier Ledo

Montmartre

Cuándo te enfrentas con algo irremediable es normal quedarse paralizado, sin palabras, pareciera que el mundo se hubiese detenido, o al menos “tu mundo”.

A veces –pasado un breve lapso de tiempo– tu mundo se reinicia, asumes lo ocurrido, aprendes a vivir con ello o simplemente no tienes más opción que beberte tus lágrimas y seguir adelante.

A veces –aunque pasen varios años– tu mundo sigue en pausa, esperando –sin saberlo– algo que te indique cual es el camino a seguir, como afrontar el siguiente paso en tu vida.

Seguir adelante es duro y si estás solo aún más, por eso importa tanto –en esos momentos– tener a tu alrededor un buen puñado de amigos en los que apoyarte. Con los que compartir, en los que confiar y a veces –muchas veces– es suficiente con que solamente acepten disfrutar de un buen café contigo.

Tres años después –dos mil treinta– su mundo seguía totalmente paralizado y solamente conseguía sostenerse –a duras penas– sobre dos pilares, los únicos dos pilares que le quedaban, sus amigos y su hija.

Aquella pequeña era –al mismo tiempo– una bendición y una triste evocación de los tiempos felices que había vivido, un recuerdo constante de aquello que había perdido.

Aquellos tres años serían –pasara lo que pasara en el futuro– inolvidables, ocuparían por siempre una porción de su corazón.

Habían compartido su primer viaje a París, una semana de largos paseos –cogidos de la mano– por los infinitos parques y alamedas de la ciudad.

Los puentes sobre el Sena, Notre Dame, la torre Eiffel, todos esos lugares fueron testigos de su felicidad pero era Montmartre –en lo alto de la colina– ese lugar rebosante de artistas y bohemios, el que identificaron como especial e inolvidable para ellos.

Todo aquello no era más que un recuerdo –precioso si– pero un recuerdo, y ahora era el momento de enfrentar la vida sin su presencia, cada día al despertar se decía a si mismo siempre las mismas palabras, “María ya no está”.

Como si tuviese que convencerse cada día y recordarse a si mismo cual era la realidad para distinguirla de sus sueños.

Se levantaba y se dirigía hacia la camita del otro lado de la habitación y observaba –sin hacer ruido– como aquella preciosa niña –con los ojos de miel de su madre– respiraba profundamente, confiada, no siendo consciente todavía de cuan trágica había sido su llegada a este mundo.

Después de ese momento de puro amor que le dedicaba a su hija todos los días, bajó las escaleras y atenazado por una cierta congoja, comenzó a preparar el desayuno para ambos.

Encendió la televisión y sintonizó el canal oficial de noticias nacionales para dar un pequeño repaso a lo ocurrido durante el día anterior –o lo que querían que pensáramos que había ocurrido– pues en cuanto ella se despertase esa televisión dejaba de escupir la angustiosa y falsa realidad diaria para mostrarnos los más maravillosos cuentos de la factoría Disney.

El sonido –tan bajo para no despertar a su hija– no conseguía ahogar el volumen de sus propios pensamientos, de sus propios recuerdos que cada día tenían un lugar especial a esa hora de la mañana, esa hora en la que solamente estaban él y ella.

De pronto escuchó una vocecita “papi, papi, ¿dónde estás?

Comenzaba el día.

Leer más
Javier Ledo Javier Ledo

Mal cuerpo

Tenía mal cuerpo, algo de temperatura y esporádicamente alguna náusea sin motivo aparente.

A eso de las diez de la mañana pidió el resto del día y se fue a su casa, de camino pasó por la farmacia y compró un par de cajas de paracetamol y aspirinas. 

Al llegar se cambió de ropa, una camiseta del Barça y un pantalón corto fue lo primero que encontró y le pareció adecuado para estar en casa tranquilamente.

Se recostó en el sofá con la intención de descansar para luego aprovechar que estaba en casa y recoger un poco.

Cinco minutos después se había dormido profundamente al arrullo de la música de John Coltrane.

Cuando abrió la puerta le extrañó el silencio reinante, no era lo acostumbrado y se preocupó, pero al acercarse al sofá vio a María dulcemente dormida e intentó no hacer mucho ruido.

Subió a la alcoba, se cambio de ropa y bajó otra vez intentando no despertarla pero la encontró ya sentada desperezándose y al verlo se levantó para dale su abrazo de bienvenida.

Le explicó a Juan lo que le había ocurrido y como se había quedado dormida tan profundamente que ni siquiera había comido.

El la obligó a recostarse otra vez y se fue directo a la cocina para prepararle algo con lo que reponer fuerzas.

En unos minutos ya tenía una ensalada preparada y estaba casi listo una plato de papas fritas con una pechuga de pollo a la plancha, convenientemente aliñada con ajo y perejil.

Se sentaron juntos y él se preparó un café para acompañarla mientras comía. Comentaron un poco más detalladamente lo que le había pasado y los dos pensaron en una gripe tardía o en el denostado COVID que ya habían contraído en tres ocasiones antes.

Ahora se encontraba mejor pero si al día siguiente seguía igual pediría cita a su médico.

Ya que estaban tranquilamente en casa y no iban a salir a ningún lado decidieron echarle un vistazo a la aplicación del Gobierno que se habían descargado la noche anterior.

Faltaban solo tres días para la fecha límite de introducción de datos y una semana más para que el sistema entrase en funcionamiento.

Aquel sistema de control iba más allá de lo admisible, se comenzaba por introducir los típicos datos de DNI, domicilio, carnet de conducir o número de la Seguridad Social –muy menguada por los recortes– y se acababa con cuestiones muy personales como relaciones, aficiones, lugares que se frecuentaban para el ocio, comercios habituales en tus compras, etc

Era algo inaudito, todos estos datos cruzados con los informes de los diversos Agentes de Finca y Agentes de Barrio iban a configurar una radiografía exacta de todos los habitantes de la provincia y esto unido al control de ubicación vía GPS iba a derivar en un estado policial que pisotearía todas las libertades individuales del país.

Ninguno de los dos conseguía entender la sumisión –aparente al menos– de la mayoría de la población.

La ciudad se había convertido en un mar de rumores y murmullos, el griterío de los chiquillos en las plazas y los parques había sido sustituido por el sonido sordo de las pisadas de las botas de la Guardia Nacional.

Era jueves y llamaron al resto del grupo para quedar el sábado pero en lugar de hacerlo en su terraza de siempre, los invitaron a su casa para poder charlar con tranquilidad, decidieron también traer algunos platos preparados, comer todos juntos y pasar la tarde tranquilamente.

Juan observaba de soslayo a María y se daba cuenta de que –aunque ella intentaba sobreponerse– parecía estar cansada y un poco apagada de ánimo.

Le preparó una infusión y los dos se acomodaron en el sofá para pasar lo que restaba de le tarde tranquilamente viendo alguna película o alguna serie. 

El la acogió bajo su brazo y así acurrucados lo que realmente ocurrió es que se quedaron dormidos aunque la televisión siguió adelante con la serie que habían escogido.

Leer más
Javier Ledo Javier Ledo

Un día normal y corriente

Las seis de la mañana, la música hizo desperezarse a Juan, sonaba Smooth Operator de Sade, un tema emblemático de su primer álbum.

Una melodía de una suavidad exquisita que ayudaba –a esas horas– a que el tránsito del sueño a la vigilia fuese algo asumible y no muy estridente.

Normalmente él era el primero siempre en responder a la invitación musical y de esta manera disponía de unos minutos para observar –casi sin moverse– a la chica que respiraba pausadamente a su lado.

Le cautivaba ese momento que se sucedía cada día siempre a la misma hora.

Normalmente se quedaba mirándola, observando su dorada melena, su nariz respingona, sus suaves pómulos y se entretenía en revisar que las tres pecas de su mejilla derecha continuaban allí, haciendo que aquel rostro fuese su primer encuentro diario con la belleza.

Le maravillaba esa cadencia de su pecho y la suavidad de su respiración que denotaba que se encontraba aún profundamente dormida.

Acercó tiernamente su mano a su cabeza y acarició su melena con suavidad, como si no quisiera despertarla todavía para poder así disfrutar de esa estampa por unos minutos mas.

Poco a poco fue aumentando la presión sobre su cabeza y rodeó su cuerpo para darle su primer abrazo del día que además servirá de dulce despertar para María, que lo primero que escucha en ese momento es Imagine de Lennon.

En este punto se abrazan y se desean –todavía al ralentí– los buenos días. Ese es el instante que escoge Juan para acercarse aún más y reafirmar el comienzo del día con un beso lento, suave y tierno al que ella responde al instante.

Por un momento se quedaron quietos, muy quietos, abrazados, como queriendo que los minutos se tornen horas.

Pero cuando ya la banda sonora enfilaba un tema de Sting, María vuelve su cabeza y al ver el reloj se sobresalta ¡las seis y cuarto! Arriba!!

Aún debe ceder un momento más para un beso rápido de Juan pero ya no hay vuelta atrás y cada uno por su lado de la cama ponen pie a tierra e intentan rápidamente colonizar el baño.

Al perder la competición para llegar a la ducha Juan sabe que hoy le ha tocado preparar el desayuno y aborda las escaleras para irse a la cocina.

Preparó el café, unas tostadas con mermelada de albaricoque y unas magdalenas.

Con todo ya preparado y servido en la barra de la cocina aparece María tonteando con una bajada de escaleras estilo Hollywood.

Desayunan apresuradamente pues aunque trabajan relativamente cerca de casa no les gustaba arriesgarse a llegar tarde para no tener que dar explicaciones.

Si Juan preparó el desayuno es ahora María la encargada de recogerlo todo para que él suba a asearse.

Coinciden minutos después frente al espejo vistiéndose y revisándose mutuamente para salir a la calle bien arreglados y perfumados.

Una vez en la calle todavía tendrán que caminar unos veinte minutos los dos juntos hasta llegar al edificio donde trabaja María, se despiden en la puerta con un beso, un abrazo y una mirada cómplice.

A Juan le quedaban otros veinte minutos a buen paso y con lo fresca que estaba la mañana no le venia mal apresurarse un poco y así entrar en calor.

De camino –y a falta de unos diez minutos para llegar– se encontró con Pedro que ahora era más un compañero de trabajo que verdaderamente un amigo.

Aunque es verdad que él no era quien para juzgar a nadie, no le había gustado el comportamiento de su amigo de entonces y lo que le había hecho pasar a Ana, por esto aunque seguían hablando cordialmente habían perdido aquella confianza de antaño.

Se saludaron rutinariamente y Pedro comenzó a hablarle sobre un error detectado en el software del sistema que le habían entregado al Gobierno y que estaban intentando arreglarlo contrarreloj para no incurrir en alguna penalización del contrato.

Juan, aunque parecía atento a sus explicaciones, realmente estaba rememorando como había comenzado el día y anotando mentalmente –para no olvidarse– que por la tarde, a eso de las cinco, quedaron de verse con unas amigas que María quería presentarle.

Llegaron a su empresa, Pedro se encaminó hacia el ascensor y Juan –fiel a su costumbre– aunque tuviera que subir dos pisos más que Pedro, se dirigió directamente hacia las escaleras.

Comenzaba la semana.

Leer más